viernes, 5 de junio de 2015

Morir por unas ideas


Por Ignasi Franch

Josetxo Ezcurra

El documental The universal clock se abre con la siguiente cita: “Hacer una película es un acto social, un acto político, un acto humano de trabajo, amor y comunicación”. La frase se debe al realizador británico Peter Watkins (The war game), y afirma algunos de los fundamentos principales de su obra. Referente de creador cinematográfico consciente y comprometido, Watkins es el responsable de títulos como Punish­ment Park, un peculiar ejemplo de reportaje ficticio que traslada la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos a un futuro distópico. En su camino creativo y discursivo, el director ha ido alejándose de los formatos estandarizados. Lo evidencia La Comuna (París, 1871), un tour de force artístico rodado en 1999 y recientemente editado en formato DVD. 
La Comuna (París, 1871) es una rareza no sólo por su duración (cercana a las seis horas), sino también por su mismo planteamiento narrativo y metodológico. 
Watkins vuelve a usar el recurso del falso reportaje. En plena guerra francesa contra Prusia, Francia se desdoblaba en dos gobiernos: uno, ubicado en la capital y emanado de la milicia ciudadana, se resistía a capitular y promulgaba un programa revolucionario; otro, localizado en Versa­lles, pactaba una paz que pasaba por aplastar a la resistencia. En el filme, dos televisiones cubren la proclamación y caída del Gobierno comunal desde perspectivas ideológicas opues­tas. Desde el primer momento, queda clara la naturaleza del juego: aborda el pasado histórico, el presente y la naturaleza de los medios de comunicación de masas.
Para encarnar a los personajes, desde ­líderes políticos hasta ciudadanos anónimos, el cineasta contó con más de 200 actores, profesionales y no profesionales: tras documentarse, cada uno de ellos modeló su interpretación y sus diálogos en un proceso colectivo. Crítico del lenguaje cinematográfico predominante, del bombardeo de imágenes violentas montadas a una velocidad que dificulta la reflexión, Watkins rodó largos planos secuencia comentados por abundantes intertítulos. Algunos incorporan explicaciones históricas que complementan lo mostrado; otros son apuntes personalísimos sobre lo que se está viendo, sobre la historia o sobre la realidad contemporánea.

Película (casi) imposible El autor da más importancia a las promulgaciones de leyes y a los debates que a las batallas. Vuelve a mostrar su interés por la sociología y la intrahistoria al tratar el trabajo femenino, la insalubridad de los hogares o la educación religiosa. Y, finalmente, permite que fluya una polifonía auténtica. 
Los actores abandonan a sus personajes para hablar de la Unión Europea del capital, del pensamiento único en materia económica. En el último tercio, la película se convierte en un ágora, en una asamblea que acompaña el relato de la derrota comunal y de la posterior masacre, materializada en decenas de miles de ejecuciones o destierros. En su excepcionalidad, el filme recalca implícitamente las limitaciones de la lingua franca de Hollywood, de esa “monoforma” casi totalitaria que ataca el británico. Watkins responde con un gesto casi utópico de diálogo coral. Y con un pensamiento crítico que se manifiesta, también, en el cuestionamiento del Gobier­no revolucionario, de sus tendencias androcéntricas, de su descoordinación con derivas autoritarias tardías. Como sucedía en Punishment Park, el talante reflexivo se materializa de forma infrecuentemente agitada. Y es que La Comuna (París, 1871) es una propuesta tremendamente intensa, en ocasiones casi insoportable: se suceden las frases espetadas a la cámara con esperanza, con desesperación o con ira, pero siempre revulsivas. Porque reclaman, porque exigen, una sociedad mejor.


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