lunes, 19 de agosto de 2019

Crece el hambre en el mundo


Por Timothy A. Wise *

Por tercer año consecutivo diversas agencias de Naciones Unidas han documentado niveles crecientes de hambre severa en el mundo, que afecta a 820 millones de personas. Más de 2.000 millones sufren inseguridad alimentaria “moderada o severa”. Durante el mismo periodo, el mundo viene experimentando lo que Reuters ha denominado una “sobreabundancia global de cereales”, con productos agrícolas excedentarios amontonados fuera de los silos de grano y pudriéndose por falta de compradores. Está visto que el aumento de las cosechas de grano no reduce el hambre global.  

Pese a ello, no pasa ni un día sin que algún dirigente académico, industrial o político se una al coro malthusiano para advertir de la inminencia de fenómenos de escasez de alimentos causados por el crecimiento de la población y la limitación de los recursos naturales. Por ejemplo, Richard Linton, decano de la Facultad de Agricultura y Ciencias de la Vida de la Universidad del Estado de Carolina del Norte, ha hecho sonar la alarma con palabras que nos son familiares: “Tenemos que hallar la manera de alimentar al mundo, doblando la oferta de alimentos”, ha declarado. “Y todos sabemos qué pasará si no producimos alimentos suficientes: será la guerra, la competición.”

“¿Cómo alimentaremos al mundo?”, exclama el predicador. “Aumentar nuestra abundancia”, responde el coro. Hay tanta equivocación en esta respuesta. E incluso en la pregunta, que es profundamente arrogante. ¿Cómo alimentaremos –nosotros– al mundo? Sabemos a qué nos referimos con esta pregunta: a los países ricos, con semillas de alto rendimiento y una agricultura a escala industrial. EE UU piensa que está alimentando al mundo actualmente. Pero no es cierto.

Más del 70 % de los alimentos consumidos en los países en desarrollo, donde el hambre es endémica, se cultivan en esos mismos países, en su mayor parte por pequeños agricultores. Estos agricultores son los principales proveedores de alimentos. Y utilizan tan solo el 30 % de los recursos agrícolas para ello (lo que implica que la agricultura industrial utiliza el 70 % de los recursos para alimentar al 30 % de la población). Ahí fuera no hay ningún mundo que espera de brazos cruzados que lo alimenten. La mayoría de las personas que pasan hambre son pequeños agricultores o gente que vive en comunidades rurales. No esperan a que les repartan alimentos; intentan activamente –y a menudo de forma desesperada– alimentar a sus familias y sus comunidades.

Sin embargo, el mundo ya produce más que suficiente para alimentar a 10.000 millones de personas, o sea, unos 3.000 millones más de las que somos actualmente. ¿Por qué seguimos haciendo las cosas mal, creyendo que la producción de más mercancías agrícolas acabará con el hambre? El economista indio Amartya Sen ganó su premio Nobel por demostrar que pocas veces el hambre viene causado por la escasez de alimentos. Frances Moore Lappé nos demostró hace casi 50 años, en su obra seminal Diet for a Small Planet (Dieta para un pequeño planeta), que el hambre no viene causada por la escasez de alimentos. El hambre viene causada por la falta de poder de los productores de alimentos y de la gente pobre. Poder sobre la tierra, el agua y otros recursos naturales que permiten producir alimentos. Y poder para obtener ingresos que permitan a la gente adquirir los alimentos que necesita.

El espejismo de que nosotros alimentamos al mundo reside en lugares como Iowa, un territorio cubierto de punta a cabo por cultivos de grano y de soja, en un sistema concebido para ocupar hasta la última hectárea de suelo incomparablemente fértil. Pero es difícil encontrar pruebas fehacientes de que la prolífica producción de Iowa esté alimentando a todas las personas hambrientas del mundo en desarrollo. Iowa alimenta principalmente a cerdos, pollos, la industria de comida basura y automóviles; la mitad de nuestro grano se destina a la producción de etanol, y el 30 % del aceite de soja se emplea ahora para fabricar biocombustible. La gente pobre del mundo no puede permitirse comer carne ni conducir un automóvil; la comida basura es lo último que necesita.

Exportamos alrededor de la mitad de nuestras habas de soja y el 15 % de nuestro grano, pero ni siquiera estas cantidades sirven para alimentar a los hambrientos, pues se emplean principalmente como forraje, sobre todo para ganado porcino, en gran parte en China, el principal país productor de cerdos del mundo. Pero la gente pobre no come esa carne, sino que es principalmente la creciente clase media del país la que la consume. En el mejor de los casos, la prodigiosa producción de grano y soja de Iowa contribuye a abaratar un poco el precio de los alimentos de las clases medias emergentes del mundo en desarrollo. Pero es un espejismo decir que Iowa alimenta a la gente hambrienta.

Y es un espejismo peligroso pensar que podemos resolver el problema del hambre en el mundo incrementando la producción mundial a base de implantar la agricultura industrial. Peligroso porque la manera en que se cultivan esos alimentos en explotaciones de monocultivo con un uso intensivo de productos químicos, está destruyendo literalmente la base de recursos –suelo, agua, clima– de la que depende la futura producción de alimentos. Volvamos a Iowa: este Estado ha perdido la mitad de la capa superficial del suelo debido a la erosión, consecuencia de un excesivo cultivo en hileras con uso de maquinaria pesada. En la última década han pasado a cultivarse más de 200.000 hectáreas de terrenos nuevos de reserva, ya que los agricultores se han dedicado a plantar hasta la misma orilla de los ríos, tratando de hacer un buen negocio gracias a los elevados precios del grano destinado a la producción de etanol. El suelo es un recurso renovable, pero solo si se cultiva de una manera que lo protege y lo renueva.

Iowa tampoco consigue renovar el otro recurso renovable que es el agua. La agricultura de este Estado es de secano, pero se bombea agua de los acuíferos de Jordán y Dakota con unos caudales que impiden que vuelvan a llenarse. Se precisan 19 litros de agua al día para criar un puerco; con 20 millones de puercos, esto suma más de 139.000 millones de litros de agua al año. Se requieren 11 litros de agua para destilar 4 litros de etanol a partir del grano; esto suma más de 45.000 millones de litros al año. Si la producción de etanol y de carne aumenta al ritmo previsto, estos grandes acuíferos acabarán secándose.

Al mismo tiempo, el uso excesivo de productos químicos requeridos para el grano y la soja contamina el agua potable y destruye hábitats de especies que la agricultura precisa para cultivar alimentos. Un reciente informe de Naciones Unidas alerta sobre extinciones masivas, mientras que otro estudio documenta “apocalipsis de los insectos”, que incluye la pérdida de polinizadores cruciales para los cultivos. Todos los ámbitos de la agricultura de Iowa están implicados en el cambio climático y a su vez amenazados por el mismo. La agricultura industrial es una emisora importante de gases de efecto invernadero: los excesivos fertilizantes vertidos en los campos de cereales de Iowa emiten nubes de óxido nítrico, que es más potente que el dióxido de carbono. Las granjas industriales de este Estado también contribuyen a ella cuando se vierten los purines concentrados en los campos de los agricultores.

El clima cambiante hace que las prácticas agrícolas actuales sean sumamente destructivas. Los modelos de la NASA para Iowa predicen una alta probabilidad de tormentas más intensas, como el reciente ciclón, frecuentes inundaciones y una creciente amenaza de largas sequías. Un estudio de la Universidad de Minnesota calcula que en 2075, la producción de grano de Iowa será un 20 a 50 % más baja que hoy.

No es un sistema que funcione bien, y si nos preocupa la disponibilidad global de alimentos, nosotros, en los países ricos, deberíamos dejar de apostar por la agricultura industrial y adoptar de inmediato dos medidas sencillas: en primer lugar, reducir el despilfarro de alimentos, que malgasta un tercio o más de los alimentos producidos en todo el mundo. En segundo lugar, dejar de destinar cosechas y tierras a la producción de biocombustible. Mientras tanto, dejemos de alimentar el espejismo de que el aumento de la producción de mercancías agrícolas estadounidenses contribuirá a reducir el hambre en el mundo.

* Timothy A. Wise es el director del Programa de derechos sobre tierras y alimentos del Small Planet Institute de Cambridge, Massachusetts (EE UU).


Traducción: viento sur

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