lunes, 6 de junio de 2016
524
Por Melissa Cardoza
Desde marzo, en estas madrugadas que se alargan de manera tan malvada sobre los techos, pienso una vez más en los motivos de la muerte de Berta; no sólo en el asesinato y los razonamientos que conocemos, los que se debaten, dividen y comparten; sino en otros misteriosos, mezclados con deseos esotéricos de entender y aceptar su ausencia que duele como vidrios enterrados en el pecho.
Pienso en abstractas ideas y los actos concretos de la justicia, el mal, la verdad. En cuánto habrá de justo que un cipote de la edad de una de sus hijas, asesino de oficio, sea puesto en una cárcel para que se acomoden los hilos del poder mientras él se hace mayor con los años enrejados; dónde estará la justicia para la vida de ese muchacho en la cadena de causas que llevan al crimen. Pienso en si no es de este modo, cuál es el justo modo; y qué vamos a hacer todas con cárceles llenas de jóvenes, por demás pobres, indígenas, hijos de compañeras cercanas, a veces, y ejecutores prepago de la muerte, cárceles que son negocio de los que deberían estar encarcelados y que alimentamos con sangre joven. Debato conmigo, con otras, si es el poder que oprime al cual pedirle castigo, si es castigo el que queremos, castigar a ese poder pero sin sus propias herramientas, acaso. Doy vueltas sobre cuál es el centro de la verdad en este momento para este mundo hondureño, para el resto, y para Berta misma, con cual verdad hacemos la vida vivible y la muerte digna. En qué diría Berta, pienso. Y algo me responde. Siempre me responde.
Tuve el privilegio de conocerla, nunca suficientemente, y de tener un acervo amplio de sus reflexiones, de su profunda ética. Pasamos muchas horas de nuestras vidas en tierra común, Intibucá y La Esperanza, ésta última cuando era eso, verde, lluviosa, llena de sueños refundacionales que tenían gusto a cercanía; esa Esperanza a la que ahora cuesta llamar con su nombre, por el rastro de muerte que le acompaña desde este marzo.
Cuando mejor me siento pienso que Berta ya tenía que irse porque en realidad se le notaba la edad, y que ésta es otra de sus vueltas y que en una de esas regresa como lo ha hecho antes. No es que tuviera arrugas o grasa acumulada que no le importaba; no porque tuviera canas, que sí le importaba mucho; no porque estaba achacosa o sin energía como se cree de las mujeres mayores.
Pero es que a Berta se le notaba la edad en ese modo de hablar desde su honda verdad comunitaria; ese decir cosas sin disculparse, pero sin destripar al adversario por el gusto de hacerlo, lanzar argumentos, así de un solo como quien lanza una piedra y se baja el mejor mango del palo. Esa manera de mirar y “columbrar” a la gente de un tirón …”mhhh esos compitas saben por dónde va la cosa” pensaba del movimiento universitario, siempre gaseado. Ese modo suyo de decir con sonrisa de cipota los más terribles avisos como… alistémonos porque estos nos quieren matar, ya van a ver. Con el asombro tan Berta para decir ante problemas románticos: ¿En serio..y por eso se aflige? ay no, mamita mejor comamos que ahorita hay que comer… Todo eso que constituye no sólo un boceto de ella y la nostalgia que me produce, sino un modo de andar, camino de la ética, ahora que la política se pudre por igual a la derecha y a la izquierda de la razón hegemónica del poder, de cómo obtenerlo, cómo repartirlo, como gozar sus privilegios, razón de los partidos y los políticos pluricoloridos tan iguales en su denominación de origen.
Se le notaban los siglos a Berta, en ese saber vivir a diario con la testaruda rebeldía que embargaba todo como un huele de noche en la oscuridad; aroma que venía del fondo de los tiempos, y que ella andaba custodiando de fuego en fuego, aunque errara a veces donde ponía sus confianzas. Ella no necesitaba todas las respuestas, pero ensayaba muchas de ellas, y ahí residía parte de su fuerza, no tenía miedo a equivocarse, sino a dejar de intentar; a vivir sin ánimo para intentar en el ahora y aquí, en el adelanto de la buena vida que merecemos.
Era muy mayor, sin duda; al menos tendría 524 años, cinco siglos y pico de edad; ya había estado en cientos de batallas contra los imperios europeos, gringos, orientales. Había vuelto y revuelto pueblos y mujeres que se incendiaban a su paso y llamada, desde que caminaron su mundo quienes estrenaron el desgraciado olor a pólvora, y la traición de los propios allá en en el Congolón, y siglos más tarde en su propia casa.
Berta era antigua, y lo será, al tiempo que profundamente contemporánea. Mi imaginación de escritora feminista me guía, y en las madrugadas que finalmente pesan sobre mis párpados, la vislumbro entre niebla junto a los peñones de allá del occidente de este país, caminando y discutiendo con mujeres alzadas que hablan lenguas diversas, y andan con energía; cruzando ríos a nado limpio con un tal Lempira, que la gente de las comunidades bien sabe que no sólo está vivo, sino que morirá hasta que la última lenca deje de luchar por la vida común.
Y así es como viene a responder a mucha gente en este mundo, entre imágenes, sueños, memorias de sus pensamientos comunes, colectividades en marcha, así viene a repetir apriétela, compa, que esto así es, porque su sabiduría es potente, suma y guía de muchas, y anda viva en la antigua tierra que nos contiene.
Quienes la conocimos, bien lo sabemos.
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