sábado, 1 de febrero de 2020
“Las dos caras de Vargas Llosa”
Por Fernando D’Addario y Atilio Borón
Nota de Fernando D’Addario “Las dos caras de Vargas Llosa”, una reseña crítica de Tiempos recios, el más reciente libro de Mario Vargas Llosa -publicada en Radar, el suplemento cultural de Página/12 del 15 de diciembre de 2019- y comentario de Atilio Borón.
Ejercicio práctico para poner a prueba la capacidad de asombro: leer al mismo tiempo Tiempos recios, la última novela de Mario Vargas Llosa, y las declaraciones del escritor sobre la actual situación en Bolivia. En su nuevo libro, el Premio Nobel de Literatura da cuenta de los intereses económicos, geopolíticos y culturales que provocaron el golpe de Estado de 1954 en Guatemala y terminaron con el gobierno progresista de Jacobo Arbenz. Como narrador, Vargas Llosa toma partido abiertamente por su “héroe” y denuncia la intromisión de los Estados Unidos en los asuntos latinoamericanos, el papel central de la United Fruit en el Golpe, la alianza entre militares, sectores de la Iglesia y grandes terratenientes para despojar a los indígenas de los derechos que habían conquistado, la utilización del marketing mediático para instalar la idea de que Arbenz era un monstruo comunista manejado por la Unión Soviética, etc. Como contrapartida, el mismo Vargas Llosa pero en su condición de “ensayista”, publicó recientemente un artículo que celebra “la valentía del pueblo boliviano que ha arrojado del poder a un dictador”.
En su novela escribe, aludiendo a los desafíos que tenía Arbenz cuando tomó el poder: “Había que cambiar la estructura feudal que reinaba en el campo, donde la inmensa mayoría de guatemaltecos, los campesinos, carecían de tierras y trabajaban para los hacendados ladinos y blancos, por sueldos miserables, en tanto que los grandes finqueros vivían como los encomenderos en la colonia, gozando de todos los beneficios de la modernidad”. El Vargas Llosa novelista se queja de lo que ocurrió cuando derrocaron al presidente elegido democráticamente: “Todo rastro del régimen de Jacobo Arbenz parecía desaparecido y, en su reemplazo, había surgido un país en estado frenético en el que la caza a los comunistas reales o supuestos era la obsesión nacional”.
En su ensayo difundido aquí por el diario La Nación, Vargas Llosa escribe: “Bolivia parecía perdida para la democracia y la legalidad. Mucho se apresuraron Cuba, Venezuela y Nicaragua a creer que tenían en sus garras al pueblo boliviano. No sabían de lo que este pueblo valiente es capaz en defensa de su soberanía y libertad”.
El cimbronazo de la doble lectura, que es fuerte, invita a establecer algunas hipótesis: 1) Vargas Llosa dejó de escribir ficción hace treinta años y ante los requerimientos editoriales va sacando del cajón viejas novelas -El sueño del celta, publicada en 2010, también podría caber en esta especulación- escritas cuando tenía ideas progresistas. 2) Tiene un ghost writerque entiende al revés las consignas que le dicta el Premio Nobel de Literatura. 3) El escritor peruano/español sabe que sus ideas reaccionarias tienen buena acogida en el establishmentmediático pero intuye que la mayoría de los que todavía leen libros son de izquierda o algo parecido. Fuera de estas alternativas ya entraríamos en alarmas de bipolaridad intelectual que excederían las atribuciones de esta simple comparación de textos.
Quizás para atajarse el propio Vargas Llosa ensaya, sobre el final de su novela, una suerte de “moraleja” que intenta compatibilizar su defensa de un gobierno de centro izquierda (de hace 65 años) y sus ideas liberales (de hoy). Escribe: “La intervención norteamericana en Guatemala retrasó durante decenas de años la democratización del continente y costó millares de muertos, pues contribuyó a popularizar el mito de la revolución armada y el socialismo en toda América Latina”.
Esa idea, de que el fascismo alentado por los Estados Unidos en nombre de “la lucha contra el comunismo” no hizo más que radicalizar a los jóvenes idealistas de la época (da el ejemplo de Fidel Castro) es discutible e interesante, pero es perfectamente aplicable a la situación actual en Bolivia, donde la perspectiva de un gobierno represivo de extrema derecha apoyado por los Estados Unidos y las multinacionales también podría engendrar, tarde o temprano, una reacción más virulenta por parte de la izquierda.
No se trata aquí de cuestionar las ideas políticas de Vargas Llosa. Tampoco se pone en duda su talento como escritor. Lo que provoca perplejidad es su incapacidad para procesar coherentemente, en su condición de intelectual todoterreno, elementos del presente y del pasado; la miopía que le impide trazar analogías entre el poder de fuego de la United Fruit de ayer y las multinacionales extractivistas de hoy; su ingenuidad (¿?) para ver en la actualidad un espontáneo levantamiento popular donde antes –en un cuadro de situación muy similar- veía una operación golpista gestada por la CIA y la embajada de los Estados Unidos; su disposición a entregarse a los cantos de sirenas de la “prensa libre” (léase hegemónica) después de haber descrito en su novela de manera brillante cómo se instrumentó la campaña mediática (a instancias del publicista Edward L. Bernays, un Durán Barba de mediados del siglo XX) que fue minando paulatinamente el gobierno de Arbenz; su falta de perspicacia para advertir que el populismo del que hoy abomina es equivalente –en términos de demonización— al comunismo de los tiempos de la Guerra Fría. En definitiva, es llamativa la doble vara que utiliza Vargas Llosa para medir, en uno y otro caso, las verdaderas relaciones de poder. En esa disociación, donde antes veía víctimas hoy ve victimarios. Y viceversa.
En defensa de nuestra propia ingenuidad como lectores, cabe agregar a la lista de hipótesis una cuarta alternativa: el Vargas Llosa institucional, ese que repite consignas básicas que parecen copiadas de una conferencia de prensa de Marcos Peña, es un impostor; el verdadero Vargas Llosa vive recluido y aislado, a la manera de Salinger, pero sigue escribiendo, para refutar a su impostor, estas historias (El sueño del celta, Tiempos recios) que, a la manera de aquellas (Conversación en la Catedral, La Guerra del Fin del mundo) reflejan la realidad con mucha más precisión que un puñado de discursos bien pagos.
Comentario de Atilio Borón
¡Arbenz sí, Evo no!
Precisamente por haber colmado mi capacidad de asombro –bien retratada en la nota de D’Addario- fue que decidí realizar un examen crítico del tercer y por ahora último texto autobiográfico de Vargas Llosa La Llamada de la Tribu (Anagrama 2018) en donde el novelista nos presenta a los siete mentores intelectuales que lo llevaron de la mano desde el marxismo sartreano al ultraliberalismo que cultiva en estos días. Asombro y perplejidad porque, como lo expresé en tantas ocasiones y sobre todo en el libro que escribiera para tratar de desentrañar las raíces ideológicas de su conversión, El Hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina (Akal 2019), me costaba entender cómo un escritor cuyos personajes centrales, sus héroes o heroínas, en buena parte de sus novelas son gentes que se juegan la vida luchando contra el imperialismo, la oligarquía o las burguesías locales; cómo el escritor que pone en boca de estos protagonistas coherentes y rotundos discursos antiimperialistas e inclusive anticapitalistas a la hora de escribir sus “ensayos políticos” o crónicas periodísticas del presente se le olvida todo lo que escribió en sus novelas y adopta un punto de vista diametralmente opuesto.
“Olvida” o, como bien observa D’Addario, el cálculo de rentabilidad persuade al escritor de que dado que más bien son gentes de izquierdas, o al menos de ideas progresistas, quienes todavía leen libros se adecua a los gustos y preferencias de su potencial mercado y actúa en consecuencia. Pero en sus “ensayos” se convierte en un escandaloso apologista del capitalismo y del imperialismo confirmando lo que otro Mario, el uruguayo Benedetti, denunciara en una polémica con el hispano-peruano en 1984 al decir que “afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor”.
Es ella la que sobrevivirá, no así sus ensayos y crónicas de actualidad que tendrán por ineluctable destino terminar en el basurero de la historia. Por eso es enriquecedor leer sus novelas, sobre todo las que tienen un trasfondo más específicamente político. Porque cualquier lector o lectora mínimamente atenta podrá fácilmente establecer una inquietante pero a la vez esclarecedora analogía entre el golpe de Estado en Bolivia, celebrado por Vargas Llosa como la epifanía de la libertad en ese país, y lo acontecido en Guatemala en 1954 y que se encuentra espléndidamente narrado en Tiempos recios.
¿Qué es lo que explica la enorme incoherencia de un escritor como VLl? ¿Cómo reconcilia sus “dos caras”? No sabemos. D’Addario ofrece algunas conjeturas, algunas más probables que otras pero ninguna es del todo satisfactoria. Creo, sinceramente, que nunca lograremos saberlo. Para ello habría que penetrar en los planos más profundos de la personalidad del escritor. Tal vez, si es que lo tiene, su psicoanalista podría alguna vez ofrecernos las pistas para comprender las causas de una grave esquizofrenia y sus reflejos políticos: izquierdista en la ficción, reaccionario en el ensayo. Pero tal cosa violaría el secreto profesional de modo que habrá que convivir con esta incertidumbre.
Mucho más me interesa, en cambio, cuestionar las ideas políticas de Vargas Llosa. De eso trata mi libro, porque el “hablador”, para usar otro de los títulos de sus novelas, es un formidable propagandista de las creencias y valores que están produciendo y justificando un genocidio de inmensas proporciones, y no sólo en Latinoamérica y el Caribe. Es, a juicio de los más atentos observadores de la escena cultural, el más eficaz publicista del imperio y la derecha (y no sólo en lengua castellana), cuyas penetrantes consignas se fueron convirtiendo en lugares comunes en vastos sectores de la opinión pública.
“Evo quiere eternizarse en el poder”; “Evo es un dictador”;“no hubo golpe de Estado sino transición en Bolivia” son expresiones que escuchamos en las calles de La Paz, Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra dichas por gentes del común, por indígenas y campesinos, por el subproletariado urbano de esas ciudades, por las emergentes capas medias cargadas de odio y temor hacia el posible ascenso de “los de abajo”.
Consignas que gracias a la eficacia de la prédica de Vargas Llosa, al encanto de sus palabras y al hecho nada trivial de estar situado en el vértice de la pirámide de un inmenso aparato mass-mediático global le otorgan una resonancia sin parangón, al menos en las Américas y Europa. Y crea subjetividades políticas, como esas, de origen popular, que hoy afirman que no hubo golpe de Estado en Bolivia o que Evo había instaurado una dictadura. Por eso es importante combatir las ideas que difunde Vargas Llosa, porque son el destilado de la ideología de un imperio que, amenazado en sus confines más lejanos por China y Rusia, ha lanzado una feroz contraofensiva para condenar a su “patio trasero” a un definitivo sometimiento. Y el novelista es una pieza fundamental, por ahora irreemplazable, de ese dispositivo cultural. Conviene recordar las sabias palabras de José Martí: “De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento”.
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