lunes, 19 de octubre de 2015
El tercero de la foto
Por Juan Forn
Todos conocemos la imagen: se ha vuelto ícono e incluso estatua, sólo que en la estatua se eliminó a uno de sus tres protagonistas. No es una crítica ni una denuncia: también nosotros eliminamos mentalmente de la foto a aquel flaquito pelirrojo que parecía estar de prestado en la escena. El año era 1968: la masacre de MyLai en Vietnam, el Mayo francés, los asesinatos de Martin Luther King y Bobby Kennedy en Estados Unidos, los tanques rusos acabando con la Primavera de Praga, la matanza de Tlatelolco y, apenas unos días después, empiezan las Olimpíadas, precisamente en México, con la sangre de los estudiantes muertos todavía fresca. En la final de los 200 metros llanos, el podio es ocupado por dos atletas negros norteamericanos y un australiano, bastante más bajito y esmirriado que ellos. Los dos negros suben a recibir sus medallas descalzos y con un guante negro cada uno, y cuando suena el himno americano bajan sus cabezas y alzan el puño enguantado, haciendo el saludo de los Panteras Negras (iban también descalzos, en alusión a sus hermanos de raza de los algodonales de Luisiana, que no tenían derecho a usar calzado). La foto dio la vuelta al mundo: en el reino de la confraternidad ecuménica a través del deporte, hacía su fulminante ingreso la protesta política. Casi medio siglo después me escribe un lector, uno de esos lectores exigentes que es una bendición tener, y me pide que cuente la historia de la foto y del blanquito que aparece en ella de prestado: el australiano Peter Norman. Yo tenía ocho años en 1968, y había sido educado en los valores del Barón de Coubertin: me acuerdo todavía de la consternación que despertó aquel episodio pero, como el resto del mundo, lo ignoraba todo sobre Peter Norman.
Los velocistas negros Tommie “Jet” Smith y John Carlos sabían, desde principios de 1968, que tenían chances seguras de ganar medalla: sus tiempos eran cada vez más mejores, no tenían rivales a la vista, el oro estaba entre los dos. También eran miembros de un grupo de atletas que habían creado el OPCR (Programa Olímpico por los Derechos Civiles) que apoyaba la lucha contra la segregación racial. Ante el desdén del Comité Olímpico por sus pedidos decidieron que, al subir al podio, portarían un distintivo de la organización como protesta. Smith había nacido en Texas, el séptimo de once hermanos, era hijo de un peón de los algodonales. Carlos era de Harlem, hijo de un zapatero remendón. Ambos tenían en claro por quién corrían. En las rondas preliminares arrasaron con sus rivales y en la final también picaron ambos en punta, Carlos a la cabeza y Smith mordiéndole los talones hasta que en el sprint de los últimos cincuenta metros superó a su colega y ya estaba alzando los brazos cuando vio por el rabillo del ojo al australianito Norman, que había hecho toda la carrera en sexto lugar, achicando a trancazos la distancia hasta instalarse como una cuña entre ambos.
Para entender cabalmente la escena hay que decir que Norman medía casi veinte centímetros menos que los dos afroamericanos: cada tranco de ellos era tranco y medio para él. Sin embargo algo le había pasado desde su llegada a México: no paraba de mejorar sus tiempos. Hasta entonces no alcanzaban a hacer sombra a los de Smith y Carlos, pero ahora estaba ocurriendo lo imposible. Norman hizo los 200 metros en 20.07, una marca que nadie había logrado hasta entonces. Obligó a “Jet” Smith a dejar la vida en esos últimos metros y convertirse así en el primer atleta en el mundo en bajar la barrera de los veinte segundos (clavó la aguja en 19.86). Carlos quedó en tercer lugar, con sus 20.10.
En el vestuario antes de subir al podio, Smith y Carlos encararon a Norman y le avisaron lo que iban a hacer. El australiano venía de una familia de “salvos” (así llamaban en su país a los voluntarios del Ejército de Salvación). Cuando Smith y Carlos le preguntaron si creía en los derechos civiles y en la igualdad ante Dios, contestó: “Creo que todo hombre tiene derecho a beber la misma agua. Creo en lo que creen ustedes”. Y a continuación señaló el distintivo del OPCR y preguntó si tenían uno para él. Otro atleta norteamericano le dio el suyo. Smith y Carlos se preguntaban de dónde había salido ese blanquito que pensaba más en lo que estaban por hacer que en su medalla de plata. En el revuelo descubrieron que se les había perdido un par de guantes. “Que cada uno use uno”, sugirió con practicidad Norman. Desde el podio no pudieron apreciar del todo lo que pasaba en las tribunas: el estadio entero en silencio cuando, con los primeros compases del himno, Smith y Carlos alzaron su puño enguantado.
Ambos fueron desafectados y expulsados de la Villa Olímpica en cuanto bajaron del podio (al atleta que le dio el distintivo a Norman también lo suspendieron). Apenas volvieron a casa empezaron los problemas. Uno de ellos terminó lavando autos en Texas, el otro cargando bolsas en el puerto de Nueva York. Les escribían insultos en la puerta de sus casas, cada noche sonaba el teléfono con amenazas anónimas. Debieron pasar más de diez años hasta que pudieron volver al mundo del atletismo, ya como entrenadores, y después como portavoces de la igualdad en el deporte.
Para Norman fue peor. En Australia, las minorías raciales sufrían una forma más silenciosa pero igual de cruel de discriminación (en el censo nacional de 1968 se contaron las ovejas pero no los aborígenes). Expresar apoyo a la equidad racial fue condenarse al ostracismo. No sólo se le hizo difícil seguir corriendo; tampoco conseguía quién le diera trabajo. Repetidas veces lo invitaron a pedir perdón por el episodio de México, pero él se negó, y siguió entrenando por las suyas y logrando tiempos superiores a sus rivales. En los cuatro años siguientes batió trece veces la marca de calificación en los 200 metros para ir a las Olimpíadas de Munich en 1972, pero no lo convocaron al equipo nacional y, por primera vez en la historia de los Juegos, Australia no tuvo sprinter en las finales de 100 y 200 metros. Norman intentó dedicarse al fútbol australiano profesional pero una lesión en el tendón de Aquiles lo puso al borde de perder la pierna por gangrena. Se hizo adicto a los calmantes que le recetaban, luego alcohólico, luego se recuperó y empezó a militar en el sindicalismo y trabajar en una carnicería. Usaba su medalla olímpica para trabar la puerta de su departamento.
Cuando se anunció que Australia organizaría los Juegos en el 2000, se ilusionó con que lo incluyeran en los festejos. Los organizadores de Sydney invitaron a todos los medallistas olímpicos australianos a desfilar el día de la inauguración, pero a Norman no sólo lo excluyeron del desfile: ni siquiera le mandaron entradas para ir al estadio. Era el mejor velocista de la historia australiana pero no existía. Incluso en la estatua que se había erigido en el campus de San José, California, conmemorando aquel podio de México 68, el segundo lugar estaba vacío.
Murió sin que nadie le pidiera perdón, el 9 de octubre de 2006. Los ya sexagenarios Smith y Carlos viajaron hasta Melbourne y llevaron el féretro en el funeral. La banda que acompañaba el cortejo tocaba “Carrozas de fuego”. El sobrino de Norman, Matt, había hecho un documental sobre su tío: no consiguió financiación en su país, pero logró terminarla igual. Después de colarla en el circuito de festivales y cosechar media docena de premios, el Comité Olímpico declaró el 9 de octubre Día Mundial del Atletismo. La marca de 20.07 sigue sin ser superada en Australia hasta el día de hoy. Ningún otro record en el atletismo mundial ha durado tanto.
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