sábado, 27 de diciembre de 2014
A propósito del escándalo de la CIA
Por Claudia Cinatti
En el informe del Comité de Inteligencia del Senado norteamericano sobre el programa de interrogatorios de la CIA, aparecen con insistencia los nombres de Grayson Swigert y Hammond Dunbar, seudónimos de los psicólogos James Mitchell y Bruce Jessen. Estos psicólogos, que trabajaban para otras unidades militares, fueron contratados por la CIA en 2001 para colaborar en la “guerra contra el terrorismo”, por una suma millonaria de 180 millones de dólares, de los cuales ya se embolsaron unos 80 millones.
Aunque el escándalo estalló ahora, la complicidad de la American Psychological Association (APA) con la CIA y otras agencias de seguridad nacional se conoce desde hace años. En 2005, la entidad encomendó a un grupo especial hacer un informe sobre Ética Psicológica y Seguridad Nacional. La investigación concluyó que “participar en roles consultivos en procesos de interrogación y recolección de información para propósitos relacionados con la seguridad nacional es consistente con el Código de Ética de la APA, dado que los psicólogos tienen una larga tradición de desempeño en instituciones penitenciarias”.
La APA se transformó así en la única asociación de profesionales de salud mental de Estados Unidos que autorizaba a sus miembros a participar de interrogatorios, y por lo tanto la única contratada por la CIA, el Pentágono y otras agencias vinculadas a la guerra contra el terrorismo. La American Psychiatric Association no autoriza a sus miembros a participar oficialmente de esta tarea.
Esto fue denunciado en una carta pública firmada por una gran cantidad de psicólogos en junio de 2007, después que saliera a la luz la colaboración de psicólogos en las cárceles de Guantánamo, Afgasnistán e Irak.
Estos psicólogos torturadores se basaron en la teoría de la “indefensión adquirida” (Learned Helplessness) un concepto formulado a fines de la década de 1960 por Martin Seligman y S. Maier, a partir de un resultado accidental surgido de la observación del comportamiento animal en un experimento de condicionamiento tradicional (perros sometidos a shock eléctrico luego de una señal sonora). Lo novedoso de este hallazgo no era el condicionamiento, que ya hacía tiempo era el centro de las teorías conductistas o reflexológicas, sino que el estado de impotencia también es aprendido a partir de la experiencia de perder el control sobre el estímulo, lo que lleva a una situación de aceptación pasiva. Este concepto saltó del campo animal al humano para explicar sobre todo la depresión.
Es sabido que la clave del interrogador es quebrar la voluntad del interrogado y someterlo absolutamente. La tortura en este caso actuaba como condicionamiento para lograr una conducta de colaboración. Esta técnica de reducción de la voluntad es la clave de los campos de concentración y, en muchos casos, de las prisiones.
Lamentablemente, la colaboración de quienes tienen algún saber sobre la subjetividad con torturadores, dictaduras y regímenes totalitarios, no es nueva. El caso trae inevitablemente el recuerdo de Amílcar Lobo, miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Rio de Janeiro, que en la década de 1970 integró equipos de torturadores de presos políticos. El caso fue denunciado por Voz Operaria y tomó estado público internacional por una nota enviada a la revista argentina Cuestionamos.
Esto no es casualidad. En el campo de las disciplinas que investigan el comportamiento humano es donde surgen no solo teorías que contribuyen a liberar a la subjetividad de sus ataduras, sino también técnicas de control social al servicio del orden establecido.
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