jueves, 14 de agosto de 2014

La infancia de/vuelta



Por Melissa Cardoza *

La infancia de/vuelta

Para Sol de la Rivera

Tuve infancia en el campo. Recuerdo de entonces los viajes en carreta de bueyes donde chiquita dejaba los encajes de mis calzones de “repollo” en las astillas de la caja donde nos sentábamos. Por puro gusto a veces nos traía de vuelta de la escuela un vecino que tenía una yunta de bueyes, con él también viajaba un hijo suyo, pequeño y para entonces ya trabajador.  Íbamos todas y todos a la misma escuela, es decir yo, que era hija de un maestro, y me podía permitir botas de hule con dibujito de caballo para los meses de lluvia que eran muchos;  como el niño yuntero que siempre iba descalzo.  A él y a mí nos enseñaba la profesora con colores, mapas y piedrecitas, todo en español, porque en ese entonces no se creía indispensable que había que hablar otra  lengua colonial para tener una vida buena. En mi aula también había niñas con la piel manchada por el sol, el pelo amarillo, somnolientas. Luego cuando fui maestra supe que se dormían por falta de alimentación, por ir a la escuela con un guineo asado en el estómago como alimento único.

Las niñas y niños del campo por estas tierras no son infelices por serlo, al contrario, muchas veces sus vidas campesinas corren apasionadamente por ríos, milpas, trabajos que les fortalecen el cuerpo,  cerros mágicos, animales y frutas. Tampoco por vivir en un barrio pobre, son necesariamente niñas y niños en riesgo mortal ni mucho menos, a veces les mira una con admiración por su autonomía y su capacidad de resolver la cotidianidad que tanto les cuesta a las niñas y jóvenes que viven bajo el yugo del control familiar que de protegerles les vuelve disminuidos mentales y físicos. Es la miseria a la cual la riqueza les condena que  convierte esta infancia en dolorosa, explotada e injusta.  De ahí que ahora les hace cruzar las fronteras en condiciones de tan alto peligro, enrolarse en grupos armados, exponer su cuerpo cotidianamente a la violencia. La infancia  de la cual tanto discurso se hace, tanta celebración edulcorada provoca según el calendario depende de dónde le toque y cómo le toque a una y como se hace cargo el colectivo social que le corresponde, y esta realidad no es nueva. 

Con el advenimiento de la idea de que la familia es un núcleo cerrado y no esa tribu de gente diversa que comparte gestos, crianza común,  bosques o campos, cuerpos y modos de amar, las niñas y niños se convirtieron también en artículo privatizado. Es así que se explica que una madre o un padre, tía, abuelo, madrinas  podemos hacer esfuerzos titánicos por los menores de casa familiar, pero no le dirigimos la palabra o la mirada a una niña en la calle, o nos toca muy de lejos el encierro de un cipote de cualquier lugar del mundo en una cárcel migratoria.  De ahí que la suerte infantil en esta era del despojo esté determinada por el mayor o menor éxito de los adultos que le rodeen y con quienes comparta plaquetas, y a quienes indudablemente tendrán que pagarles su tributo. Así se definirá su alimentación, privacidad, salud o enfermedad,  esperanza de vida, opciones de juego y conocimiento, relaciones amorosas y trabajo, para no decir felicidad que esa se supone viene incluida.

Urge desprivatizar la infancia en la misma medida en que se lucha por la libertad de los ríos, las montañas, la educación laica, el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo.

Ahora que en estos días las pequeñas y pequeños migrantes hondureñas están de vuelta y son devueltas por los señores del norte de México,  nos preguntamos sobre que significa ser niñas y niños. En la televisión se les ve en una base militar o rodeada de hombres armados,  y cuando se les pregunta cómo se llama su mamá, algunos responden: Mami. El señor que desgobierna estas tierras por plenos poderes, y que tiene verdioliva la imaginación y todo lo demás, ha definido una “fuerza de tarea” para rescatarles. 

Una ya sabe como terminan estas historias de emergencia en el país, a nombre de sus carencias se obtiene el dinero con el que construirá las próximas mansiones de los ladrones instituidos democráticamente en Honduras.

Pero lo más grave es que la militarización les ha puesto en el centro,  de tal modo que los batallones se han convertido en sus destinos de aprendizaje, y la ideología militar la guardiana de sus valores, y todo eso lo estamos mirando diariamente. Si como todo lo demás que es vital en este país, dejamos que las y los niños se queden bajo resguardo militar, estaremos renunciando a nuestro propio sentido de la existencia colectiva.  Las niñas y los niños producen emociones poderosas por su propia existencia, al igual que los animales cachorros o los brotes de helecho. Evocan a la vida en su esperanza, en su fuerza y belleza. No es posible que se los dejemos a los que representan la ética de la muerte y los intereses del mal vivir  humano que según sea el caso que se les ordene, igual asesinan a otros niños y niñas en tierras lejanas y cercanas.

Con poco recurso y esta excesiva imaginación y energía que aflora en los casos de necesidad a lo cual estamos acostumbradas en Honduras,  se nos puede ocurrir más de una manera de acompañar a esta infancia que nos devuelven como mercancía dañada, y a la cual le debemos su dignidad y la nuestra. No hay tal necesidad de millones de dólares o de enormes programas burocráticos sin futuro; no requerimos lineamientos internacionales, títulos pomposos ni designios sagrados. Necesitamos nuestra autonomía como personas, eso sí.  La infancia hondureña está donde siempre, donde estuvo la nuestra, nos rodea, brinca, imagina  y sufre cerca de nosotros en el vecindario, en los caminos, en las calles, en los mercados. Está ahí para acompañarles, como mejor podamos, su sentido del bienestar, de pertenencia, de la justicia, de la vida como un regalo y no un castigo.

¿Acaso no la vemos? 

* Escritora feminista hondureña

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