jueves, 5 de septiembre de 2013

Los contertulios y el espectáculo político


Rebelión

Por Alejandro Segura

La escenificación del debate y la tertulia política en televisión ha culminado su mutación a espectáculo en España. Nada nuevo bajo el sol, se trata de un proceso que lleva gestándose durante décadas y conocido -o al menos intuido- en mayor o menor medida por todos; ya se llame uno Guy Debord, Jordi González, Luther Blissett o Perico el de los palotes. Como ya dijera el primero de ellos, "el espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice más que: ´Lo que aparece es lo bueno y lo bueno es lo que aparece´" [1].
En ese proceso de proyección especular de lo político en el espacio público, observamos que, de una forma cada vez más intensa, la lógica del debate político aparece atravesada por la lógica del sistema mediático [2]. Entre otras evidencias del fenómeno, un síntoma unívoco es la progresiva colonización de las mesas de debate televisivo por parte de una suerte de perfil de opinador profesional, "experto" en todo, en detrimento del intelectual o del experto especialista en la materia concreta que allí se esté abordando.

Este opinador profesional generalmente se hace llamar periodista, aunque no siempre lo sea; y ocasionalmente analista, aunque no siempre se afane en fundamentar demasiado sus análisis. Con honrosas excepciones, que obviamente las hay, los contertulios del espectáculo político adolecen del más mínimo interés en profundizar o investigar sobre las cuestiones objeto de debate, más allá del hecho que supone el repaso matutino a los titulares de los grandes periódicos de tirada nacional. No cabe duda de que se trata de un desinterés interesado, no les pagan para pensar, de hecho si lo hacen y se animan a verbalizarlo es probable que dejen de pagarles. En el sueldo lo que va es enfundarse el disfraz de periodista, tener las espaldas anchas y sentarse en el plató de turno a representar los intereses definidos en torno a las alianzas estratégicas que establecen los propietarios de sus medios con el poder político y económico establecido. Y es así como este perfil de profesional mediático integra la configuración de una red de opinadores cuyo papel es capital a la hora de articular cierto consenso social en torno al orden político establecido [3]. A base de repetir cuatro nociones cliché destinadas a conectar emocionalmente con el espectador -frases e ideas no por manidas menos efectistas- estos actores ganan el pan de sus hijos.

Se podría pensar que con semejante programa de entrenamiento -en el que la puesta en práctica de facultades cognitivas de orden superior: tales como la capacidad de abstracción, el despliegue argumental o el sentido crítico brillan por su ausencia- el potencial intelectual de nuestros protagonistas podría haber quedado debilitado, pero no es el caso. La razón de esto es muy sencilla. Pasando por alto el hecho señalado de que para "opositar" a estos puestos la exigencia de partida no es precisamente ser un paladín de la reflexión, resulta que este modus operandi responde a una estrategia intencionada y definida. Intencionada por grupos de presión -lobbies- y definida por fundaciones de estudio ocupadas en analizar la estrategia en comunicación política -think tanks-. A este respecto, encontramos como la ideología neoliberal ha formado un tándem perfecto con la derecha más reaccionaria y ha encontrado un filón en la gestión de emociones asociadas a la moral conservadora como recurso para la disposición de escenarios favorables a la aplicación de sus políticas. Este sector ideológico ha sabido desplegar e ir imponiendo de manera insidiosa el marco de referencia en el que actualmente se desarrolla el lenguaje político capaz de movilizar al mayor porcentaje de población, arrastrando incluso al debate dentro de los parámetros de ese marco a otros sectores más progresistas [4].

Las tertulia política en la televisión actual es fiel reflejo de lo expresado en el párrafo anterior. Cada vez más es posible entretenerse zapeando por una diversidad de canales más amplia, sin embargo, paradójicamente los rostros de los personajes que se verán sentados en las mesas de los programas de tertulia política serán los mismos una y otra vez, independientemente de la cadena. Como si del sistema laboral de turnos de una gran empresa de seguridad se tratara, los centinelas de la opinión pública alternan entre sus distintas franquicias para velar por el formateo de las mentes. Si se piensa, esta especie de endogamia es también uno de los efectos de una industria mediática que, al mismo tiempo que expande sus redes, concentra la propiedad de sus medios de producción [5]. Y como señalábamos antes, la práctica de la comunicación política se ve en buena medida determinada por los criterios estéticos y mercantiles propios de esa industria.

En la sociedad del espectáculo lo que se proyecta en los medios se constituye como la parte de la realidad que queda legitimada públicamente. El teatro de la televisión se presenta como simulacro de lo que sucede en la taberna o en la calle cuando se habla de asuntos políticos, interpelando así a un universo emocional compartido al que el espectador acude para identificarse a sí mismo. Sucede, no obstante, que el simulacro no solo se limita a "recoger" la realidad social, sino que también la suscita en la medida en que sutilmente encuadra las cuestiones políticas en un marco de debate que retorna a la calle y a la taberna.

Se trata este de un proceso generador en el que, como venimos sugiriendo, la gestión de las emociones adquiere un papel nuclear. Los avances de la neurociencia están poniendo de manifiesto como construimos y aprehendemos argumentaciones sobre resortes emocionales allí donde creíamos que imperaban exclusivamente procesos de carácter lógico-racional [6]. Desde esta perspectiva podríamos considerar que incluso el cerebro político es un cerebro emocional [7]. El contertulio tipo que nos ocupa no es ajeno a este descubrimiento, ni lo es tampoco el sistema mediático industrial que los acoge en su seno. La táctica del agitador emocional se ha demostrado muy eficiente desde el punto de vista de la acumulación de audiencias, frente a aquellos que aún pretenden articular discursos algo más sustanciosos e instructivos para la ciudadanía. Se dibuja así un tablero de un juego definido por el marco de un lenguaje político emocional en el que estos últimos tienen todas las de perder. Para ellos, afanarse con insistencia en desvelar esta dinámica a la audiencia, podría ser una estrategia adecuada para contrarrestar y desplazar los marcos de sentido que imponen los "mercenarios" del plató a sueldo de las perversiones del sistema financiero. Si es que el tinglado se lo permite.

Notas
[1] La sociedad del espectáculo (Debord, 2005, p.45). Valencia: Pre-textos.

[2] Se puede encontrar la idea desarrollada en este párrafo en La política mediatizada (Félix Ortega 2013). Madrid: Alianza.

[3] Uno de los mecanismos de control social identificados por Noam Chomsky y Edward S. Herman en Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media (1988). New York: Pantheon Books.

[4] Tesis expresada por el neurolingüísta especializado en lenguaje político, George Lakoff en Moral Politics: How Conservatives and Liberals Think. Second Edition (2004). Chicago: University of Chicago Press.

[5] Una profusa fundamentación de esta circunstancia puede encontrarse en la obra del sociólogo Manuel Castells, Comunicación y Poder (2009). Madrid: Alianza.

[6] A este respecto es interesante consultar el trabajo del neurobiólogo Antonio Damasio, En busca de Spinoza: neurobiología de la emoción y los sentimientos (2005). Barcelona: Crítica.

[7] Idea base sostenida por el profesor de psicología Drew Westen en The Political Brain: The Role of Emotion in Deciding the Fate of the Nation (2007). PublicAffairs : New York.

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