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Por David Torres
Este artículo plantea que habría que preguntarles a los cientos de miles de cadáveres, a los ejércitos de niños huérfanos y a los esclavos subastados en la costa libia quién de los dos candidatos representa un peligro mayor para la paz mundial.
Hay un detalle que llama mucho la atención en casi todas las fotos que van apareciendo del flamante presidente electo, Joe Biden: los dientes. Son unos dientes blanquísimos, deslumbrantes, espléndidos, una guardia de honor compuesta de incisivos y colmillos irreprochables que hacen sospechar una estructura de molares igualmente espectacular. Lógicamente, un armazón dental tan imponente en un hombre que roza ya los ochenta es un milagro, en concreto, un milagro de la odontología, mucho más discreto y razonable que el peluquín anaranjado de Trump, que parece recién arrancado a una nutria. Sin embargo, las diferencias entre dentadura y cabellera no deberían hacernos olvidar el parecido esencial entre ambos candidatos, un mínimo común denominador de falsedad evidenciado en trolas, infundios y postizos.
Aparte de la peluca, el rasgo más llamativo de Donald Trump es que se trata de un mentiroso del método, un embustero que exagera y sobreactúa la mendacidad hasta el punto de que hubo que inventar una categoría semántica exclusivamente nueva para él: la posverdad, las fake news, que en realidad no son más que las paparruchas de toda la vida. En política la paparrucha se ha utilizado por lo menos desde los tiempos de Nerón, del que ahora se sabe que ni incendió Roma ni culpó a los cristianos por incendiarla ni ordenó que los persiguieran, aunque sería fabuloso imaginar qué no habría hecho un emperador romano con una cuenta de twitter a su disposición. Sin embargo, ¿qué otra cosa fueron las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein sino la posverdad más gorda de nuestra época? ¿Qué paparrucha de entre el montón que ha soltado Trump en cuatro años puede compararse con la promesa de Obama de cerrar Guantánamo?
El problema es que Donald Tump es tan voceras y tan botarate que no engaña a nadie. Al menos, a nadie con un dedo de frente. Sus exabruptos y barbaridades recuerdan aquellos versos de Antonio Machado: «Cuando dos gitanos hablan / ya es la mentira inocente: / se mienten mas no se engañan». La verdad es que durante los cuatro años de su mandato Trump ha arremetido irresponsablemente contra evidencias científicas palmarias como el cambio climático o los peligros de transmisión del coronavirus con la misma ceguera y el mismo entusiasmo analfabeto de los terraplanistas o los enemigos de las vacunas. Ha apoyado sin fisuras el supremacismo blanco, ha alentado el racismo y los abusos en los centros de detención han llegado al punto de que se están investigando casos de esterilizaciones forzosas de mujeres migrantes en Georgia.
Sin embargo, y a pesar de su fama de apocalíptico, Trump también ha sido el único presidente en varias décadas que no ha iniciado una guerra. Lo cual parece un dato anodino para los cheerleaders de Obama, quien recibió un premio Nobel por adelantado poco antes de desestabilizar todo Oriente Medio, bombardear Siria, destruir Libia y promover un golpe de estado en Honduras. Eso sin contar que Obama sigue teniendo el récord de deportaciones entre todos los presidentes estadounidenses. Habría que preguntarles a los cientos de miles de cadáveres, a los ejércitos de niños huérfanos y a los esclavos subastados en la costa libia quién de los dos candidatos representa un peligro mayor para la paz mundial.
Joe Biden, oculto en el rol de vicepresidente, estuvo detrás de todas esas matanzas con su pinta de no engañar a nadie y no haber roto un plato. Como presidente le ha llegado la hora de enseñar los dientes.
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