martes, 27 de agosto de 2019
Alianza del Pacífico en la ideología empresarial
Por Juan J. Paz-y-Miño Cepeda
La Alianza del Pacífico (AP), establecida en abril de 2011 y constituida jurídicamente en junio de 2012, integra a cuatro países: Colombia, Chile, México y Perú, pero cuenta con 52 países observadores. Nació en una época que confrontaba dos visiones: la de los gobiernos nacional-progresistas y la de los gobiernos derechistas-neoliberales.
La visión neoliberal en el año 2011 es perfectamente retratable: en Chile gobernaba Sebastián Piñera (2010-2014), empresario y millonario, a quien sucedió Michelle Bachelet (2014-2018), quien no desmontó el neoliberalismo, aunque tuvo inclinaciones democráticas. Al volver a la presidencia (2018), Piñera se convirtió en el promotor de PROSUR. En Colombia, estuvo al frente del gobierno Juan Manuel Santos (2010-2018), quien no dudó en unirse a la AP, continuada por Iván Duque (2018). En México gobernaba Felipe Calderón (2006-2012), seguido por Enrique Peña Nieto (2012-2018), dos presidentes que apuntalaron la vía neoliberal, hasta la reciente llegada de Andrés Manuel López Obrador (2018), un crítico de ese camino; y en Perú, Alan García (2006-2011), seguido por Ollanta Humala (2011-2016), Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018) y Martín Vizcarra (2018), no se han apartado de la senda asumida por los otros miembros de la AP.
En contraste con esos gobiernos, los que conformaron el ciclo progresista se caracterizaron tanto por la reacción contra la vía neoliberal, como por la definición de otras líneas de conducción económica y social. En Venezuela gobernaba Hugo Chávez (1999-2013), a quien sucedió Nicolás Maduro (2013-hoy); en Bolivia, Evo Morales (2006-hoy); en Uruguay, José Mujica (2010-2015), seguido por Tabaré Vásquez (2015-hoy); en Nicaragua, Daniel Ortega (2007-hoy); en Argentina, Cristina Fernández (2007-2015); en Brasil Dilma Rousseff (2011-2016) y en Ecuador, Rafael Correa (2007-2017).
Adviértase que en Argentina, Brasil y Ecuador se produjeron giros totales con los nuevos gobernantes: Mauricio Macri (2015-hoy), Michel Temer (2016-2018) y Jair Bolsonaro (2019-hoy), y Lenín Moreno (2017-hoy), respectivamente, quienes abandonaron cualquier línea progresista. En la actualidad, en una América Latina con predominio de gobiernos de derecha, no resulta extraño que el presidente Moreno, identificado con igual postura, tenga en la mira el ingreso del Ecuador a la AP, pues su política económica está subordinada a las cámaras de la producción, acompaña las geoestrategias mundiales de los EEUU y sigue ahora los condicionamientos del FMI.
Está claro, para los gobernantes de los nuevos tiempos conservadores de América Latina, que la AP es una fórmula de integración sujeta a viejos principios ideológicos: asumen que la “libertad económica” es la garantía del crecimiento y la prosperidad para sus pueblos, con el libre comercio como instrumento para lograr economías abiertas. No importa que los estudios económicos y sociales más serios en la región -además de la experiencia histórica- demuestren las nefastas consecuencias del neoliberalismo para las sociedades latinoamericanas. Es una cuestión de dogmas, al servicio de la empresa privada interna e internacional.
La AP es, por tanto, una fórmula de integración empresarial, no de los pueblos. Es una integración de Estados forzada por gobiernos conservadores. Si los gobernantes fueran otros, con una visión contraria al neoliberalismo y sus dogmas, no se habría concretado. Por eso los gobiernos progresistas privilegiaron el latinoamericanismo a través de entidades como Celac, Unasur, Mercosur o Alba, porque, además, entendían las proyecciones e intereses imperialistas movilizados en los tratados de libre comercio y los tratados bilaterales de protección de inversiones extranjeras.
Explícitamente, los objetivos de la AP son: construir “un aìrea de integracioìn profunda para avanzar progresivamente hacia la libre circulacioìn de bienes, servicios, capitales y personas”; “impulsar un mayor crecimiento, desarrollo y competitividad de las economiìas”, con miras “a lograr un mayor bienestar, la superacioìn de la desigualdad socioeconoìmica y la inclusioìn social de sus habitantes”; y convertirse en unaplataforma de articulacioìn poliìtica, de integracioìn econoìmica y comercial, y de proyeccioìn al mundo”.
Contrariando esas previsiones, en el Encuentro Andino “Impacto de los acuerdos comerciales y del Fondo Monetario Internacional”, realizado en Quito (Ecuador), que reunió a líderes y representantes de organizaciones comunitarias y campesinas de Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú durante los días 11 y 12 del pasado junio (2019), hubo claridad en advertir las nefastas consecuencias sobre el agro de los aperturismos comerciales indiscriminados. Las experiencias en Colombia, por ejemplo, dan luces de lo que ha ocurrido con productos como el maíz, la porcicultura y el cultivo de caña, cada vez más arruinados por el aperturismo comercial.
Están ampliamente difundidas las graves consecuencias agrícolas que tuvo el tratado de libre comercio de México con los EEUU y Canadá (TLCAN). En Ecuador, el Consorcio de Cámaras de la Producción de Tungurahua, así como la Cámara de la Pequeña y Mediana Empresa de Pichincha (CAPEIPI), la Cámara de la Industria Automotriz Ecuatoriana (CINAE) y la Federación Ecuatoriana de Industrias del Metal (FEDIMETAL), han sido enfáticos en señalar el peligro que la vinculación a la AP traería para la producción nacional.
Pero estas u otras voces tampoco importan. La avidez por los negocios (particularmente del sector de los comerciantes y de los exportadores, que son los más interesados en el “libre mercado”) y el exclusivo interés por las mayores rentabilidades, ciegan toda capacidad para analizar el aperturismo económico. La ruina industrial o la de pequeños y medianos productores, así como la del sector campesino y comunitario no son resultados apreciados por los empresarios impulsadores del neoliberalismo.
A las inconvenientes repercusiones de la AP se suman las otras “variables” demandadas por los aperturistas: la reforma laboral, la reforma de los impuestos y la privatización de bienes y servicios estatales. Con ello el cuadro se completa: en América Latina se promueven reformas laborales empresariales que están arrasando con derechos históricos de los trabajadores y retrocediendo a la época del capitalismo originario; y, de otra parte, el Estado es reducido en sus capacidades, no puede atender las demandas sociales más amplias, se deterioran los servicios a la colectividad y particularmente en las áreas de educación y salud.
Aquello de que la AP traerá mayor bienestar, la superacioìn de la desigualdad socioeconoìmica y la inclusioìn social de sus habitantes, no pasa de ser una simple declaración ideológica para justificar el modelo de integración acordado. De modo que los gobernantes que han impulsado semejante unión quedarán registrado en la historia contemporánea, por haber sido los que impulsaron un proyecto que agravará las condiciones de vida y de trabajo de las amplias mayorías nacionales, al mismo tiempo que reconcentrará la riqueza en la elite empresarial beneficiaria del liberalismo económico dogmático.
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