martes, 25 de junio de 2019

El pasado que no quiere pasar



Por Gregorio Morán

En los años 80 del pasado siglo una polémica inundó la República Federal de Alemania, vísperas de la reunificación. Se trataba de una reflexión sobre su pasado hitleriano y las responsabilidades de una sociedad que se negaba a asumir la deriva nacional socialista y los campos de exterminio y las consecuencias de haber iniciado la Segunda Guerra Mundial. Todo lo que vino después de las elecciones democráticas de 1933, que consintió en el poder absoluto de Hitler. Al debate, hoy olvidado, en el que participaron historiadores, periodistas y políticos, se le denominó “El pasado que no quiere pasar”.
En eso estamos nosotros. Hay un pasado que no quiere pasar y que reaparece ante cualquier vericueto de la actualidad. Entre las muchas diferencias entre la reflexión alemana y la nuestra, una es que ellos provocaron el debate mientras que nosotros huimos de él como de la peste, hasta que de pronto chocamos con algo que nos lo recuerda. Media Europa, aquella en la que nos miramos, acaba de celebrar el aniversario del Día D, el desembarco de los Aliados en las playas de Normandía, mientras que nosotros festejamos, es un decir, el nombramiento de Juan Carlos como Jefe del Estado hace cuarenta y cuatro años.

Nada es casual desde que Freud contribuyó a explicar que hasta lo más nimio es significativo. Por ejemplo, las celebraciones. Ellos, el día D; nosotros, Juan Carlos en la retirada como jefe del Estado. Todo tiene su razón de ser, por más que omitamos a los manejadores del evento y nos quedemos con los símbolos que encandilan a los cándidos. No fueron todos los aliados quienes se han manifestado en su aniversario del Segundo Frente, el occidental. Faltaban los soviéticos, que llevaban avanzando con un coste de millones de muertos en el Primer Frente, el oriental.

Como nada es casual, en las evocaciones históricas hemos omitido esta vez que, rompiendo una tradición que se mantuvo incluso durante la Guerra Fría, en la ceremonia de los Aliados se excluyó a los rusos. Nada más político y por tanto menos improvisado que un aniversario. En nuestro caso, el ascenso a la jefatura del Estado de Juan Carlos lo hicieron las últimas Cortes franquistas en noviembre de 1975, pero esta estrafalaria omisión la tapamos porque se trata del primer rey de la monarquía parlamentaria, el que presidió las elecciones democráticas de junio del 77. La historia tartamudea y en ocasiones se llena de silencios, tan elocuentes que por eso se cubren con los ruidos de las celebraciones.

En el coro de los aleluyas al Rey emérito se echa a faltar un equilibrio entre la belleza de los cantos y el bordón de una realidad que de nuevo nos obliga a recordar los pasados que no quieren pasar. Algo tan frecuente entre nosotros que no debería escandalizar a nadie. El rey Juan Carlos y la democracia parlamentaria marcharon en paralelo, y en esta simpleza analítica está el éxito del monarca y la frágil consolidación de la democracia. Él hizo lo que le vino en gana y el Parlamento hizo como que no lo veía.

23-F, vacuna contra el ‘borboneo’
¿Por qué no hablamos claro? Si de verdad fue monarca constitucional, y nosotros ciudadanos y no súbditos, tendríamos que abordarlo sin que nadie, fuera de los cortesanos voluntarios, pueda algún día decirnos que abonamos el terreno de los pasados que no quieren pasar. Cuarenta y cuatro años en el poder dan para mucho y cabe decir que si el balance no fue catastrófico se debió más a la contención de la ciudadanía que a la pastueña benevolencia de una clase política y unos medios de comunicación mediatizados por el temor a ese pasado que no quiere pasar.

El rey Juan Carlos, cuya memoria se limitaba a su propia vida de huérfano secuestrado por Franco en una obra teatral digna de Calderón, llevaba en sus genes la querencia al “borboneo” de sus antecesores; desde los monarcas absolutos hasta su abuelo, aquel frívolo Alfonso XIII, primer pornógrafo del Reino. Las irresponsabilidades en la gestación del 23-F y la conciencia de que su poder estuvo en el alero hasta la avanzada noche de marras creó que le curaron de inclinaciones a “borbonear” las instituciones, bastante más complejas que su mente política. Desde la experiencia del 23-F, que ganó por los pelos con la ayuda de Sabino Fernández Campo y de nadie más -el silencio de los corderos de la tarde del 23-F es una lección de obligado cumplimiento para los nietos bocazas del siglo XXI-, desde aquella fecha que ningún superviviente podrá olvidar, se alejó de tentaciones borbónicas.

De entonces acá se dedicó a las dos cosas para las que sin estar especialmente dotado al menos tenía carisma para alcanzarlas: la fortuna y las damas de tronío. Se hizo muy rico y muy querido; una manera de marcar el camino de la generación que siendo ya rica y querida aspiró a llegar al superlativo. Si los tiempos de Felipe González y José María Aznar tuvieran que señalar a un promotor, casi un paradigma, ese sería el rey Juan Carlos. Él iluminó la senda que llevaría a la cuneta a quienes pretendieron imitarle sin darse cuenta de que monarca sólo había uno y los demás ejercían de palaciegos, aunque fueran consanguíneos.

No entiendo muy bien qué quieren demostrar los que hablan de la “popularidad” de Juan Carlos. Asunto delicado, porque la galería de líderes muy populares nos llena de dudas cuando no de espanto. El Rey más popular de España fue su antepasado Fernando VII, que alcanzó su máxima cota de fervor entusiasta cuando cerró las universidades y abrió escuelas taurinas.

A los reyes antiguos se les consiente todo y sus destemplanzas acaban siendo gestos chuscos muy aplaudidos por la afición. Ya se trate de la caza de elefantes en Botsuana con señora y accidente incluido, un asunto de Estado, resuelto con cara de pillo y lenguaje de colegio selecto –“me he equivocado, lo siento. No lo volveré a hacer”-, es decir, “hasta la próxima”. No siento ninguna simpatía por el caudillo venezolano Chávez, ni cuando peroraba en cabo cuartelero, ni tras las exequias que para él hubiera querido Simón Bolívar, pero de ahí a decirle “por qué no te callas” es tanto como perder los papeles y no darse cuenta de que los tiempos de los reyes antiguos terminaron en Europa con la Segunda Gran guerra, ésa que nosotros no podemos conmemorar en Normandía y donde tampoco cabe que seamos invitados.

Es el pasado que no puede pasar.


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