lunes, 15 de junio de 2015
Más allá del gesto
Por Marta Dillon
Fue la constante y rítmica acumulación de noticias sobre mujeres, las últimas además adolescentes, lo que desencadenó la necesidad de poner en la calle una serie de palabras como un grito: ¡Basta de femicidios! Ese grito cuajó en una consigna: Ni una menos. Ni una mujer menos muerta por ser mujer y haberse atrevido a decir no, no al uso de su cuerpo, no a ser cercada dentro de relaciones violentas, no a que se recorte su participación en la sociedad, la política, los encuentros con amigas, el trabajo o la actividad que ella decida. Puede ser que alguna de las mujeres convertidas en víctimas apenas haya tenido tiempo u oportunidad de expresar ese no, pero la violencia machista, esa que es la base del iceberg cuya punta son los femicidios existe para eso: para aleccionar a las mujeres, para reponerlas en el lugar subalterno frente a la autoridad masculina, frente al acuerdo de que los varones tienen una sexualidad compulsiva y las mujeres deberían cuidarse de provocarlos o pagar las consecuencias; es el intento desesperado por custodiar un orden de dominación que se hace visible cuando siente que tambalea y entonces se impone con violencia. Se hace visible cuando las mujeres reclaman soberanía sobre sus cuerpos, sus vidas, sus relaciones y sus logros y entonces quienes desde siempre detentaron privilegios –conscientes o no de ellos– temen perderlos y aplican su propia lógica de poder: la reducción de la autoestima, la descalificación, el acoso sexual sea en la calle o en cualquier otro lugar donde las mujeres se desenvuelven y se relacionan con otros, los golpes, hasta la muerte. Cuando se habla de violencia contra las mujeres se habla de esto, no es posible convencer a los violentos de que no peguen porque esa mujer a la que lastiman es también madre, hermana, hija o esposa. Eso es casi lo mismo que pedir que no se dañe lo que te pertenece o podría pertenecerte, o le pertenece a otro varón y por lo tanto es intocable. Es, además, decir que las mujeres existen y sus vidas tienen sentido en relación a otros, por el trabajo no remunerado que realizan y que se supone que es parte de su esencia porque ellas tienen el don incondicional de amar a los otros cuando ese trabajo es el que sostiene cualquier sistema económico. No hay tal cosa como esencia femenina, ni instinto materno, ni ninguna propensión natural hacia el deseo de ser una princesa atrapada en una torre esperando que un caballero la rescate. Todas estas cosas son construcciones culturales que le han servido a unos y han organizado la dominación de las otras. Es la forma en que se educa a las nenas, en la sumisión y el convencimiento de que deben ser dóciles, cerrar las piernas, no jugar al fútbol como machonas. Son construcciones culturales que se refuerzan cada vez que se le pregunta a una nena de cuatro años si tiene novio o a un nene de la misma edad si tiene novia reforzando una heterosexualidad obligatoria para todos y todas que carga de vergüenza o que implica dosis altas de rebeldía y autoafirmación para poder modificarse. ¿Cuántas de estas cosas entran cuando se enuncia la consigna Ni una menos? Ese es el desafío, cargar de sentido lo que aparece a simple vista como una afirmación por la vida de las mujeres en la que nadie puede estar en desacuerdo y por eso la multiplicación de imágenes con el cartel que dibuja la frase y que obnubila la cantidad de sentidos que están detrás de la demanda por el fin de la violencia machista, de la cultura machista. Esa que sobre escribe su propio guión para tapar las voces de las mujeres que denuncian, que dicen basta, que piden ayuda y muchas veces no la consiguen porque ahí están las frases hechas para devolverla al disciplinamiento: que tienen que pensar en su familia, que él está nervioso por los problemas cotidianos la pérdida del lugar social del único proveedor está en la base de esos nervios, que los problemas de pareja se arreglan entre cuatro paredes o en la cama. Cuando el miércoles miles de personas pongan el cuerpo en la calle también será necesario poner palabras, otras palabras que sirvan no sólo para poner el grito en la plaza pública en contra de los femicidios si no para empoderar a todas las que quieren una vida autónoma y libre de violencia. Si algo puede transformarse después de la concentración del 3 de junio es porque se habrá puesto en la agenda pública, con la fuerza de una presencia masiva y diversa en la calle, que es necesario delatar los mecanismos de un sistema patriarcal que ya no se resiste pero que se defiende de la decadencia a golpes de puño. Que es necesario revalorizar las voces de las mujeres que resisten, escuchar lo que dicen, privilegiar sus decisiones autónomas con el acompañamiento del Estado y también de cada uno y cada una que si antes miraba para el costado ahora tiene que saber que no puede hacerlo más. Y que la libertad de unas abre espacios para todos. El desafío es correrse del gesto y poner palabra y acción ahí donde antes había indiferencia. Fortalecer las herramientas que se han creado en los últimos años –en materia de educación, en los grupos de mujeres que reflexionan sobre sus vidas o activan para generar horizontes mejores, en materia de leyes y de asistencia– y reconocer las propias prácticas. Nos importan las muertes de las mujeres, pero sobre todo nos importan sus vidas, sus trayectorias, sus historias, sus voces. Importan vivas, libres y autónomas.
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