lunes, 12 de noviembre de 2012

Los desafíos del cambio




Por Víctor Meza

El golpe de Estado de 2009 no fue sólo un golpe a la institucionalidad jurídica del país. Fue también –y qué bien que así haya sido– un aldabonazo a la conciencia nacional. Conmovió los ánimos dormidos, sacudió el espíritu y despertó la ansiedad aletargada de una sociedad sumida en la desconfianza, el desánimo y la desesperanza.
Hizo saltar las ansias de rebeldía y catapultó los deseos de rechazo y recuperación del país que ya creíamos perdido para siempre y, de alguna manera, habíamos dejado en manos de las élites, de los corruptos y criminales. Fue, por decirlo de alguna manera, una sacudida gradual en el alma del país. Fue –eso mismo– una revolución espiritual.

Pero no todos se dieron cuenta de ello. Los golpistas creyeron, ingenuamente, que con la defenestración de la Administración zelayista habían logrado detener la nueva dinámica social despertada por las corrientes de inclusión social que el gobierno, sin saberlo, y, por lo mismo, sin proponérselo, había despertado en la conciencia de los más pobres, de la gente simple y sencilla acostumbrada a ser considerada siempre como objetos puros del proselitismo electoral. El golpe los terminó de convertir en sujetos de la dinámica social, en actores concientes del proceso histórico. Esta conversión no fue ni fácil ni súbita. Fue el resultado de una gradual marcha hacia la historia contemporánea. Una evolución, lenta pero segura, hacia la modernidad.

Los hondureños de la masa, los desheredados de la tierra, de los que hablaba Frantz Fanon (deberían leerlo, con humildad auténtica y verdaderas ansias de aprender, las élites locales y sus “intelectuales” orgánicos), empezaron de pronto a sentirse “gente”, “masa activa”, “muchedumbre movilizada”, actores y sujetos de un proceso histórico novedoso en que, poco a poco, iban descubriendo sus propias potencialidades, su fuerza, su capacidad para cambiar las cosas y convertirse en factor real de transformación social.

Fue una reconversión del alma nacional. Un despertar, seguramente un tanto tardío, pero despertar al fin. La gente salió a las calles para rechazar el golpe, pero también para demostrar que no estaban vencidos, que seguían en pié, dispuestos a dar la batalla, a continuar y reiniciar la lucha, a demostrar que ya no eran los mismos, que habían entrado al escenario, por una puerta angosta y dudosa si se quiere, pero puerta en fin de cuentas. Esta es una de las primeras, y quizás de las más importantes, lecciones del golpe de Estado.

Los autores del golpe, las élites conservadoras y retrógradas del país, esa mezcla abigarrada de políticos tradicionales, empresarios conservadores, religiosos fundamentalistas y militares anclados en la guerra fría, no fueron capaces de entender y leer con la lucidez debida el sentido de la dinámica social recién despertada. Se asustaron, simplemente. Son élites asustadizas, atrapadas en el temor que propicia y estimula su propio desconocimiento, prisioneras de su miedo ancestral, víctimas de su desconocimiento de la historia. Las élites locales son, por lo general, incultas y desinformadas. Viven de espaldas al cambiante mundo, al margen de las nuevas corrientes del pensamiento social. Y, por eso, sin quererlo, convirtieron el afán de inclusión social en rebeldía revolucionaria. Porque eso es lo que hoy vemos en las calles: un deseo arraigado de transformación y cambio, un anhelo febril de modificar las cosas, de recomponer el orden y rediseñar un nuevo modelo de equidad, de distribución justa y participación real.

La gente no busca la venganza, ni siquiera la justicia implacable. Simplemente quiere reordenar el esquema, cambiar las cosas para que sean más normales y aceptables, más racionales, más justas. Eso es lo que demandan esos miles de compatriotas que celebran la agonía del bipartidismo tradicional, que piden el final del modelo político ancestral y exigen un nuevo pacto social que le dé mayor y mejor estabilidad y gobernabilidad democrática al sistema político.

Desde que la democracia representativa entró en crisis profunda, reflejada en el descrédito y la desconfianza que caracterizan a su órgano principal -el Congreso Nacional-, las élites debieron haber entendido el mensaje. Una lectura inteligente del descreimiento y la desafección generadas por el sistema político, debió facilitar la conclusión inevitable: el cambio es necesario, además de impostergable.

Pero no. Insistieron –e insisten todavía, ¡vaya testarudez!– en lo mismo, en conservar el viejo modelo, en mantener las antiguas estructuras. Eso es lo que muestran en sus campañas proselitistas. Más de lo mismo, es decir, más de lo que los llevó al fracaso, a la ruina y el descrédito. ¿Será que Honduras requiere de una nueva derecha, más ilustrada, más lúcida y moderna? ¿Será que el país, atribulado en su tormento de permanente frustración histórica y vital, requiere, acaso, de una renovación profunda y generacional de sus élites? O, por el contrario, ¿será que necesitan un baño crítico de multitudes que les dé una lección y les enseñe - ¡por fin!- hacia dónde va la historia y hacia donde enfilan los tiempos y la modernidad?

Estamos viviendo tiempos difíciles, pero no por ello menos trascendentales y decisivos. El bipartidismo político tradicional, el mismo sistema que le dio sostenibilidad y sosiego a las élites conservadoras del país durante más de cien años, está agonizando. Se muere. Un nuevo modelo político, más plural y diverso, más complicado y saludable, está surgiendo. El país está entrando en una nueva fase de su historia. Así deberíamos entenderlo todos, tanto los que lo sufren como los que lo celebramos.

La resabida frase de que “el país ya no es el mismo” no es una frase vacía. No se equivoquen. Ni los que así lo desean ni los que se resisten a aceptarlo. No es tiempo de triunfalismos inútiles e infantiles ni de lamentos tardíos y sin sentido. La modernidad, esa novedosa forma de ingresar al siglo XXI, está ante nosotros. Su desafío es tan real como apremiante.

El país urge de decisiones valientes y decisivas. La vieja clase política ya ha demostrado, con lamentables consecuencias, que no es capaz de adoptarlas. Hay que abrirle el paso, con resignación y valentía, a las nuevas fuerzas políticas, plurales y multicolores, que abogan y luchan por el cambio. Esa es la única alternativa que tiene Honduras.
Valle de Ángeles, 03 de noviembre de 2012

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