martes, 10 de noviembre de 2015

Los turistas del Imperio


Por William Astore *

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Haciendo selfies en Iraq y Afganistán
Introducción de Tom Engelhardt

¡Afganistán!

Aunque la historia vaya de la caída de una ciudad importante en manos de los talibán, de la destrucción de un hospital con su personal y pacientes dentro o del anuncio del presidente de que las tropas de EEUU van a seguir en ese país al menos hasta 2017, la verdad es que nunca sientes que haya un signo de exclamación en la palabra “Afganistán”. Catorce años después, sigue formando parte del ambiente relativamente monótono de la realidad de la vida estadounidense. No obstante, imaginen por un momento que saltan a una máquina del tiempo y realizan un viaje al pasado, a 1978. Allí, le dicen al primer estadounidense con el que se tropiezan que acaban de chutarse hacia el futuro y han descubierto que, a partir de 1979, EEUU iba a involucrarse en dos guerras (rotas por una semiausencia de una década de duración) en un único país hasta sumar un cuarto de siglo de conflicto. Si a continuación hubieran planteado una adivinanza sobre qué país podría ser ese, puedo garantizarles una cosa: que ningún estadounidense hubiera respondido que Afganistán.

Puedo también garantizarles algo más: si hubieran insistido en que se trataba del futuro bélico de EEUU, es posible que les hubieran recluido. Volviendo a 1978, si un estadounidense sabía algo de ese país, probablemente fuera como una parada exótica de la “ ruta hippie ”, no como una tierra devastada por una guerra de la que EEUU no podría salir nunca. La mera idea de que Afganistán era crucial para la “seguridad nacional” estadounidense o de que EEUU bombearía algún día hacia ese país cientos de miles de millones de dólares en un infructuoso intento por lograr “seguridad” habría parecido ridícula. Del mismo modo, en los interminables años de nuestra segunda guerra afgana, en los que el país se convertiría en el principal productor mundial de un único producto agrícola con rendimientos que batenconsistentemente records –por supuesto, estoy hablando de opio- y que es responsable del 75% del suministro mundial de heroína, habría parecido material para una novela de ciencia ficción y no la realidad. Todo esto hubiera sido inimaginable en los EEUU de 1978.

Así pues, ¡bienvenidos de vuelta al siglo XXI! Que nada de esto nos sorprenda hoy en día, que la palabra “Afganistán” no se sitúe entre signos de exclamación (o al menos de interrogación) en nuestro pensamiento, no hablemos ya de las noticias, nos dice lo extraño –y sin embargo normal- que ha llegado a ser el mundo imperial de la “única superpotencia” del planeta. Como el colaborador habitual de TomDispatch, el teniente coronel retirado de la fuerza aérea William Astore sugiere hoy, lo que este país necesita es una intervención médica. Después de todo, como bien señala, en Afganistán y otros lugares estamos sufriendo del Síndrome del Turismo Imperial. 

Tom.

* * *

Estados Unidos es una especie peculiar de imperio. Para empezar, los estadounidenses llevan instalados en lo que podría llamarse negación imperial desde la guerra de España y EEUU de 1898, cuando no antes. Imperio, ¿nosotros? Negábamos su existencia incluso cuando nuestros soldados estaban administrando “curas de agua” (aka, simulacro de ahogamiento) a los recalcitrantes filipinos hace más de un siglo. ¡¿Cómo demonios?! Incluso nos contábamos a nosotros mismos que estábamos liberando a esos mismos filipinos, lo que nos lleva al segundo punto: EEUU no sólo niega sus ambiciones imperiales, sino que las envuelve en un estilo curiosamente estadounidense de cristianizada teología de la liberación. En él, los soldados estadounidenses no son nunca considerados como conquistadores u opresores, siempre como liberadores y portadores de libertad, o al menos como ayudantes e instructores. Hay suficiente sustancia en este mito (II Guerra Mundial y Plan Marshall, por ejemplo) como para ocultar realidades imperiales mucho más feas.

Negar que somos un imperio mientras ocultamos su parte fea con palabras de misionero son dos aspectos duraderos de la marca del imperialismo estadounidense, y hay un tercero también, aunque rara vez se señala. Mientras el ejército estadounidense acuartela el planeta y sólo sus fuerzas de operaciones especiales visitan más de 140 países al año, las tropas estadounidenses se han convertido efectivamente en el equivalente imperial de los turistas trotamundos. Sobrecargados de equipo técnico y artilugios (armas letales, sensores intrusivos), en gran medida ignorantes de las culturas extranjeras, llegan con ganas de ayudar y predispuestos para la acción, pero nunca (individualmente) se quedan mucho. Piensen en ellos como la versión siglo XXI del estadounidense feo de la era de Vietnam.

El estadounidense feo de nuestros días puede que no sea ya el entrometido operativo de la CIA de antaño; puede que “él” incluso no sea humano sino un avión no tripulado [drone] “made in USA”. Piensen en esos drones como si fueran turistas estadounidenses especialmente inoportunos, cruzando las exóticas y pintorescas periferias del planeta cargados de cámaras y armamento, listos para intervenir de forma letal mientras sus operadores, posiblemente a miles de kilómetros de distancia, no entienden nada. Como turistas normales de carne y hueso, el dron “ve” el terreno local, “siente” la actividad local, “detecta” pautas de comportamiento entre los habitantes que parecen amenazadoras y entonces los cose a bombazos. Por supuesto, el dron y sus operadores no viven en la tierra ni captan los matices de la vida local, al igual que los turistas de verdad. Están literalmente por encima de ellos, desconectados de todo, e incluso cuando matan, a menudoequivocadamente, vuelan sanos y salvos de vuelta a casa.

El síndrome del turismo imperial

Llámenlo síndrome del turista imperial, una estrafalaria desgracia estadounidense que crea su propia dinámica autosostenible. Para un habitante local, podría parecer algo como esto: las fuerzas estadounidenses llegan a tu país, disparan unas cuantas cosas (¡liberación!), hacen algunos selfies y después, con un poco de suerte, cogen y se van (al menos por un rato). Si no hay suerte, mantienen mucho tiempo su “bienvenida”, aumentan su presencia un tanto y generan el caos hasta que, tarde o temprano (en lugares como Iraq y Afganistán, mucho, mucho más tarde), van y se largan, no siempre con gallardía (de lo que fueron testigos Saigón en 1975 o Iraq en 2011).

Y aquí viene lo más extraño de esta versión inequívocamente estadounidense de lo imperial: una persistente mentalidad de brevedad en el tiempo que sólo parece alimentar lo opuesto: guerras que persisten sin fin. En esas guerras, muchos de los turistas imperiales del país, armados hasta los dientes, se encuentran con que son enviados de vuelta una y otra vez para un período de servicio abreviado, hasta que deja de parecer una aventura y se asemeja cada vez más a una sentencia de cárcel.

La paradoja de los tiempos breves aplicados a guerras de largo plazo es irresoluble porque, como se ha demostrado repetidamente en el siglo XXI, es imposible ganar esas guerras. Los expertos miliares critican a la administración Obama por carecer de estrategia global, ya sea en Siria, Iraq, Afganistán o cualquier otro lugar. No se enteran de nada. Los turistas imperiales no tienen una estrategia: tienen un itinerario. Si es martes, esto deber ser Yemen; si es miércoles, Libia; y si es jueves, Iraq.

De este modo, los turistas de combate estadounidenses siguen haciendo ciclos yendo y viniendo a zonas conflictivas del planeta, algunas veces en viajes de un año, pero a menudo mucho más breves. Van bien armados, como cabría esperar en zonas bélicas activas como Iraq o Afganistán. Sin embargo, al igual que los turistas normales, llevan cámaras además de otros sensores y permanecen alerta para hacerse fotos exóticas que compartir con sus amigos o compañeros de vuelta a casa. (Echa aquí un vistazo, ¡una pirámide humana de desnudos en la prisión de Abu Ghraib!)

Al igual que los turistas, también se mantienen alerta ante la posibilidad de que en este particular safari imperial algunas de esas gentes exóticas puedan necesitar que les dispares. Hay un chiste que tiene garantizado provocar conocidas risas dentro de los círculos militares: “Incorpórate al ejército, viaja a tierras exóticas, conoce a gente interesante, y mátalos”. Originalmente un eslogan antibelicista de la era de Vietnam, se ha convertido en algo así como una broma en los militarizados EEUU tras el 11-S, una broma inaceptable cuando consideras la magnitud de los recuentos de víctimas extranjeras de estos años, que se hacen más reales (al menos para nosotros) cuando van acompañados de las desasosegantes fotos-trofeo de tropas estadounidense orinando sobre los cadáveres enemigos o posando con alguna parte de los cuerpos del enemigo.

Esta es la realidad de fondo de los conflictos del siglo XXI de Washington: no importa qué “estrategia” inventemos para combatirlos, siempre seremos breves turistas en guerras a largo plazo.

Turismo imperial: Una receta infalible para la derrota

Es todo tan trágicamente previsible. Cuando los turistas imperiales van contra los “terroristas” extranjeros, ¿adivinan quién gana? No llamen a las tropas estadounidenses. No carecen de espíritu combativo. Luchan para ganar. Pero cuando sus vacaciones imperiales (intervenciones militares/invasiones) se convierten en permanencias neocoloniales (ejercicios interminables para construir nación, entrenamiento de tropas, asistencia a la seguridad y cosas parecidas), ya han perdido, no importa cuántas cartas estilo “lo estamos pasando muy bien” –o los brillantes informes de avances al Congreso- se envíen a los padres en casa.

Por definición, los turistas, imperiales o de otra clase, siempre quieren volver a casa al final. El enemigo, desde el principio, está por lo general ya en casa. Y no hay tácticas inteligentes, ni manual COIN (contrainteligencia), ni armas de última tecnología o cazadores-robot que puedan cambiar nunca esa realidad fundamental.

Era una dinámica que resultaba ya obvia hace cinco décadas en Vietnam: una mentalidad burocrática que implicaba la rotación constante de unidades y comandantes; un proceso de innecesaria reinvención de los conocimientos más básicos mientras las unidades desplegadas se largaban corriendo y eran sustituidas por nuevas unidades; y el uso de todo tipo de armas y sensores de exterminio de última tecnología; todo ello, desde el agente naranja al napalm a las batallas electrónicas y a lo último en aviones de combate y bombarderos, todo para nada. En esas condiciones, incluso la superpotencia estadounidense carecía de poder de permanencia, precisamente porque nunca intentó quedarse. En EEUU se hacía a menudo referencia al aspecto de “permanencia” de la guerra de Vietnam como “atolladero”. Por supuesto, para los vietnamitas, su país no era el “inmenso lodazal” que te va succionando. Era su patria. Tenían pocas opciones al respecto; se quedaron y lucharon.

Combinen un itinerario militar con uno turístico y una mentalidad que hace que ambos coincidan, un alto mando que en sus propias responsabilidades de rotación carece de toda responsabilidad ante los errores y una burocracia bizantina muy pesada y habrán encontrado la receta segura para la derrota. Y, una vez más, en el siglo XXI, ya sea entre los soldados rasos o en los mandos más altos, hay poca continuidad o rendición de cuentas en lo que respecta a la presencia militar de EEUU en tierras extranjeras. Los comandantes están continuamente rotando fuera y dentro de las zonas de guerra. A menudo, hay uno nuevo cada año. (He contado 17 comandantes de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad para Afganistán, la coalición militar liderada por EEUU, desde diciembre de 2001). Las tropas estadounidenses pueden servir en múltiples misiones en el exterior, sin embargo rara vez son enviados a la misma zona. Las misiones son secuenciales, no acumulativas, por tanto, la curva de aprendizaje que se exhibe es plana.

Hay una escena al principio de la cuarta temporada de “Homeland” en la que el exjefe de la CIA, Saul Berenson, está hablando con unos cuantos generales de cuatro estrellas. Dice: “Si en 2001 hubiéramos sabido que íbamos a quedarnos tanto tiempo en Afganistán, habríamos tomado decisiones muy diferentes. ¿Verdad? En cambio, nuestros ciclos de planificación pocas veces iban más allá de doce meses. Por tanto, no se trata de que hayamos librado una guerra de catorce años, sino una guerra de un año emprendida catorce veces”.

Bastante cierto. En Afganistán, y también en Iraq, EEUU ha luchado de forma secuencial en vez de acumulativa. No resulta sorprendente por tanto que esos esfuerzos secuenciales, no importa lo masivos y costosos que hayan sido, no se hayan sumado. Sólo ha sido un maldito tour tras otro.

Pero el eslogan de Saul sobre Afganistán es más sospechoso: “Creo que nos vamos con el trabajo medio hecho”. Para él, así como para el establishment de Washington de este momento, EEUU necesita mantener el rumbo (al menos hasta 2017, según el reciente anuncio del presidente Obama), tiempo durante el cual supuestamente vamos a tropezar con una estrategia a largo plazo similar a la de El Dorado en la que realmente EEUU se impone.

Por supuesto, la opción que nunca ha estado sobre la mesa de Washington es la opción obvia y lógica: sencillamente poner fin al turismo imperial. Con mis disculpas hacia Elton John, “lo siento” es sólo la segunda expresión más difícil para los oficiales estadounidenses. La primera es “adiós”.

Una gran derrota (Vietnam, 1975) podía haber mantenido bajo control la fiebre del turismo imperial durante un tiempo. Pero dadnos una década o tres y los estadounidenses estamos de vuelta, cabalgando de nuevo por colinas extranjeras, confiando contra toda lógica en que el viaje de este año sea mejor que el desastre del año anterior.

Dicho de otro modo, ¡una estrategia sostenible a largo plazo para Afganistán es precisamente lo que el gobierno estadounidense ha sido incapaz de generar durante catorce años! ¿Por qué debería ser 2015 o 2017 o 2024 diferente de 2002 o 2009 o de hecho cualquier otro año de la implicación estadounidense?

A algún nivel, el ejército de EEUU sabe que está jodido. Esa es la razón de que sus comandantes jugueteen tanto con el armamento, el entrenamiento, la tecnología y las tácticas. Son las cosas que pueden controlar, las cosas que parecen reales mientras que los pueblos extranjeros no (al menos para nosotros). Seamos realistas: los acontecimientos del pasado, así como los del presente, sugieren que las armas, y cómo usarlas, son lo que los estadounidenses mejor conocen.

Pero, ¿las tierras, los pueblos extranjeros? No podemos controlarlos. No los comprendemos. No podemos contar con ellos. Son sólo parte del paisaje que estamos eternamente atravesando, en ocasiones como pueblos a los que ayudar y lugares a reconstruir, otras veces, como pueblos a los que matar y lugares a destruir. No los sentimos como verdaderamente reales. Son las atracciones turísticas del proceso bélico estadounidense, algunas veces exóticas, otras letales, pero (para nosotros) extrañamente carentes de sustancia.

Y precisamente por eso fracasamos. 

* William J. Astore, es teniente coronel retirado (USAF) y profesor de historia. Colabora habitualmente con TomDispatch. Es editor del blog Contrary Perspective.

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