La Marea
Por Alba Mareca
Parlament de Catalunya. Foto: Job Vermeulen
Las organizaciones políticas, los espacios de militancia y las instituciones no escapan de conductas machistas para las que muchas veces no existe una respuesta interna adecuada.
Hablar de #MeToo ya no conduce únicamente a pensar en la industria del cine. Desde hace tres años, como por goteo –incesante, eso sí–, las mujeres de múltiples ámbitos y sectores hacen públicas situaciones pasadas y presentes de acoso y agresiones sexuales por parte de sus pares y jefes hombres. Desde esta semana, el parlamento de Dinamarca se enfrenta a lo que los medios de comunicación han llamado el me too danés: una lista de acusaciones contra diputados varones firmada por 322 mujeres de la esfera política y empleadas de esta institución. En ella dan cuenta de conductas que van desde la intimidación hasta la violación que serán investigadas por un equipo externo de profesionales, según ha explicado la primera ministra de este país, Mette Frederiksen.
Ya ha quedado claro: la misoginia no escapa de casi ningún espacio –según los últimos datos del Ministerio de Igualdad, una de cada dos mujeres ha sufrido algún tipo de violencia machista en España–. En los últimos días, no hacía falta mirar a Dinamarca para encontrar denuncias por situaciones de violencia machista dentro de la militancia política. El lunes, la CUP reconocía que «se dan casos de agresiones en el seno de la organización» porque tampoco son «ajenos al patriarcado». Lo hacía tras la publicación –en el diario Ara– de informaciones que atribuyen dos denuncias internas por un caso de abuso y otro de agresión sexual al exdiputado en el Parlament catalán Quim Arrufat en el momento en el que abandonó la formación, en abril de 2019. Arrufat lo ha desmentido en sus redes sociales a través de un vídeo.
También el pasado lunes, la ejecutiva de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) cerró sin ninguna sanción el expediente al ex consejero de Asuntos Exteriores Alfred Bosch por encubrir un presunto caso de acoso sexual en su departamento. Bosch dimitió el pasado marzo tras una acusación de acoso contra su ex jefe de gabinete, Carles Garcías, que tendrá vetada la militancia en la organización.
Dos anuncios recientes que apuntan a dos cuestiones: por un lado, la necesidad de protocolos internos frente a este tipo de situaciones en las organizaciones –tanto la CUP como ERC tienen uno, aunque no es lo habitual– y, por otro, el requisito indispensable de que estos ofrezcan una respuesta adecuada y determinadas garantías para las víctimas, como un acompañamiento apropiado.
«Los protocolos deben ser capaces de hacer un buen diagnóstico de la situación real para acompañar a la situación que queremos tener», decía en su cuenta de Twitter la abogada penalista Carla Vall a raíz de las noticias sobre Arrufat. Y añadía que «no se puede seguir jugando con las vidas de las personas (y esto vale para víctimas y para agresores)».
Sin estas últimas condiciones, las expertas feministas consideran que los reglamentos de este tipo solo conducen a esconder los casos, revictimizar a las mujeres o mostrar una sensación de impunidad ante lo que es un problema estructural, que se perpetúa incluso por parte de formaciones que se declaran feministas.
¿Para qué sirven los protocolos?
Júlia Humet, abogada especializada en derecho penal, derecho civil y de familia y miembro de Dones Jurístes, explica que los protocolos internos de las organizaciones en cuanto a violencias machistas deben servir como complemento a una vía judicial a la que no siempre se acude, pero a la que no pueden pretender sustituir. Algo que sí deben resolver es todo aquello que pueda necesitar la víctima, ya sea asistencia económica o un acompañamiento psicológico o judicial que, para Humet, es importante de cara a enfrentarse a un procedimiento por la vía legal.
Si no se hace nada por reparar lo que le ha sucedido, el resultado es evidente: muchas políticas acaban dejando la militancia. Tal y como señala Humet, «en este tipo de organizaciones, las personas coinciden mucho, así que para evitar determinadas situaciones muchas mujeres se acaban retirando«. Además, «si perciben que el partido no les hace caso porque la vía interna va muy lenta, a menudo su respuesta es dejar de militar», añade.
«Hay que ver qué necesita la víctima e iniciar un proceso reparador para ella. Hay que tomar medidas del tipo que sea y en función de la gravedad», resume la abogada. Se puede decidir la expulsión del denunciado, pero también existe la posibilidad de hacer terapias o formaciones. Precisamente, esta herramienta ya se ha utilizado en instituciones como el Parlamento europeo, aunque sin éxito. Hace dos años, la dirección de Recursos Humanos de la Eurocámara ofreció un curso voluntario contra el acoso sexual y laboral que formaba parte de un plan piloto y al que solo acudieron 21 de los 751 eurodiputados.
En la misma línea que Humet, la profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Extremadura Silvia Soriano incide en que «si se piensa que los hechos son constitutivos de delito, se debe comenzar el trámite oportuno». En todo caso, Júlia Humet reconoce que «tratar con víctimas y con situaciones de violencia machista es estos espacios es muy complicado». Por eso, considera que se necesita el apoyo de personas expertas y ajenas a la organización. La abogada incide en que uno de los principales fallos de este tipo de protocolos es, precisamente, que «muchas veces son militantes de la organización quienes se encargan de gestionarlo».
El acoso a mujeres en la política como una forma específica de violencia de género
Pese a todo, lo habitual ni siquiera es contar con un plan frente al acoso de este tipo. «Los partidos mayoritarios a nivel estatal no tienen protocolos y es algo que no se ha trabajado mucho en España», lamenta Soriano, autora del artículo académico Violencia y acoso en el ámbito político como forma específica de violencia contra las mujeres. La profesora incide, además, en que hay jerarquías de protección entre las propias víctimas: las mujeres que trabajan en el ámbito municipal tienen una mayor desprotección –y menos visibilidad a la hora de denunciar públicamente– que las que pertenecen a grupos autónomicos o estatales. De la misma forma, tampoco hay una única forma de violencia y sus manifestaciones pueden ir desde «no darles los mismos espacios o no escucharlas de la misma manera que a los hombres» –en palabras de Soriano– hasta casos más graves de agresión física o sexual.
En su análisis, la profesora de la Universidad de Extremadura plantea cómo muchas de las mujeres que acceden a la esfera política no permanecen ahí mucho tiempo –o, al menos, menos tiempo que los hombres– por la violencia que reciben: de personas anónimas y externas pero también dentro de sus propias organizaciones. Un enfoque que va más allá de la reivindicación de la paridad «en la que muchas veces nos perdemos», dice Soriano.
Los avances en este sentido son lentos: las Cortes Generales han aprobado un Plan de Igualdad este mismo año que incluye líneas de acción contra el acoso sexual en el Senado y el Congreso de los Diputados que hasta la fecha no quedaban ni siquiera recogidas en ningún documento. Según se expone en el propio plan, el 70% de las mujeres encuestadas para la elaboración de esta normativa señalaron que no sabrían a quién dirigirse en caso de sufrir acoso sexual.
Frente a estas carencias, Silvia Soriano propone mirar lo que se está haciendo en otros lugares y, en concreto, en América Latina. Como ejemplo, menciona la Asociación de Concejalas de Bolivia (ACOBOL), que ya en el año 2000 acotó la idea de violencia y acoso político hacia las mujeres, que tiene como objetivo la limitación en la participación política de estas. Tras el impulso que dio al asunto ACOBOL, en Bolivia se aprobó una ley específica que clasifica la violencia en este tipo de espacios como una forma más de violencia de género.
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