lunes, 10 de junio de 2019

Cuando el agresor es compañero de militancia


Por Maite Asensio Lozano

En los últimos años ha pasado a menudo en los movimientos sociales: una mujer denuncia una agresión machista de un compañero. Pese a que los colectivos son cercanos al feminismo, no suele ser fácil gestionar estas denuncias y trabajarlas en el grupo.

En el año 2005, docenas de entidades sociales y centenares de personas que soñaban un mundo diferente se reunieron en Porto Alegre (Brasil) en el V Foro Social Mundial. Durante aquellos días, las mujeres que participaron en el Foro denunciaron 90 violaciones. A fin de rechazar estas agresiones y dar apoyo a las víctimas, las mujeres convocaron concentraciones y también una gran manifestación. Sin embargo, el conjunto de las entidades sociales no las apoyó. No solamente esto, sino que los hombres organizaron otra marcha, a la cual algunos de ellos acudieron desnudos, bajo el lema “Libertad sexual”. Las denuncias fueron silenciadas: no fueron incluidas en la documentación oficial del Foro y tampoco tuvieron ninguna resonancia en los medios de comunicación.

Han pasado 13 años desde que, por primera vez, salió a la luz la violencia machista interna de los movimientos sociales, pero todavía se siguen invisibilizando las agresiones que sufren las mujeres en los entornos de militancia. Y no son ninguna anécdota. En septiembre pasado se trató este tema durante la Acampada de las Pequeñas Revoluciones (Iraultza Txikien Akanpada) en Zubieta (Gipuzkoa), donde se puso de manifiesto una realidad que durante muchos años había sido silenciada: se trata de un problema de grandes dimensiones en los movimientos sociales.

“Ha habido muchos casos en los últimos años. Muchos”, confirman Haizea Núñez, Miren Guillo y Saioa Iraola. Hablan en representación de Bilgune Feminista, una organización que en los últimos años se ha encargado de gestionar muchas de las agresiones denunciadas. Subrayan que se trata de procesos “muy complejos” y que comportan un gran “cansancio emocional”. De hecho, los obstáculos comienzan ya en el mismo punto de partida: hay grandes dificultades, no solamente para identificar las agresiones, sino también para reconocer que existe violencia machista dentro de los colectivos.

“Las violencias que tienen lugar en los espacios activistas son las mismas que tienen lugar fuera de estos espacios. Solo cambia el escenario”, explica Tania Martínez Portugal, que está investigando esta temática. A través de la voz de las mujeres que han participado en ONG, partidos políticos de izquierdas, movimientos autogestionados o colectivos antirracistas y antimilitaristas ha podido analizar la violencia que tiene lugar en los entornos de militancia. El primer obstáculo para la identificación se sitúa en el imaginario: “En estos colectivos se lucha por un ideal transformador común, y se tiende a pensar que la violencia machista queda fuera de estos espacios. Además, el discurso de las comunidades activistas suele ser favorable al feminismo. Se trata de un escenario más perverso”.

Pili Álvarez Moles ha investigado las relaciones de poder dentro de los gaztetxes (centros okupados por jóvenes) y, hoy en día, aplica esta investigación a los movimientos populares en general en el marco de la Fundación Joxemi Zumalabe. Se muestra de acuerdo con el diagnóstico de Martínez: “Algunos grupos están amenazados —los gaztetxes, casi siempre— , el enemigo lo tienen fuera: desalojos, multas, confrontación contra las instituciones… Esto hace que haya una fuerte cohesión dentro del grupo, se desarrollan relaciones de confianza. Por esto las agresiones provocan una gran sorpresa: porque las cometen personas de plena confianza”.

Asimismo, ha detectado que los prejuicios que hay en la sociedad en relación con la violencia machista también tienen peso dentro de los colectivos. Por ejemplo, los estereotipos con los cuales se identifica a víctimas y agresores: “El militante perfecto, el activista comprometido, no puede ser un agresor. Y una mujer activista no puede sufrir una agresión, menos todavía si es feminista. Estos mitos son muy peligrosos”.

“Hoy en día, ser machista supone una gran carga. ¿Quién puede sentirse identificado con el monstruo que nos suelen presentar como agresor?”, añade Jabi Arakama. Es miembro del grupo Gizonenea, del centro comunitario Auzoenea, de Iruñea, donde ha trabajado con hombres que han cometido agresiones, a través de la reflexión en torno a la masculinidad. “En estos espacios, históricamente, hemos sido contrarios a las opresiones, porque nosotros éramos los oprimidos. Es muy difícil identificarse con el opresor y reconocer que, en la medida en que formamos parte de esta sociedad, nos hemos socializado igual en algunas actitudes”. Según Haizea Núñez, para las mujeres también supone una gran ruptura: “Sienten que en estos colectivos tienen un refugio y, de repente, se dan cuenta de que no es así: se quedan sin un espacio de seguridad, a menudo se les quiebra la capacidad de establecer relaciones de confianza. Al fin y al cabo peligran sus valores, han de reinventar las formas de crear complicidades, pensar quiénes son las verdaderas amistades…”.

No les creen 

Estas sensaciones pueden ir a peor cuando la agresión es cuestionada. Y, según Martínez, esto pasa a menudo: “En los casos que yo he conocido e investigado, no las han creído”. Álvarez añade que, en denuncias por otros tipos de agresión, esto no ocurre: “Cuando un militante sufre torturas o abusos policiales, se le cree, se le da apoyo, no hay ningún tipo de duda, de cuestionamiento, de rumores… Sin embargo, con las agresiones machistas, sí”. Saioa Iraola revela un factor que influye en la credibilidad de las mujeres: “Depende de quién haya sido el agresor, y quién haya sido la agredida. De qué estatus tenga cada uno dentro del colectivo”.

Por tanto, la respuesta que se da después de denunciar la agresión dentro del grupo depende a menudo de la actitud del agresor: si niega la agresión, es cuando el problema se enturbia. “Para poner en marcha un proceso colectivo, primero tiene que haber un reconocimiento, si no, es difícil trabajarlo”, afirma Miren Guillo. Iraola explica que, en estas situaciones, los agresores suelen encontrar grupos de apoyo: “Las complicidades entre hombres y el ambiente entre pasillos son muy importantes, y esto está muy ligado a nuestra cultura política: aquí se deciden muchas cosas fuera de las asambleas, y son decisiones basadas en estas complicidades”.

Es entonces cuando empieza la guerra entre las dos versiones: rumores, insistencia en que la mujer repita una vez tras otra el relato de los hechos, la extrema importancia que se le da a los detalles… De la misma forma que pasa en otras esferas sociales, se juzga a la persona que ha denunciado. “A menudo también se responsabiliza a las mujeres de haber roto la unidad del grupo. En nuestros colectivos, el agresor ha estado siempre fuera, y no hemos desarrollado la cultura de hacer autocrítica. Esto provoca que estos tipos de denuncias se consideren un ataque a la identidad colectiva”, explica Martínez. Para ella, despolitizar la violencia es un mecanismo efectivo para quitar responsabilidad al grupo: “Si la violencia sexista es algo que ocurre fuera de nuestros espacios, es más fácil negar que haya pasado, o bien minimizarlo, o tomárselo como una cuestión personal, como si fuese un conflicto entre dos personas. Al fin y al cabo, creer la denuncia quiere decir que el colectivo ha de actuar, y esto incomoda a mucha gente”.

Las consecuencias pueden ser graves. Existe el riesgo de que se fracture el colectivo, pero el impacto más fuerte lo sufren, sobre todo, las mujeres que han denunciado, hasta el punto de abandonar el grupo. Como señala Martínez: “Las mujeres se sienten atacadas por el grupo y deciden alejarse de un espacio donde no se sienten protegidas”. Y añade Álvarez: “Cuando se crean los bandos, quien tiene menos paciencia o fuerza es quien acaba yéndose, que habitualmente son las mujeres: la mayoría no siguen en el grupo para no sentirse cuestionadas, incómodas; para que no se hable de ellas… Los hombres todavía tienen mucha impunidad en nuestros colectivos”.

Tareas de prevención 

Sin embargo, estos procesos no siempre se tuercen. En algunos casos, los grupos han dado credibilidad a la denuncia y el agresor también ha reconocido haber actuado de manera inadecuada. Álvarez ve claro que, en estos primeros pasos, es muy importante el trabajo que se haya hecho previamente: “Si antes no se ha trabajado el tema, casi seguro que la agresión será cuestionada, y muy pocas personas protegerán a la mujer. El trabajo previo no garantiza que se salve el proceso, pero sí comporta un mínimo de concienciación: la militancia conocerá las lógicas de la violencia, sabrá que las mujeres no se inventan las agresiones y, además, tendrán unas directrices para tomar decisiones, para no acabar improvisando”.

En estos casos, se abre la oportunidad de abordar el problema en colectivo. Guillo subraya que esta visión de grupo es muy importante: “Nuestro punto de partida son las necesidades que tiene la persona que ha sufrido la agresión de cara a su recuperación: sentirse escuchada, sentir que la creemos… Sin embargo, en nuestra opinión, la base del proceso no es trabajar con la persona agredida y con el agresor, sino poner en marcha un proceso colectivo, comunitario”, expone.“ De hecho, cuando hay agresiones de este tipo, se produce una fractura en la comunidad: esta también tiene una cierta responsabilidad en el contexto que ha posibilitado la agresión, por tanto, también se ha de reconstituir la propia comunidad”.

Esta visión coincide con una cuestión de base que preocupa a muchos movimientos sociales y feministas: la idoneidad de los mecanismos punitivos del sistema judicial. Las mujeres tienen la opción de ir a los juzgados, pero las entidades están trabajando en un modelo diferente de justicia. Como indica Núñez: “Existe una gran falacia en torno al sistema punitivo. Las responsabilidades son individuales: el problema lo tiene la persona que ha cometido el delito, y la solución pasa por sacar esta persona de la sociedad y encerrarla. Sin embargo, la prisión ya ha demostrado una y otra vez que no soluciona nada”.

A partir de esta premisa, se pregunta: “¿Hemos de seguir en este paradigma neoliberal, según el cual el agresor es un demonio y el Estado será quien salve a la víctima? Si adoptamos un enfoque diferente, según el cual la comunidad ha sufrido una herida y hay una mujer que merece una reparación, ¿creemos que el castigo solucionará esto?”.

En la práctica, en cambio, los grupos suelen adoptar posiciones punitivas: tienden a señalar a los agresores. Jabi Arakama explica que hay una gran diferencia entre las respuestas de las mujeres y las de los hombres: “Las mujeres inmediatamente identifican la violencia como un elemento estructural, dicen que hay que dar respuesta como grupo, y proponen crear un grupo de mujeres para tratar el tema. Con los hombres esto pasa muy pocas veces: les cuesta reconocer que es una cuestión estructural, culpabilizan al agresor, demandan medidas estrictas en contra de él, pero no suelen estar dispuestos a cuestionar sus propias actitudes sexistas”. Núñez vincula esto con el hecho de que los hombres no quieran aceptar una responsabilidad colectiva: “Esta tendencia a dejar claro que el agresor es el otro es muy significativa, y también muy peligrosa. Todos tenemos actitudes machistas, racistas, etcétera. No reconocer que estamos dentro del sistema y que reproducimos actitudes como éstas me parece una falsedad y una excusa”.

El veto, temporal

En cualquier caso, incluso si rechazan el sistema punitivo, los colectivos suelen tomar una serie de medidas con los agresores. Generalmente les imponen vetos, es decir, que les prohíben participar de ciertos espacios, sobre todo para que no coincidan con la mujer que ha sufrido la agresión. “Es una condición para garantizar que la mujer pueda seguir militando tranquila”, precisa Núñez. “Este veto no suele ser indefinido, porque la intención final es que se integre: aquí entra la voluntad y el compromiso del hombre”, añade Arakama. Pero, a pesar de las garantías, alerta del riesgo de sufrir una “muerte social”. “A veces, las respuestas que se dan desde los colectivos pueden llegar a ser más severas que las de un juzgado: perder las amistades o los espacios de socialización tiene un gran impacto en las vidas de los agresores”.

¿Y qué trabajo hacen los hombres mientras dura el veto? Arakama, que suele estar a su lado, explica que su función no es hacer terapia: como mucho aconseja a quienes quieren encontrar atención psicológica. Su función es más política: “Les doy formación sobre masculinidades. Me centro en la problemática de cada uno, pero analizamos las características de la masculinidad: la desvaloración de lo femenino, el modelo de amor romántico, la gestión de las emociones, la homofobia, el uso del poder…”.

Afirma que es un trabajo complejo: “Realmente cuesta darse cuenta de los privilegios propios. Se dan cuenta fácilmente en el caso de ausencia de miedo o de la ocupación del espacio público, pero más allá de esto, es difícil, incluso para quien tiene buena voluntad”.

Se ha de hacer un trabajo profundo. “Un trabajo que no acaba nunca”, precisa. “Pero hay que ponerle una fecha de finalización: el hecho de saber que habrá un término es bueno para todo el mundo. ¿Cuándo? Cuando hayamos trabajado de manera positiva todos los elementos que tenemos en la cabeza”. Aclara que suelen ser procesos que duran en torno a dos años. “Pero no es lo mismo reunirse semanalmente o una vez al mes. Hay que tener en cuenta que no lo hacemos como profesionales, sino que forma parte de nuestra militancia”.

Las miembros de Bilgune Feminista también hacen referencia a esta última cuestión: “Además de intervenciones concretas, también nos piden asesoramiento, pero nos hemos dado cuenta de que a veces hemos acabado haciendo tareas de mediación sin tener la formación necesaria para hacerlo”. Guillo reconoce que, para ellas, la gestión de estos casos ha sido un proceso de aprendizaje: “Hemos ido probando, y, por el camino, hemos identificado algunas carencias. Si lo volvemos a analizar después de las reflexiones que hemos ido haciendo, vemos que no estamos satisfechas con algunas decisiones que hemos tomado o impulsado. Por tanto, el proceso de aprendizaje no está cerrado”.

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