jueves, 20 de febrero de 2014

Entrada al campo


Por Héctor M. Leyva

En las narraciones de los supervivientes de los campos de concentración se cuenta que los prisioneros eran despojados de todas sus pertenencias, sus objetos de valor y sus vestidos cuando ingresaban. No se explica cómo después algunos de ellos lograban hacerse de lápiz y papel, de crayones, de una dulzaina o de un violín para hacer arte con lo que engañaban el tiempo que les separaba de la muerte.
No me parece muy diferente la situación que se vive en Honduras. El país entra de la mano de ambiguos personajes y como consecuencia del golpe de Estado en la condición de un enorme campo de concentración. Para Agamben el campo es el lugar donde el hombre queda reducido a un ser biológico, a vida desnuda, despojada de todo derecho y a voluntad de los detentadores del poder y de la fuerza. No otra cosa es la que parece estar ocurriendo aquí cuando vemos burlado el orden jurídico e institucional y sometida, la población, a los intereses de pequeños grupos. La incertidumbre por la vida es el sentimiento general, en el sentido de que se halla a merced de la ambición de los criminales que no se encuentran ya solamente en las calles o en los negocios sino en los edificios públicos.
La última noticia es que el nuevo gobierno ha decidido desmantelar las instituciones de cultura bajo el argumento de la necesaria eficiencia del Estado. En la práctica esto supone desbaratar la frágil arquitectura que se había levantado para amparar y promover las creaciones del espíritu humano en este pedazo de tierra. No de otro modo pueden entenderse las artes plásticas, la música, el teatro, la danza, los libros, las bibliotecas, los archivos, los museos, las tradiciones populares, los sitios arqueológicos e históricos, etc.
Si antes era patética la situación de estas instituciones, cuyos presupuestos las condenaban al desahucio, ahora puede esperarse que desaparezcan. El nuevo gobierno hace suya la tarea de desembarazar a los hondureños de sus derechos culturales.
No cabe duda que aun desnudos de ropaje institucional, los creadores y promotores culturales seguirán haciendo su trabajo quizás ahora con más ahínco que antes, pues el arte y la producción intelectual siempre se han visto favorecidos por los tiempos difíciles. Pero no podrá dejar de lamentarse que los objetos del pasado, inermes e indefensos como son, queden ahora completamente a merced de los criminales. Podemos decir adiós a los documentos y los testimonios históricos, a las edificaciones antiguas, a los tesoros arqueológicos y a todo eso que llamamos vestigios del patrimonio cultural.
En lo que viene podrá pasar como a los judíos en los campos, que algunos iban a conseguir hacer arte pero ninguno se libraría de que le arrancaran sus objetos valiosos, las joyas familiares o religiosas, incluso los empastes de los dientes por pequeños que fueran con tenazas.

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