lunes, 15 de junio de 2015
Gobiernos de Guatemala, Honduras y Perú, asediados por crecientes protestas sociales
Rebelión
Por Ollantay Itzamná
Copinh denuncia hostigamiento a defensores de territorio en Río Blanco, Intibucá
Estos tres países, cultural y demográficamente diferentes, con 194 años de vida republicana (sin independencia alguna), viven casi la misma coyuntura sociopolítica que hunde sus raíces en males estructurales de antaño compartidos.
Países con sociedades poco o nada integradas. Donde cohabitan pueblos culturalmente diferentes sin encontrarse entre sí. Sin mayor identidad nacional (más allá de las emotivas fiestas patrias), sin mayor tradición de derechos consolidados. Con agobiantes desigualdades sociales, donde las grandes mayorías ni tardíamente accedieron a la modernidad.
Eso sí: con un acumulado y recargado sistema neoliberal que despoja y expulsa poblaciones enteras de sus territorios, dejando tras de sí, no sólo pasivos/destrozos ambientales, sino descontento social creciente y crepitantes ejércitos de empobrecidos. Con un estridente coro mediático (que cobra más por lo que calla que por lo que dice) que intenta aislar a dichas poblaciones de los “perversos vientos” antihegemónicos del Sur.
En estos países, las élites gobernantes hicieron de la corrupción una regla general en la administración pública, y la honradez, una honrosa excepción. La defensa de derechos es un peligroso atrevimiento castigado con el encierro o entierro. En Guatemala y Honduras, abogados y periodistas veraces están conminados a andar con el testamento bajo el brazo, y confesados.
Desde hace algunas semanas atrás, desde Arequipa (Perú), Tegucigalpa (Honduras) y Guatemala ciudad, indignados rurales y urbanos sacuden a sus gobernantes repudiándolos por “corruptos” y “serviles a las corporaciones extranjeras”.
En el caso peruano, específicamente en el conflicto socioambiental activado por la empresa cuprífera mexicana, en Islay (Arequipa), ya fueron asesinados seis personas (cinco campesinos y un agente policial). Pero, la resistencia y el repudio al gobierno de Ollanta Humala, lejos de desactivarse, crece. Al límite que el ex militar gobernante no puede ingresar a los territorios en conflicto.
En el caso de Guatemala, en las últimas semanas, el descubrimiento de la banda criminal La Línea que operaba desde el corazón político del Estado (Sistema de Superintendencia Tributaria), dirigido nada menos que por el prófugo secretario privado de la Vicepresidenta obligó a ésta a renunciar (por presión de la Embajada de los EEUU y la protesta social), y, ahora, la ciudadanía movilizada in crecendo exige la renuncia del gobernante ex militar Otto Pérez Molina. Ampliándose dicha demanda espontánea a: “Que se vayan todos”.
Honduras, vive situación similar. Luego que la prensa crítica mostrara evidencias documentadas sobre el financiamiento que habría recibido el actual partido político en función de gobierno para ganar las elecciones pasadas, nada menos que de los millonarios fondos desviados del Instituto Hondureño de Seguridad Social, la población también toma las calles exigiendo la renuncia del Presidente Juan Orlando Hernández, quién aún no pudo limpiarle el rostro a la clase política golpista.
No se sabe a ciencia cierta sobre la configuración de los escenarios sociopolíticos a corto plazo. Pero, lo cierto es que, sectores sociales de estos tres países comenzaron a perder el miedo instaurado o instalado en las estructuras psicológicas (individuales y colectivas) durante la guerra antisubversiva de baja o alta intensidad del siglo pasado.
En el caso peruano, antes de las movilizaciones nativas en la Amazonía, en 2010, en contra de proyectos petroleros, y de la permanente resistencia de indígenas quechuas en Cajamarca (contra la mina Conga), en los últimos años, el sistema extractivista corporativo operaba sin mayor resistencia visible. Ahora, se suma la resistencia social en Islay.
En Honduras, la incomodidad emotiva se activó en los sectores populares con el Golpe de Estado, junio del 2009. Pero, aquella emoción compartida que articuló al Frente Nacional de Resistencia Popular fue desactivada/disciplinada por políticos de tradición liberal, ahora, aglutinados en el partido político Libertad y Refundación, LibRe (segunda fuerza electoral). Y esta fuerza electoral, con su base social casi inactiva, quien exige la renuncia del actual gobernante deficitario de popularidad.
En Guatemala, los Acuerdos de Paz (1996) desmovilizó a los movimientos sociales y los convirtió en ONGs. Así el sistema neoliberal se impuso sin mayor resistencia, aunque las comunidades indígenas y campesinas nunca se resignaron ante el triunfo neoliberal. Pero, los casos de corrupción en la recaudación tributaria, al parecer, colmó la paciencia de citadinos y rurales.
En ninguno de estos tres países existe un dirigente o una ideología definida que esté detrás de las movilizaciones crecientes. Son vecinos rurales o urbanos que se movilizan aglutinados alrededor de intereses comunes, o al sentir que un “enemigo interno” compartido les roba.
Estos movimientos destituyentes no pasan aún de exigir la renuncia de sus gobernantes corruptos que en otros tiempos los eligieron. Aún no se vislumbran propuestas constituyentes sólidas. El sujeto colectivo movilizado es aún muy amorfo, aglutinado por emociones o sentimientos compartidos que por propuestas concertadas.
El rechazo a la neoliberal democracia representativa excluyente y corrupta es evidente. Como evidente es el rechazo al sistema económico neoliberal de la muerte que despoja a los pueblos. Pero, de allí no se puede concluir que el problema es sólo el sistema político (electoral), ni tampoco sólo el sistema económico neoliberal.
En estos y otros países con estados corroídos y privatizados el asunto es estatal y societal. Los estados nacionales, inexistentes para amplios sectores de las poblaciones, han colapsado como entidades garantes de derechos y libertades. Las sociedades, por el individualismo metodológico neoliberal, se han desintegrado, incluso en lo poco que habían avanzado. Por tanto, urge procesos amplios e incluyentes para articular nuevos consensos sociopolíticos, y así emprender el inevitable camino de la construcción de nuevos estados y nuevas sociedades, sin repetir los pecados capitales tradicionales: racismos, clasismos, machismos, especismos, etc., que postergaron a las grandes mayorías en la miseria/exclusión.
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