miércoles, 5 de junio de 2019
Recuerdos de la lengua
Por Luis García Montero
La memoria es una biblioteca con libros cargados de secretos, imágenes e historias añadidas como recortes de viejos periódicos. La vida será un destino personal mientras siga dejando huellas, arrugue páginas y llene las superficies de rastros. Al preparar una intervención para el Congreso Internacional de la Lengua que se ha realizado en Córdoba, Argentina, me encontré con un artículo de Julio Cortázar publicado por el periódico El País el 25 de junio de 1978. Decía el autor de Rayuela: “Como tantos latinoamericanos que escribieron y escriben en español a miles de kilómetros de sus patrias, mantengo el contacto con mis hermanos prisioneros o vilipendiados, escribo para ellos, porque escribo en su idioma, que siempre será el mío”.
Palabras que son recuerdos de un tiempo propio en el que el final de la dictadura española se mezclaba con la represión y las cárceles latinoamericanas. Estudiar la obra literaria de Rafael Alberti o de Max Aub, dos exiliados españoles, era una apuesta que se relacionaba de manera íntima con la llegada a mi ciudad de desterrados argentinos o chilenos. La lengua es el acto de afirmación más importante de una existencia que está obligada a fluir no ya entre coyunturas más o menos difíciles, sino en una dinámica en la que el desarraigo y el sentido de pertenencia a una comunidad se hermanan de forma inevitable.
Mientras el vértigo de los acontecimientos nos deshace cualquier sentido de seguridad, las palabras nos ofrecen un lugar en el que sentirnos habitantes y en el que compartir canciones, sentimientos, formas de pasar de la intimidad a lo colectivo. Los retos del idioma tienen que ver con los retos de la convivencia democrática. Ni más ni menos. Al fin y al cabo se trata de eso: la voluntad de ser partícipes en condiciones de igualdad de un patrimonio común y la vigilancia para que nadie se apropie de lo que no le pertenece.
La lengua materna es el sedimento de la experiencia donde los seres humanos pueden reconciliarse sin mentiras con la palabra verdad. Y ese es el reto cultural más importante de la cultura y la tecnología en nuestro tiempo: la reconciliación con la utopía modesta y ética de la palabra verdad. La lengua que nos hace, la casa en la que hemos aprendido a decir madre, lluvia, hambre, amor, mañana y fuego, sabe de nosotros más que nosotros mismos. De ahí la hermosa “Invocación” del poeta argentino Arturo Capdevila: “Habla por mí lengua de mis abuelos. / Madre y Mujer. / No me dejes faltarte. / No me dejes mentir. No me dejes caer. / No me dejes. / No”.
Del mismo modo que los avances racionales de la tecnología no deben separarse de la libertad cotidiana de los seres humanos, el valor universal del idioma sólo será una identidad sentimental mientras conserve la fuerza y los secretos de una lengua materna. La universalidad de una cultura consciente de ella misma y de su significación permite que la lluvia de todos caiga en la memoria de las tardes de una lluvia particular, del olor a tierra húmeda de cada una de nuestras tierras. Que la palabra pierda su profundidad poética es tan peligroso como que la tecnología caiga en la tentación de separar sus progresos de la dignidad humana.
La libertad de la lengua y de la vida depende del derecho a decidir las propias conversaciones. Se trata de hablar de lo que nos interesa, no de lo que lo demás quieren imponernos como mecanismo de control o de desorientación. Los piratas ingleses, mientras desvalijaban el mundo, agitaron la leyenda negra sobre el colonialismo español. Cualquier colonialismo es hoy malo, pero no conviene volver a caer en la trampa de las viejas máscaras coloniales, impedir propuestas democráticas de la actualidad con discusiones de otro tiempo en favor de un egoísmo ajeno.
Escribo esto porque Cortázar me lleva a César Vallejo. Así acaba su poema “Gleba”: “y, en fin, suelen decirse: allá, las putas, Luis Taboada, los ingleses; allá ellos, allá ellos, allá ellos!”. Un ataque a un crítico literario determinado, Luis Taboada, acabó siendo una denuncia de una sociedad anglosajona sentida como hostil en la memoria hispánica.
No creo que Hernán Cortés ponga el dedo en la llaga de ninguna de nuestras heridas de hoy. Nuestra sangre se derrama en las alambradas y los muros que defienden mandatarios como Donald Trump o en los dientes de los tiburones del Mediterráneo. Conviene elegir de qué discutimos para no volver a una leyenda negra que sólo va a servir para ayudar a un emperador enemigo.
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