martes, 11 de febrero de 2014
¿Hay riesgos de reversibilidad en los gobiernos progresistas?
Por Modesto Emilio Guerrero
Cinco elecciones presidenciales cruzaron el continente en 2013 como si anunciaran mutaciones a izquierda y a derecha, buscando una salida a los procesos de cambio. A la elección de Nicolás Maduro en Venezuela, le siguió la de Rafael Correa por tercera vez en la república de Ecuador, luego en Paraguay le tocó el turno al empresario derechista Horacio Cartes, seguida por la del conservador Juan Orlando Hernández en Honduras, para cerrar el año la sorprendente segunda investidura de la socialdemócrata Michelle Bachelet al frente del destino presidencial de Chile.
Fueron ocho meses de espesuras y devaneos de una coyuntura latinoamericana que se debate entre avanzar o retroceder, en una atmósfera ideológica continental sombreada por la ausencia de Hugo Chávez como el pivote de lo nuevo y al mismo tiempo el signo de la duda sobre el devenir.
Como suele ocurrir en la complejidad de la vida política, algunas elecciones fueron tributarias o complementarias de otras, como presagios de combinaciones inesperadas en las alturas del poder. Esto vale para los cinco casos donde la disputa fue por el sillón de la Presidencia, y para los dos que no lo fueron, pero determinaron a sus ocupantes actuales o futuros. La primera en Argentina, unas votaciones llamadas de medio término, encargadas de legitimar un poder legislativo que en este país sirve para abrir la vía sin retorno a las plataformas de poder nacional de donde nace, irremisiblemente, el próximo presidente o presidenta del país. La otra elección no presidencial ocurrió en la siempre controvertida Venezuela bolivariana. Allí fue más cruda y paradójica la prueba de los resultados. Unos comicios limitados a resolver un poder tan municipal como disperso se convirtieron, sin embargo, en factor decisivo para otear el destino de la gobernabilidad y la figura presidencial, juntas.
La impronta entre el primer proceso eleccionario, la elección de Nicolás Maduro en abril en Venezuela, y el último, el ganado por Michelle Bachelet en Chile en diciembre, fue la misma: un continente cargado de interrogantes sin respuestas seguras.
Una primera aproximación simple nos indica que la derecha neoliberal proyanqui ganó dos procesos presidenciales (Paraguay y Honduras), y que a favor de lo nuevo, tres opciones identificadas con la palabra izquierda obtuvieron sendos triunfos.
Esta superficialidad se desbarata cuando le contraponemos las tendencias más profundas, en cada país señalado, como en el espacio regional.
El diminuto triunfo estadístico de Maduro en abril fue cruzado a fuego por una derecha nacional e internacional que creyó llegada su hora, y desató en las calles de Caracas y otras ciudades asesinatos selectivos de militantes bolivarianos, desabastecimiento programado a la chilena de 1973, una especulación desquiciadora apoyada en una campaña internacional de desprestigio del joven presidente. Al final del año, lo que se preveía como un desbanque gubernamental irremediable (“Después del plebiscito de las Municipales, vamos por Miraflores”, proclamó exultante Capriles Radonski a finales del mes de noviembre), resultó lo opuesto. El triunfo chavista en las elecciones de alcaldías y concejales fue tan contundente que la gobernabilidad se fortaleció casi tanto como la imagen presidencial y la derecha quedó vulnerada por su cuarta derrota en las urnas en 15 meses.
Sin embargo, el triunfo bolivariano el 8 de diciembre no apagó la otra señal de la realidad. La derecha venezolana, apoyada con fuerza desde el exterior, decidió ir por todo y en el menor tiempo posible. La próxima batalla en votos será a mitad del período, cuando sometan al presidente a un Referéndum Revocatorio, tan constitucional como riesgoso.
El gobierno está obligado a consolidar la nueva relación de fuerzas electoral en los terrenos complicados de la economía, la institución y la vida social, o esperar una nueva batalla de la misma guerra interminable contra el poder chavista.
La tercera elección sucesiva del presidente ecuatoriano Rafael Correa, junto con la magnitud sorprendente de los votos sumados que obtuvo (57,17%) es, quizá, la alarma más sonora y menos deseada por la derecha continental y el Departamento de Estado. Correa tiende a convertirse, junto con Evo Morales, en la peligrosa muestra repetida del récord marcado por Hugo Chávez: ganar, ganar y ganar las pruebas electorales de la república burguesa. Más aún, ganarles siempre a los mismos poderes políticos y fácticos internacionales, entre ellos el más sinuoso e impune: los monopolios mediáticos comerciales.
Aunque el primer resultado institucional favorable al exitoso presidente Correa es un respaldo parlamentario jamás tenido por presidente ecuatoriano alguno, y sólo disfrutado por Chávez en América latina, las tendencias más insondables lo muestran sometido a dos fuerzas dislocantes de su gobierno y su sistema político. La primera y la realmente peligrosa proviene de Estados Unidos, que ha decidido avanzar en una conspiración para tratar de fragilizarlo antes de que sea tarde, o sea que se vuelva irreversible, como tiende a ser el chavismo en Venezuela. A los informes revelados por la revista mexicana Proceso en diciembre de 2012, que señalan a la CIA y la NSA detrás de grupos del narcotráfico andino para desestabilizar al gobierno de Quito, deben añadirse las acciones financieras y judiciales de multinacionales como Chevron y otras como el Ciadi o el retiro de la “ayuda externa de EE.UU.”, para desbancar la economía y la gobernabilidad del país.
En otro lado de la realidad ecuatoriana, es cada vez más evidente la ruptura del Presidente con los principales movimientos sociales indigenistas, ecologistas, juveniles, feministas, pero también con sectores clave de la vida académica y periodística que antes lo apoyó. Su veto absoluto al derecho al aborto y la nueva Ley de Universidades, son más que dos actos políticos, en realidad lo distancian socialmente de varios sectores oprimidos y lo empujan al lado de fuerzas conservadoras, a pesar de su frontalidad actual con EE.UU. El costo puede tardar, pero llegará.
Michelle Bachelet ganó con el compromiso de hacer tres reformas estratégicas: gratuidad total de la educación a todos los niveles, una reforma tributaria radical que peche a los ricos para financiar a los pobres y la clase media y una reforma constitucional que demuela el sistema instituido desde 1973. A nadie le puede caber duda del valor de este programa y la valentía de la señora Bachellet para embanderarse con él.
La suma de esto y sus derivados significa desmontar el sistema político y económico pinochetista. Para lograrlo, Bachelet necesita de una fuerza social que no tiene y de un proyecto y organización político-ideológico que no la sostiene. Chávez demostró que las “relaciones de fuerza” son fuerzas vivas que se pueden modificar con iniciativas políticas. Sólo falta saber si la nueva presidenta de Chile se atreverá a tanto, luego de su primera prueba al lado de la Tercera Vía.
Es cierto que Honduras y Paraguay, juntos o separados, no cuentan con entidad geopolítica propia para modificar la situación latinoamericana a favor de Washington, la UE y la OTAN. Pero ambos triunfos derechistas consolidaron dos situaciones reaccionarias, dos derrotas a favor del más fuerte en la puja hemisférica de poder. Con ellos dos avanzó dos pasos la Alianza del Pacífico y como se sabe, dos pasos de un imperio pisan más fuerte que dos pasos de cualquier país oprimido.
Esta otra verdad geopolítica es la que nos conduce al punto de partida en un análisis de tendencia. El instituto de análisis estratégico deThe Economist advierte que Argentina, Bolivia y Venezuela son los tres países más proclives a “explosiones sociales” durante 2014. Como hipótesis vale tanto como una contraria, lo que no anula su valor hipotético.
En vez de una moraleja ramplona, los maravillosos avances vividos por los pueblos de América latina y algunos de sus gobiernos, merecen el derecho histórico a la irreversibilidad de sus procesos democratizadores, antineoliberales y anticapitalistas.
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