viernes, 12 de septiembre de 2014

Ellos ya lo han conseguido



Por Alejandro Fernández

Hace ahora algunos años, ante el cuerpo sin vida del Hermano Jaime O,Leary, el Padre Juanito Donahue se me acercó en la Iglesia de las Mercedes y me sacó de mi ensimismamiento. “El sí… ya lo consiguió”. Solo eso me dijo, mientras esbozaba una de esas sonrisas suyas beatíficas que uno no podía rebatir. Juanito presentía que yo había querido a aquel jesuita como a ninguno y fue su manera de consolarme ante su partida. Le devolví la sonrisa y nos fundimos en un abrazo. Ni siquiera le pregunté nunca qué quiso decirme exactamente con aquella frase. Juanito no era un hombre de palabras ampulosas ni de formulaciones precisas. Pero supongo que su propósito era expresar que el Hermano Jaime había conseguido llegar al final de sus días haciendo de su vida entera una parábola del evangelio. Una carrera de fondo apasionada y apasionante, sembrando vida y confianza a su alrededor,que ni siquiera la muerte era capaz de mancillar.

En esta semana en que el corazón se nos ha resquebrajado a todos con la marcha de dos gigantes humanos, Patricio y Juanito, imposible no dar gracias por haber conocido a estos dos sacerdotes formidables. Vidas tan irrepetibles, que uno tiene la sensación de asistir a los últimos latidos de una generación de leyenda. Siempre he sentido una admiración especial por ese grupo de jesuitas norteamericanos que se vinieron a Honduras en la segunda mitad del siglo XX cuando los departamentos de Yoro y de Colón eran apenas un puñado de aldeas y poblachones, disgregados y alejados de cualquier centro de poder o contrapoder por modesto que se pueda concebir. Como un segundo alumbramiento, dejaron atrás “el país de las oportunidades”y se encarnaron entre estas verdes montañas, recorriendo sus ignotos caminos sin descanso durante décadas, llevando la esperanza a los lugares más recónditos y levantando la dignidad humana de gentes absolutamente orilladas de la historia.

A muchos solo los conocí por referencias, pero aún tuve ocasión de presenciar a Francisco Hogan subirse a un caballo con un cáliz y una patena asomando entre su mochila o a Felipe Pick dar clases prácticas de radiodifusión, ambos con los 80 años sobradamente cumplidos. En todos los casos advertí en ellos una alegría serena. Como aquel hombre tranquilo de John Ford, que tanto les gustaba, y que regresaba a su Irlanda natal para encontrar entre las cosas pequeñas la verdadera dimensión del ser humano.

Tuve el privilegio de acompañar a Padre Patricio en una gira por las aldeas en el mes de noviembre del año 90. Yo tenía 26 años, acababa de llegar a Honduras, y Jaime O Leary me enganchó en ese periplo, sabedor de que era el mejor curso introductorio para mi voluntariado en el INTELO (Instituto Técnico Loyola). Fue un viaje casi iniciático: avanzábamos despacio y dormíamos en pequeñas capillas de lugares donde ningún vestigio de progreso  había llegado y el cura lo hacía una vez al año. Todo un acontecimiento. En una sola semana acumulé infinidad de perplejidades, algunas de las cuales me acompañarán toda la vida. Patricio era capaz en un solo día de abroncar a unas mujeres en público porque el contenido de sus confesiones no eran más que “babosadas”, escuchar con infinita paciencia durante horas las tribulaciones de un anciano afligido por una mala cosecha, interrumpir la consagración de la eucaristía para salir a ofrecerle macanazos a un par de chavalos revoltosos o vestirse de payaso para repartir regalos entre los catequistas y delegados. A su manera, con sus heterodoxias, genialidades y sus desplantes, con sus bajadas de azúcar y sus momentos simpáticos, con su humanidad desbordada y desbordante, la presencia de Patricio Wade por cada aldea era puro evangelio subido en una mula.

Juanito, bien lo conocéis, era otra versión de la locura cristiana, pero no menos arrebatadora. La primera vez que lo vi, yo vivía temporalmente en el Instituto San José. Salía de mi habitación cuando me encontré con un hombremedio fondeado,  atravesado en el camino que conducía de las habitaciones al comedor; se trataba de un sujeto mal aseado y sin camisa que al acercarme me miró con unos ojos dulces como la miel sin salir de su entresueño. Fui a buscar al ministro de la casa, entre divertido y curioso, sin saber qué hacer ante la aparente intrusión de un indigente en nuestros dominios. El indigente era el Padre Juan Donahue, me explicaron, coadjutor de la parroquia de Tocoa, quien, siempre encarnado hasta el extremo con los más desfavorecidos, solía dormir la siesta de esa guisa cuando venía a El Progreso a alguna reunión.

Un cuarto de siglo más tarde dobló en edad al muchacho que entonces yo era. Soy menos impresionable y probablemente peor cristiano de lo que era entonces. Pero guardo en mi corazón como el mayor de los tesoros el rostro de aquellos hombres y mujeres que me mostraron con autenticidad que la vida es más hermosa cuando se entrega a fondo. Entre esos rostros, junto al de otros muchos hondureños de cuna o adopción generosos hasta decir basta, están los del Padre Patricio y los del Padre Juanito. Benditos sean. Ellos ya lo han conseguido.

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