miércoles, 26 de marzo de 2014

El abecedario no alcanza para agotar el mundo de Cortázar



Por Silvina Friera

En estas tres décadas se han publicado numerosos libros de y sobre el escritor argentino. Una etapa tan “prolífica” parece cerrarse con la edición de Cortázar de la A a la Z, un exquisito álbum biográfico ilustrado. Numerosas actividades abordarán su figura en 2014.
    
Imagen: Gentileza Aurora Bernárdez 

¿Cuál es “la primera aguja del olvido en el recuerdo”? El interrogante asoma cuando se tiene en las manos Cortázar de la A a la Z (Alfaguara), el álbum biográfico ilustrado con edición de Carles Alvarez Garriga y Aurora Bernárdez. A treinta años de la muerte de Julio Cortázar, que se cumple hoy –y a pocos meses de celebrar el centenario de su nacimiento, en agosto–, la vuelta al mundo cortazariano es como “abrir las puertas para ir a jugar”. Cada lector jugará su juego, saltará de las novelas a los cuentos o viceversa; de la correspondencia a los papelitos inesperados y se asombrará con algún que otro texto inédito (ver aparte), aunque esta etapa tan prolífica como póstuma parece cerrarse con la edición de este libro-homenaje. A esta altura del partido, el encantamiento que ejerce nuestro entrañable Cronopio no debería sorprender. Su obra ha resistido los embates del tiempo, ha pasado por ese limbo ineludible donde se cuecen las habas del descuido, las omisiones, el peligro de olvidar a la vez que ningunear demasiado y ciertos rechazos que tal vez comiencen a declinar. Quizás el problema, el obstáculo, resida en que este ingreso garantizado al “paraíso” se traduzca en una sacralización cercana al escándalo, demasiado empalagosa por obra y gracia de las efemérides. Pero esta harina, como se comprobará, no pertenece al costal literario.

En un fragmento de una entrevista que le hizo Rosa Montero en 1982, incluida en la entrada “sacralización” del álbum, Cortázar reconoce que le molestan las sacralizaciones tipo Elvis Presley o Marilyn Monroe porque “son absurdas en el campo de la literatura; creo que ahí entra en juego un fanatismo que no tiene nada que ver con lo literario”. Sin embargo, despejado este asunto, agrega: “Yo sé muy bien que lo que llevo escrito se merece el prestigio que tiene, y no tengo ningún inconveniente en decirlo. Y puedo añadir algo que pondrá verde a mucha gente, porque lo considerarán de un narcisismo y un egotismo monstruosos: lo cierto es que, haciendo el balance de la literatura en lengua española, y considerando el total de los cuentos que he escrito, que son muchos, más de setenta, pues, bueno, yo estoy seguro de que, en conjunto, cuantitativamente, he escrito los mejores cuentos que jamás se han escrito en lengua española”. Conviene aclarar lo que añade a continuación: que cualitativamente “conozco cuentos individuales que, en mi opinión, son mejores que cualquiera de los míos”, pero “tengo una conciencia muy clara de lo que he hecho y sé muy bien qué significó, en el panorama de la literatura latinoamericana, la aparición de Rayuela. Y sería un imbécil o tendría una falsa modestia repugnante si no dijese esto”.

Aunque seguir al pie de la letra las filiaciones que un autor suscribe implique caer en su “trampa” discursiva, tal vez sea interesante revisar la proximidad manifiesta que sentía hacia ciertos personajes literarios como el Rufián Melancólico, Hipólita, la Bizco o, claro, Erdosain. “Si de alguien me siento cerca en mi país es de Roberto Arlt, aunque la crítica venga a explicarme después otras cercanías desde luego atendibles puesto que no me creo un monobloc”, escribió Cortázar en “Roberto Arlt: Apuntes de relectura”. Si desde niño, como lo ha dicho, aceptó la evidencia del doble y hasta llegó a postular “muy seriamente” que Charles Baudelaire era el doble de Edgar Allan Poe, el autor de Historias de cronopios y de famas podría ser un doble más lúdico, más “irreverente” por su modo de experimentar con las formas, del autor de Los siete locos. Conjeturas al margen, no habría que confundir el doble con los epígonos. Precisamente en Cortázar de la A a la Z, un homenaje sincero y adorable para los lectores pero que se intuye que al autor no le hubiera gustado, en la entrada que corresponde a epígonos, se recupera un fragmento de una entrevista de Mario Vargas Llosa en la que le pregunta qué le aconsejaría a un joven sudamericano que quiere ser escritor. “A semejanza de los maestros Zen, trataría de romperle una silla en la cabeza –responde Cortázar–. Es posible que el joven sudamericano comprendiera lo que hay detrás del silletazo; si a pesar de todo mi respuesta no le resultase lo bastante clara, le diría que el solo hecho de buscar consejos ajenos en materia literaria prueba su falta de verdadera vocación. Pero tal vez el silletazo resultara mortal y tendríamos un epígono menos, lo que es siempre una ventaja en nuestro país.”

El juego vital –mezcla de azar y accidente– empezó en Bruselas (Bélgica), donde nació el 26 de agosto de 1914. Antes de que su familia pudiera regresar a Buenos Aires para establecerse en Banfield, vivió un tiempo en Barcelona. Muy tempranamente descubrió que el vicio de leer es peor que el tabaco. Realizó estudios de Letras y de Magisterio y trabajó como docente en Bolívar, Chivilcoy y Mendoza, hasta que en 1951 decidió viajar a París, donde residió hasta su muerte. Su primera colección de poemas, Presencia, apareció en 1938 bajo el seudónimo de Julio Denis. En 1946 publicó el cuento “Casa tomada” en la revista Los anales de Buenos Aires, que dirigía Jorge Luis Borges. Después llegaría el primer libro publicado con su verdadero nombre, el poema dramático Los reyes (1949), los cuentos de Bestiario (1951), los relatos de Las armas secretas (1959), que incluye “El perseguidor” –suerte de “pequeña Rayuela”, como lo definió–; las novelas Los premios (1960) y Rayuela (1963), un punto de inflexión y de referencia para las generaciones más jóvenes, una especie de descomunal “revolución” formal que generó gran entusiasmo, pero que de un tiempo a esta parte se suele señalar –con ese dedo acusador que levanta o baja el pulgar de acuerdo al “consenso” imperante– como la zona cortazariana más fechada, inscripta en una coyuntura, que tal vez no envejeció bien. ¿Pero jugar, como lo hacía esta especie de jugador compulsivo que era Cortázar como escritor, no incluye la pérdida del hechizo primigenio para atemperar el impacto pasado y recuperar otros itinerarios posibles que antes no se pudieron transitar? Decretar por anticipado la partida de defunción de una novela como Rayuela es un riesgo que muchos han asumido. Aunque “escribir salpicando citas es pedantería” –palabras de Cortázar mediante–, irrumpe una frase que calza como anillo al dedo en el asunto: “Los sistemas son sustituibles y las apuestas suelen perderse”. En esta peliaguda cuestión, como en tantas otras, conviene poner las barbas en remojo. El escrutinio de los lectores –ese sistema de interpretaciones siempre en pugna– no está clausurado.

Entonces volvamos a la pregunta inicial y esa aguja del olvido que quedó en suspenso. Tiene que ver con un capítulo de Rayuela. “En alguna parte Morelli procuraba justificar sus incoherencias narrativas, sosteniendo que la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía, es decir que no podemos aprehender la acción sino tan sólo sus fragmentos eleáticamente recortados. No hay más que los momentos en que estamos con ese otro cuya vida creemos entender, o cuando nos hablan de él, o cuando él nos cuenta lo que le ha pasado o proyecta ante nosotros lo que tiene intención de hacer. Al final queda un álbum de fotos, de instantes fijos; jamás el devenir realizándose ante nosotros, el paso del ayer al hoy, la primera aguja del olvido en el recuerdo”, se lee en el capítulo 109. Cortázar es el escritor que mejor comprendió que los lectores caminan descalzos por encima y por debajo de los textos, mirando, escuchando, saboreando. Este juego donde la libertad es extrema, por fortuna de la humanidad, nunca se acabará.

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