martes, 12 de agosto de 2014
El segundo muerto de la primera guerra mundial
Rebelión
Por Gonzalo Sarasqueta
El magnicidio del archiduque Francisco Fernando es tela compartida por la mayoría de los historiadores. A izquierda y derecha, los hombres de las efemérides coinciden: el heredero al trono del imperio Austro-Húngaro fue, aquel 28 de junio de 1914, el cadáver que inauguró ese colosal cementerio ecuménico, más conocido como la primera guerra mundial. Ni siquiera el revisionismo ha osado husmear en los dos disparos ejecutados por el joven nacionalista bosnio, Gavrilo Princip, perteneciente a la agrupación Mano Negra.
En cambio, a cien años del inicio de la contienda bélica, se ha hablado poco –o nada– sobre la segunda vida que se cobró dicha batalla. Varios deben suponer, con razón, que fue un soldado raso alemán. Quizás un cabo serbio. O un teniente turco. Pero no. Se trata de un francés, que no portaba ningún fusil. Mucho menos un rango militar. Nada relacionado al mundo castrense. Al contrario: estamos hablando de un pacifista que rechazó visceralmente la guerra entre naciones hermanas. Un socialista humanista que peleó, desde su banca en el Congreso, hasta los últimos instantes de su vida por la concordia entre los seres humanos. Un demócrata radical que aborrecía el olor a pólvora y la prepotencia de las armas. Lo suyo era la palabra elocuente, la reflexión de calado, el verbo intrépido: la Política con mayúscula.
Como Francisco Fernando, también murió acribillado lejos de las trincheras. También por dos balazos. También de forma cobarde. También por la cólera de un nacionalista, que no toleró su sólida oposición al conflicto armado que se estaba desatando en Europa. Roberto Arlt, en el diario El Mundo, hacia 1937, hizo un estupendo retrato periodístico de aquel homicidio acontecido el 31 de julio de 1914, en el Café du Croissant de París. Raoul Vilain, su asesino, fue absuelto de inmediato. El “Demonio Blanco” –así lo llamaban–, se exilió en Ibiza, España. Allí lo encontró una bomba perdida de la aviación franquista, en plena guerra civil. ¿Un chauvinista víctima del chauvinismo? Y sí: los patriotas del odio siempre son parias en el circo ajeno.
Volviendo a la figura que nos incumbe. Educador. Filósofo. Orador brillante. Con gran aplomo, hacía retumbar el hemiciclo. Férreo defensor de la escuela pública, popular y laica. Compañero de los desposeídos. Amigo de la clase obrera. Luchó tercamente por desenrollar las tres banderas –olvidadas ya en el ocaso del siglo XIX– de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Creía que la III República (1870-1940) era el camino para culminar con la tarea inconclusa de aquellos héroes que enterraron a la monarquía. A través de ella llegarían los derechos, la justicia social y la vida digna para el proletariado.
Alérgico a los sectarismos infantiles, al igual que Eduard Bernstein y otras personalidades de la II Internacional, propuso la vía pacífica y gradual hacia el socialismo. Desconfió de todo sendero radical teñido de sangre. “No hay hoy día para el socialismo sino un método soberano: conquistar legalmente la mayoría. La Revolución es el fin y este fin no puede ser obtenido sino al término de una evolución en que las transiciones serán dirigidas y respetados los legítimos derechos. El llamado revolucionario a la fuerza no puede ser en la actualidad, para el proletariado, sino una “prodigiosa mistificación””, en sus propias palabras. El salto hacia una sociedad más justa debía fermentarse mediante la concientización del pueblo. Sólo a través del compromiso y la participación popular, la humanidad podría superar el capitalismo y alcanzar el siguiente estadio. De nada serviría la conducción de un líder iluminado o una vanguardia si la mayoría permanecía en las sombras del analfabetismo.
Su humanismo y sus convicciones democráticas le costaron un caudal importante de enemigos. De un lado, la derecha reaccionaria, ultra católica y nacionalista, que lo detestaba por su solidaridad, su internacionalismo y su idealismo; del otro, el marxismo ortodoxo que lo calificaba como un “hereje” al servicio de los intereses de las clases poseedoras. Todos hilvanados por el dogmatismo ciego, ese amuleto que, ante el déficit argumentativo, ostentan los fanáticos en cualquier pulseada.
Aun así, el Lion di Midi (León del mediodía) –como se lo conocía– se ganó el respeto de grandes hijos de la historia. ¿Algunos de ellos? El escritor Émile Zola, con el que defendió codo a codo a Alfred Dreyfus, capitán del ejército galo perseguido por su condición de judío. Justamente de este caso el novelista parisino engendraría el legendario texto denominado Yo acuso. Y para los que ya estén sospechando que se trata de un reformista burgués más, otro admirador que tuvo fue ni más ni menos que el propio León Trotsky. Un año después de la muerte de este socialista oriundo de Castres, el autor de Historia de la Revolución Rusa escribía: “Su arte oratorio, su política, a pesar de las inevitables convenciones, revelaban una personalidad regia con una verdadera musculatura moral y una voluntad entregada íntegramente a la victoria”. De Latinoamérica, por mencionar tres, Mariátegui, Ugarte y Justo –que lo recibió en Argentina en 1911– recogieron desde diferentes perspectivas su labor y la ajustaron a la realidad de la Patria Grande.
Pero la acción no era su único deporte político. Este corpulento hombre de aguda sensibilidad también era un extraordinario intelectual. Con sus escritos aportó a los diferentes debates que sobrevolaban la época: la secularización de la educación, la democratización del ejército y la organización en cooperativas de los sindicatos, entre otros. Sus obras más trascendentales: La instrucción moral en la escuela, Historia Socialista de la Revolución Francesa y Socialismo y Libertad. Como dato colateral, pero no menor: fundó el diario L'Humanité, en un principio, órgano oficial del Partido Socialista, y luego, en los años veinte, del Partido Comunista. El periódico persiste hasta hoy, aunque sin ningún vínculo estrecho con dichas fuerzas políticas.
El siglo XX tardaría varias décadas en sacar a la luz un personaje de su envergadura, que conjugara socialismo, libertad y democracia. Con el mismo idealismo fecundo, Salvador Allende Gossens intentó materializar el sueño de un Chile más justo y equitativo. Pero, otra vez, las fuerzas oscuras de la reacción se lo impidieron. Y el desenlace, como si la historia estuviese empecinada en martirizar a estos intérpretes de las mayorías populares, también estaría dominado por la tragedia: el presidente andino, en medio del asedio militar por parte de los golpistas a La Casa de la Moneda, le dará fin a su propia vida con el fusil AK 47 que le había obsequiado Fidel Castro.
Hoy reposa en el Panteón de París. Es vecino de Voltaire, Rousseau y Víctor Hugo. Su entrañable amigo, Émile Zola, para no perder el arte de conversar, lo sigue desde cerca; a tan solo unos metros. Por las noches, según cuentan los vigilantes del lugar, se escucha a una voz tronar: “La violencia es una debilidad”. Es él, que, incansable y tenaz, sigue pregonando la paz. Pero, como atestiguan la Franja de Gaza y Ucrania, parece que nadie lo oye.
En eso anda, un siglo después: Jean Jaurès.
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