lunes, 10 de junio de 2019

Luis Eduardo Aute, el tonto de Nietzsche y el Caballo de Turín


Por Javier Cortines

Una vez me escribió un correo Luis Eduardo Aute en el que me decía que Nietzsche “era un idiota” que lo único inteligente que había hecho en su vida era romper a llorar tras abrazarse, quizás mostrando un poco de humanidad, “al caballo que le volvió loco”.
Después me recomendó ver la película “El Caballo de Turín” del cineasta húngaro Béla Tarr (1955) – lo que hice en la pantalla de mi ordenador- y saqué algunas conclusiones de esa cinta en blanco y negro -de más de dos horas de duración- que obtuvo el Gran Premio del Jurado del Festival de Berlín en 2011.

Fue la primera vez que alguien me dijo, con total contundencia, que el profesor de Basilea era un estúpido y que su pensamiento y obra estaban muy sobrevalorados. No quise polemizar con el autor de “Al Alba” acerca del asesino más célebre de Dios, ese “criminal que destruyó (alegóricamente) casi todo”. Que me cautivó en mi juventud y luego me quedé sólo con su “sombra”. Las personas cambiamos, mutamos y, lo que nos deslumbró en una época, pasa a ser sólo un recuerdo que se hace así mismo reimprimiéndose en la memoria, relampagueando en el olvido cual culebra de luz.

“Aceptando” que al bicéfalo Nietzsche muchos le consideran uno de “los ideólogos del nazismo” y otros tantos el anunciador de una nueva Era, con él como Profeta, me atrevo a decir que “ese que filosofaba a martillazos” siempre “estuvo embarazado de un lúcido demente que cargaba pesadamente en su útero intelectual”.

¿Tuvo vuelos geniales? Sí. ¿Escribió como un pequeño 666 enfadado con el mundo porque no le dieron de mamar del pezón de una diosa? Sí. ¿Se puede encontrar en su obra a un asceta, un mesías, un mago, a un Shiva destructor y a un creador que esparce sus semillas entre hambrientos intelectuales que viven tras los altos y gruesos muros de la Divina Academia? También.

Pero ¿cómo fue el final de Nietzsche? ¿Hermoso como el de Platón? O como el de un perro rabioso que de repente deja de ladrar cuando se encuentra con la última parada del destino, con la definitiva: El Caballo de Turín.

El film comienza con la voz de un narrador que nos cuenta qué pasó el 3 de enero de 1889. Nietzsche sale de su casa, sita en la calle Carlo Alberto de Turín, y se topa con un cochero que golpea brutalmente con su látigo a un caballo que se niega a tirar de la carreta. El filósofo se abre paso entre la gente, se abraza al cuello del equino y rompe a llorar. Luego pierde el conocimiento y un vecino le lleva a su hogar. El alter ego de Zoroastro se tiende en un sofá y allí permanece tranquilo y silencioso dos días. Luego habla y dice: “Mutter ich bin dumm” (Madre soy tonto). A continuación, se hunde en el mutismo y la locura durante diez años, hasta su muerte, en agosto del nuevo milenio.

Las primeras imágenes de la película muestran al cochero regresando a su semiderruida cabaña de piedra, que es constantemente azotada por una violentísima tormenta de viento y polvo. El caballo se abre paso penosamente entre la bruma, “tal vez meditando en el abrazo de un desconocido” que había anunciado la llegada del superhombre.

El cochero, inválido de medio cuerpo, vive con una hija en una cabaña de piedra que está situada en un páramo del fin del mundo. Los diálogos entre ellos son parcos, se limitan a comunicar “estrictamente lo básico”. La historia se desarrolla durante seis días (los mismos que empleó Dios en crear el mundo). Su única comida es una patata cocida, excepto el sexto, cuando el sol se oscurece, se apaga la luz y hay que tomar crudo el tubérculo. Esta vez el cochero solo da un mordisco. Su hija, Palinka, rehúsa comer, al igual que el caballo que -desde que recibió el abrazo de Nietzsche- está más hundido en la depresión, no quiere probar bocado ni beber agua. Los tres están encerrados en “una cabaña de Gaza” donde sólo queda la nada.

En esa cabaña hay un pozo que se acaba secando. Palinka saca agua todos los días de ahí tras recorrer unos cincuenta metros soportando la metralla y las bofetadas del vendaval. Su imagen con el pelo y vestimenta al viento parece una escena bíblica, un castigo ciego de un ciego demiurgo.

La pareja recibe un día la visita de un personaje (podría ser una representación de Nietzsche) que suelta la única parrafada de la historia. Tras comprar al cochero una botella de aguardiente, dice:

Todo lo grande y noble ha sido degradado. No hay Dios ni dioses (…) Los victoriosos ganadores que se rigen por las leyes del lobo lo gobiernan todo.

Su anfitrión, al que no le interesa absolutamente nada de lo que ocurre en este mundo (ni en los otros, si los hubiera, tanto del Cielo como de la Tierra) le corta tajantemente e invitándole a marcharse, le espeta: ¡Déjalo, deja de decir disparates!

El “filósofo” se aleja renqueante, apoyado en un bastón y agarrado a la botella de aguardiente. Su silueta desaparece en la niebla, entre el rugido de un viento que a veces se alía a una música desquiciante, fantasmal.

Otro día llega un carromato de gitanos, como salido de una de las pinturas negras de Goya, que se arremolinan junto al pozo para sacar agua. Palinka se apresura a decirles que se marchen, su padre, que sólo puede mover el brazo izquierdo, blande un hacha en su mano zurda y les amenaza con atacarles.

Cuando ese grupo grotesco y esperpéntico se aleja, una de sus integrantes lanza al aire un chillido, un hilo de locura dirigido a Palinka: ¡Eres débil! ¡Eres débil! ¡Muere! ¡Muere!

Quizás para los detractores de Nietzsche “esa sentencia” de la gitana, aparentemente una vieja, podría ser el eco del mensaje más despiadado del filósofo germano.

¿Es el Caballo de Turín un rompecabezas de la Nada y de la muerte total y definitiva de la Esperanza? ¿O fue quizás “una pesadilla”, un sueño que tuvo Nietzsche, ya completamente loco y demacrado, cuando al cerrar los ojos sentía sobre su piel unos dedos que le tocaban, sin saber que eran los de su madre y los de su hermana?


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