miércoles, 19 de febrero de 2014

Hacia una nueva cultura política


Rebelión

Por Nicolás Fava

Construir una nueva cultura política requiere de algunos esfuerzos. No vamos a corregir los efectos del neoliberalismo, el nuevo capitalismo “serio”, y la corrupción estructural en la clase política tan sólo con palabras y promesas, decretos o referéndums, creando y gestionando centros culturales, pintando paredes, organizando charlas-debate, brindando apoyo escolar u ofreciendo propuestas que funcionen como parches del sistema en el que vivimos. Tampoco vamos a cambiar la historia por el simple hecho de dejar de votar al gobierno de turno y elegir enrolarnos en el principal aglomerado opositor. Esta práctica en la que muchas veces cae la gran masa del electorado (y hasta grandes cuadros políticos) al recurrir a lo que se denomina el “voto útil” (que de útil tiene poco), o “voto castigo” (que nos castiga más a nosotros mismos), subyuga a nuestro país a una vida política pendular que nos distrae de los verdaderos cambios que hace falta realizar. Ese péndulo nos hipnotiza creando falsos binomios para que nunca se resuelvan las contradicciones fundamentales de nuestra sociedad como, por ejemplo, la “lucha de clases”, una idea todavía demasiado vigente para entender el mundo en que vivimos.

En primera instancia, debemos por supuesto dejar de embobarnos en la observación de péndulos y caracterizar profundamente el momento histórico-político que vive nuestra sociedad, particularmente la clase obrera como eje troncal de todo movimiento de liberación, pero incorporando al mismo tiempo la militancia y la representación de nuevos sujetos sociales y colectivos políticos que han surgido en los últimos años. Con perspectiva internacional de vocación internacionalista y con elementos conceptuales concretos que sirvan para la intervención local. Implica entre otras cosas rehuir a todo posibilismo y plantear claramente la necesidad de una Revolución. Desbaratar todos los mecanismos de dominación y desarrollar una fuerte crítica del poder, sin perder de vista que el enemigo central es el gran poder concentrado, y teniendo presente la necesidad de empoderar al pueblo y a cada ciudadano para su propia emancipación. Es decir, sin renunciar a la toma del poder, pero sin alucinar que llegar al gobierno es sinónimo de tomar el poder.

Es necesario eludir todo dogmatismo paralizante y todo sectarismo, para abrir el juego a todo el campo popular y pasar de un discurso “contra-hegemónico” a la realización de una hegemonía popular, para la construcción de un estado y un humano nuevo en una sociedad diferente. Y tener presente que la revolución es una tarea de realización continua e inacabada, que no tiene fecha de cumpleaños, sino referencias históricas en la luchas de los pueblos de todo el mundo, y que tiene el deber de nacer cada día, al calor de la autocrítica y la revisión constante sobre sus propios pasos, en la misma marcha, sin jamás caer en asambleísmos inoperantes que, en el afán de democratizar nuestras acciones, atenten con detener el curso de nuestros sueños. Fundamentalmente hay que tener en claro, que en el mundo actual, hablar de revoluciones no es hablar de hitos que se concretan con el degollamiento de un fulano o con el asalto de una casa de gobierno, sino que significa un proceso socio-cultural que debe tener como protagonistas a las grandes mayorías que en su avance respeten ferozmente a cada minoría, y los derechos fundamentales de cada ser humano, para poner al nuevo estado al servicio de cada ciudadano y no al revés. Respetando el ámbito de libertad necesaria para que la prosperidad de las mayorías y los excluidos no deba nunca significar una guerra civil contra los que pierden privilegios económicos, o una persecución política contra los que piensan diferente.

Instalar el socialismo del siglo XXI no como una meta que una vez alcanzada sólo hay que defender, sino como un horizonte que, como en el texto de Galeano, se aleja a cada paso que damos para ayudarnos a caminar. Sólo en esta concepción perfeccionista y superadora es que podremos decir una y otra vez: “Hasta la Victoria, siempre”. Porque si la Victoria para nosotros es un hecho que queda a nuestras espaldas, inmortalizado en algún hito, territorializado en alguna meca, o solidificado en alguna estatua, o alguna referencia insuperable, entonces, ese día, habremos colgado la camiseta de revolucionarios y nos habremos hecho conservadores.

“Una sociedad diferente no puede ser construida por personas indiferentes”, así que el primer paso debería consistir en generar conciencia política en la sociedad, rompiendo con el paradigma político-electoral imperante e impregnando el discurso público de sinceridad, rebeldía, y profundidad. Apartándonos del desprecio de las masas que se encuentra tanto en el cinismo burgués como en el vanguardismo revolucionario. Descartando el doble discurso, las prácticas clientelares, y la subordinación a todo poder económico como premisas fundamentales. Es decir, básicamente, considerando a las personas como seres humanos y no simplemente como votos o cuadros susceptibles de cooptación. Más que un doble discurso, en reconocimiento de la dignidad y las condiciones subjetivas de cada persona (pues nadie puede ostentar la verdad revelada ni proponerse como modelo de ser humano), la militancia revolucionaria de nuestro tiempo requiere el desarrollo de un discurso claro y preciso, pero articulable de múltiples maneras, con el poder de interpelar a todos los sectores de la sociedad, y a cada individuo en particular. Conciliando la contradictoria y a veces hasta esquizofrénica tarea de lograr apoyo electoral y convocar militantes. Dos formas de la militancia que en la sociedad fuertemente despolitizada y atravesada por la ideología capitalista en que vivimos se presentan casi como expresiones opuestas y que debemos sintetizar para lograr que cada ciudadano profundice su conciencia política al punto de convertirse en un compañero creador y propulsor de la lucha emancipadora mientras que cada cuadro político, por más formado que esté, tenga la capacidad de “ascender” a las clases populares, en el contacto fluido y constante con el pueblo.

Ideología dominante, medios de comunicación y democracia

Los negocios y su ideología han “copado” el terreno del discurso público (basta mirar las grandes campañas electorales regidas por la ley de la oferta y la demanda, respondiendo a encuestas, sondeos de opinión y “focus groups” antes que a ideas, doctrinas o convicciones. Tienen más de publicidad (generar necesidad y provocar la compra) que de propaganda (crear conciencia y motivar la acción). Los consultores políticos han sido elevados a la categoría de “gurúes” y su profesionalidad se mide directamente por los resultados electorales. Pero no sólo los aparatos políticos han adoptado estas formas (que son formas y revelan contenidos a la vez, -o la ausencia de los mismos-) sino que todos nosotros hemos internalizado esta manera de pensar y he ahí el triunfo de esta ideología.

Una ideología se vuelve hegemónica cuando sus premisas pasan a ser parte de lo que se denomina el sentido común. Muchas concepciones derivadas de la primacía del mercado sobre la política (y por lo tanto de las empresas sobre los gobiernos y de los dólares sobre los votos) se han naturalizado en el mundo de la política como si siempre hubieran estado allí y no pudiera ser de otra manera. Por ejemplo, cuando hablamos de “marketing político”, cuando decimos que un candidato “vende bien su propuesta”, o siempre que la masividad prima sobre la calidad o la profundidad y los políticos se ven más tentados a ocupar espacios en el “prime time” de la televisión que a participar en asambleas populares o a tener contacto directo con la ciudadanía, mientras que a ninguno de nosotros nos sorprende demasiado que actúen de esa manera, y “comprendemos” y hasta “justificamos” el hecho de que se nos trate como objetos de cooptación.

Muchas veces, y los medios de comunicación tienen gran responsabilidad en ello (pues se encargan de reproducir y legitimar estas formas de vaciamiento del discurso público), somos nosotros mismos los que medimos la capacidad de un dirigente o evaluamos su idoneidad conforme sus prácticas se ajusten o no al “paradigma televisivo”: hablar poco, vestirse “bien”, ser suficientemente histriónico/a, tener un lenguaje “positivo”, ser “conocido”, etc. Son los operadores mediáticos (conductores de programas de TV, “analistas políticos”) los que a través de la legitimidad previa y la cercanía con el público y la confiabilidad que produce tener presencia constante en los medios masivos de comunicación, legitiman, deslegitiman, desoyen o atacan grupalmente a determinados grupos políticos, determinados hechos, determinadas manifestaciones populares, etc. Nos olvidamos a veces que esos personajes no son parientes nuestros que nos vienen a contar todo lo que saben por lo mucho que nos quieren, sino que son profesionales del mundo de la comunicación y la información que trabajan para determinados grupos económicos, pertenecen a determinada clase social, y tienen determinada ideología.

Los medios de comunicación, y especialmente la televisión, funcionan como una gran pasarela en la que grupos concentrados de poder (económico o político) hacen desfilar a los personeros públicos con el discurso que mejor se acomode a sus necesidades (económicas, o políticas); pero rara vez (qué digo, ¡nunca!) funcionan como divulgadores o generadores de pensamiento crítico, salvo tal vez contadísimas y marginales excepciones como las de la comunicación popular, alternativa y autogestionada.

Es así como, una vez posicionados, los mercaderes del discurso público (comunicadores sociales y representantes políticos) reducen al pueblo a la categoría de meros consumidores. Los políticos particularmente diluyen toda la conexión que existe entre el hecho de haber sido votados y las demandas sociales e invierten el supuesto “mandato popular”, que se convierte de ahí en más en un contrato por el cual el pueblo cede su derecho a elegir libremente y se somete a seguir a determinada persona para recibir algo a cambio: el reconocimiento de un derecho, la gestión de un trámite, algún beneficio, estabilidad económica, seguridad jurídica.

Aunque el clientelismo generalmente (y discriminatoriamente) aparece asociado a los sectores populares, atraviesa toda la sociedad. Así como las personas empobrecidas posiblemente acompañen la propuesta de un puntero ante la promesa de satisfacción inmediata de necesidades básicas, la clase media dentro de la cual encontramos al famoso medio pelo argentino que caracterizaba Jauretche, se subordina por cargos públicos (muchas veces con contratos basura), y los ricos hacen lo que tengan que hacer por un negocio con el estado a través de sus grandes empresas.

Cabe preguntarse: ¿Quién es libre en una democracia así? ¿Qué es una democracia sin libertad? ¿Estamos eligiendo políticas sustancialmente distintas cada vez que elegimos, o sólo optando entre diferencias superficiales? Como diría Eduardo Galeano, más bien parece que fuéramos como gallinas a las que se les otorga el privilegio de elegir la salsa con la que quisieran ser devoradas.

Sin embargo se nos ofrece, como una amplia paleta de colores, una lista interminable de partidos y candidatos, que las más de las veces representan al mismo sector social, quieren exactamente lo mismo, y están dispuestos a hacer las mismas cosas para conseguirlo. Partidos burgueses maquillados de distinta forma con fuertes compromisos con la oligarquía nacional y transnacional que subordinan las necesidades populares a su vocación de poder, cual reyes medievales que ven en su misma supremacía y felicidad (y la de su clase social) el bienestar de sus súbditos y la grandeza de su nación.

El ser humano como animal político

Yo le voy a citar pedantemente a Aristóteles, 

porque es un lugar común. Aristóteles dice: 

"El hombre es un animal político", y si usted le saca la política, ¿qué queda? 

David Viñas

Esta praxis política que referíamos tiene tanta inercia que no se puede parar solamente con discursos ni con notas de opinión: se necesitan hechos. Hechos contundentes que conmuevan a los ciudadanos descreídos del valor de la política como herramienta de construcción de bien común y los movilicen a participar, a tomar partido por cada asunto público, a definirse en cada problema político conforme a su propia idea de bien común y a dejar de optar (como hacemos comúnmente cada uno de nosotros) por su propio bienestar.

Como propone John Holloway, necesitamos producir “eventos” que “agrieten” el capitalismo y se conviertan en rendijas en la historia por donde se filtre algo de luz que vaya aclarando el camino hacia un mundo mejor, más justo y más libre. Hay un camino para alumbrar, como decía Germán Abdala. Para eso necesitamos comenzar a pensar por fuera de esta lógica social de la política como negociación colectiva del bienestar personal en la que estamos imbuidos y atrevernos a pensar en la actividad política como compromiso personal en los asuntos públicos. Compromiso con los demás, claro, ¿con quién va a ser si no? Una idea sólo se evidencia como una convicción cuando requiere de nosotros algún sacrificio. Nadie se beneficia a sí mismo por cuestión de principios.

A veces encubrimos todo tipo de pereza, de mezquindad y de cobardía tras la fachada de alguna especie de convicción o inteligencia. “Si no aprovecho yo, va a aprovechar otro”, se puede escuchar decir a algún vecino que sacando una ventaja indebida, y jactándose de identificar la deshonestidad ajena como quien descubre la pólvora, trata de justificar su comportamiento en esta idea de la corrupción generalizada que nos exculpa a todos. Proyectamos en los demás nuestros mismos temores, nuestra misma flojera, nuestras mismas dudas e incapacidades y resolvemos actuar en contra de nuestros propios principios por una cuestión de “viveza”, anticipándonos a la posibilidad de ser embaucados por otros.

¿Es que esperamos que el sistema funcione perfectamente y que todos los demás sean unos santos para comportarnos sencillamente como consideramos que corresponde? ¿Es que esperamos que los principios sean llaves maestras que nos abran todas las puertas de la satisfacción? Si existen principios de ese tipo que alguien me avise porque sería ideal una tabla de valores que garantice la conveniencia personal siempre. Aunque estimo que sería imposible sin cagarse un poco en los demás. Los principios son más parecidos a palos en la rueda que a llaves maestras. Más parecidos a escollos y “peros” y piedras en el zapato que a puentes, y sendas, y premios. Aunque bien pueden ser motores excepcionales y profesarse con alegría, todo principio político demanda un sacrificio personal, inmediato o eventual.

No se puede cambiar la política de la noche a la mañana, por más buena voluntad que tenga un gobernante o cualquier grupo de ciudadanos. Pero la inmensidad de la tarea no le quita responsabilidad a cada mujer y hombre. Y por eso cada uno de nosotros, individualmente u organizadamente en estructuras políticas o sociales deberíamos empezar dando algunos pasos en el camino hacia un nuevo paradigma político. Realizando algunos gestos, asumiendo algunos compromisos, contagiando las ganas, poniendo a trabajar nuestras esperanzas, y por supuesto, haciendo algunos sacrificios. Teniendo presente las tres recomendaciones de Antonio Gramsci:

“Instrúyanse, porque necesitamos toda nuestra inteligencia. Conmuévanse, porque necesitamos todo nuestro entusiasmo. Organícense, porque necesitamos de toda nuestra fuerza.”

Cambiar la política requiere primordialmente el cambio de la conciencia ciudadana en cada uno de nosotros. La ciudadanía no es un regalo abstracto que viene adjunto al Documento Nacional de Identidad. Son los derechos y obligaciones concretos que tenemos cada uno de nosotros, frente a los demás seres humanos, pero fundamentalmente frente al poder, gracias a la lucha histórica, muchas veces heróica, de mucha gente proveniente de muchos partidos y a veces de ninguno de ellos. La ciudanía es en definitiva la materialización política de nuestra naturaleza social. Ser ciudadano es asumir el rol de animal político, es entenderse afectado por y capaz de afectar la realidad del propio pueblo.

No hay que ser ingenuos en este sentido. Nuestra historia nos constituye. Nuestro pueblo nos constituye. No venimos de un repollo ni podemos estar completamente desconectados del territorio que habitamos. Sin memoria, no hay identidad. Sin visión crítica de la historia no hay transformación posible. Si no sabemos quiénes somos, de dónde venimos y a qué grupo social, nacional, o cultural pertenecemos no nos podemos proyectar hacia el futuro como individuos ni como sociedad. Si no reconocemos, como decía el socialista José Ingenieros, que: “Lo poco que todos pueden, depende de lo mucho que algunos anhelan”, y que lo mucho o poco que somos viene posibilitado y condicionado por conquistas sociales y fracasos históricos de toda índole, no podemos asumir nuestra responsabilidad como sujetos históricos y emprender la construcción de un futuro más digno. Al menos no lo podríamos hacer sin equivocarnos garrafalmente en el camino. Emprender un viaje sin saber de dónde partimos puede tener como consecuencia que no nos demos cuenta nunca si hemos avanzado algo. De ahí que los principales referentes de la derecha nacional e internacional, esas personas que defienden intereses privados y en que en resumidas cuentas tienen como programa político dejar las cosas como están, conservando las desigualdades y las injusticias de las que son beneficiarios, aboguen permanentemente por “mirar hacia delante” u olvidar el pasado como condición necesaria para avanzar hacia el futuro, acusando de revanchistas, resentidos o nostálgicos a quienes entienden que la referencia histórica es ineludible para intervenir en la sociedad actual y construir una sociedad y un ser humano nuevo.

Ni los derechos ni las obligaciones que tenemos son monumentos pétreos para observarlos y admirarlos, sino que son conquistas sociales y como tales merecen ser defendidas y ejercidas con responsabilidad. Algunas de esas conquistas son los denominados derechos políticos: poder elegir y ser elegido, la libertad de reunión y asociación, la libertad de expresión. Estas líneas no hubieran podido ser publicadas apenas unas décadas atrás sin graves consecuencias. Pero al observar la cultura política en que vivimos, muchas veces parece que estos derechos no son ejercidos suficientemente, o bien son cercenados de alguna u otra manera. Por una u otra razón, no estamos aprovechando la democracia como deberíamos, o no nos están dejando aprovecharla, y en nuestra pasividad, vamos convirtiéndonos en cómplices de ese cercenamiento paulatino, hasta que un día se nos vuelve prácticamente imposible ejercer, por ejemplo, nuestro básico derecho a elegir o ser elegido libremente sin temor de pagar algún costo por ello. Muy difícilmente se cumpla, en la sociedad que vivimos y bajo este sistema de democracia liberal que tenemos, ese apotegma del doctor Alfonsín que decía que con la democracia se come, se cura y se educa. Más bien la razón parece asistirle al historiador anarquista Osvaldo Bayer cuando dice que “No habrá democracia mientras existan villas miseria”.

El desafío de interpelar a la sociedad

Asumir concretamente el compromiso de ser un ciudadano activo significa hacerse cargo de los problemas. Dar el salto cualitativo desde la victimización hacia la responsabilización que significa tomar conciencia política. De la indignación a la acción, de la acción a la reflexión, y de la reflexión a la organización y la materialización de los sueños. Pasar de ser víctima afectada por el quehacer de los políticos a ser creador y participe de un hacer distinto. Toda esta tarea, que parece muy sencilla de enunciar, no es tan sencilla de ejecutar. Esto se debe en gran medida a la situación que planteábamos líneas arriba (la política tomada por los negocios) y especialmente a algunos prejuicios paralizantes que tenemos todos nosotros, con los que muchas veces, acaso inconscientemente, justificamos nuestra pereza y nuestra inacción, y nos volvemos impotentes.

Admitir y entregarse a la impotencia para cambiar las cosas es como renunciar a la ciudadanía, es como tirar el D.N.I. los derechos, y las obligaciones construidas por más de dos mil años de ardua lucha política a la basura y declararse un humano sin lugar, expatriarse a sí mismo. En cambio, hacerse responsable por la sociedad en la que vivimos y predisponerse a cambiarla significa dejar de ser un simple habitante de estas tierras para convertirse en ciudadano, es decir una persona que participa de los asuntos públicos, que influye en el gobierno y en la justicia de la sociedad. Un ser humano que no se cree ni más ni menos que el resto, y que por lo tanto se propone vivir consustanciado con la realidad de todos los demás.

Todos esos prejuicios paralizantes de los que hablábamos se traducen en ideas y frases como:

“No te metás, si es al pedo.”

“Sin plata no se puede cambiar nada.”

“Hay que transar con los de arriba para lograr algo.”

“Los políticos son todos chorros.”

“Más vale malo conocido…”

“¿Para qué le voy a votar, si igual no va a ganar?”

Muchas de estas ideas tienen que ver con un resabio represivo del terrorismo de estado que asoló a nuestro país en los años 70´ y cuya ideología todavía nos atraviesa un poco a todos en forma de reminiscencias legitimantes del “statu quo”; tienen que ver con el terrible desbaratamiento del Estado y la desarticulación de todo tipo de políticas y movimientos sociales y la instauración no siempre pacífica de un pensamiento único en los años 90´; pero en última instancia tienen que ver con antivalores presentes en cada uno de nosotros como la resignación, la desesperanza o la falta de solidaridad. En última instancia el capitalismo no es más que la materialización sistémica del egoísmo humano. Un pacto de codicia burgués que descansa sobre el poder de fuego de las naciones gobernadas por los grandes capitales.

Por eso la transformación demanda un compromiso personal y a su vez una proyección colectiva de los valores sobre los que queremos fundar una nueva sociedad. Como dice una canción de Calle 13: “Si quieres cambio verdadero, pues camina distinto”. Algo tan simple como eso es lo que nos falta hacer, como individuos y como sociedad. Cada uno de nosotros puede empezar a caminar distinto en su barrio, en su lugar de trabajo, en su familia. A su vez podemos participar o crear organizaciones que caminen distinto, que no se ajusten en nada a los parámetros establecidos por la vieja política, esa que no queremos reproducir.

Pero claro, tenemos vergüenza de caminar distinto, a veces nos lo impide un simple pudor casi infantil pero que sin embargo es muy poderoso. El temor al qué dirán, el miedo a hacer el ridículo. He ahí uno de los pequeños grandes desafíos sociales que debemos sumar a nuestra tarea: el de rebelarse quizá hasta absurdamente ante todo parámetro modelador establecido por la ideología dominante, que es la ideología del mercado, las tendencias estéticas impuestas por los grandes mercaderes del arte, las prácticas sociales establecidas por las clases dominantes, incluidas conductas discriminatorias, patriarcales y un humor legitimante de un nuevo “autoritarismo cool” que a través del cinismo y la burla como mecanismo de control social prefigura una ciudadanía uniforme al servicio de la sociedad de consumo. A todo esto nosotros tenemos que responder activamente y con hechos contundentes que “Queremos un mundo donde quepan muchos mundos”. 

A veces la honestidad consiste en atreverse a quedar como un pelotudo.

Cada uno de nosotros está llamado a ser el primer ciudadano del mundo en el que desea vivir. No hace falta obedecer a nadie más que a nosotros mismos, y a nuestro más profundo sentido de la justicia y la libertad para empezar a construir el mundo que le queremos dejar a nuestros hijos.

Dos formas de la humildad deberemos tener presente a la hora de emprender esa construcción: ser lo suficientemente humildes para reconocer que sólo somos herramientas, y como toda herramienta necesitamos de otras herramientas para la construcción de grandes obras, y ser lo suficientemente humildes y desinteresados como para no pretender cosechar todos los frutos de los árboles que sembramos. Si nosotros no logramos algún triunfo contundente por lo menos deberemos haber dejado una huella, haber marcado un camino, o haber sentado las bases para que las mujeres y hombres futuros hagan todo lo que nosotros no fuimos capaces de hacer.

Una profunda concepción del sentido de la política implica trabajar para las próximas generaciones, y no para las próximas elecciones. Tal vez nada ilustre más esta idea que aquella frase del pastor Martin Luther King que reza:

"Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol.”

Por cada sombra de árbol que disfrutamos sin haberlo plantado, deberíamos plantar un árbol que produzca sombra que no disfrutaremos.

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