sábado, 14 de noviembre de 2020

Perdió Trump, Biden no ganó. Es la geopolítica


Cuarto Poder

Por Manolo Monereo 

La propuesta Biden/Harris se ha ido construyendo por oposición, atrapando perfiles de votantes, sumando expectativas sociales y traduciéndolas en votos. Biden-Harris representan lo que Nancy Fraser ha llamado el «neoliberalismo progresista».

Hace cuatro años pronostiqué la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton. Ahora las cosas estaban más claras, quizás demasiado. El desgaste del presidente norteamericano parecía evidente y las encuestas auguraban una victoria nítida de la dupla Biden/Harris. Me ha sorprendido la consistencia y la fuerza del voto republicano. Biden ha sido el candidato más votado de la historia de EE.UU.; el segundo ha sido el candidato Trump. Lo que teníamos delante de nuestros ojos era una enorme polarización y una fortísima movilización que ha ido creciendo día a día. A Trump lo ha derrotado una “coalición negativa”.

El “todos contra el presidente” ha funcionado. ¿Hubiese perdido Trump sin la covid-19? No lo creo. La pandemia ha sido un catalizador que ha activado una amplia oposición cansada de tanta retórica, de tanto negacionismo que contrastaba con una imponente cifra de muertos, de infectados y, sobre todo, que ponía de manifiesto el desastroso, caro e injusto sistema sanitario norteamericano. El aparato del Partido Demócrata ha hecho de esta cuestión el tema central de su campaña; no se equivocaron.

¿Gana Biden? Lo dudo. Una coalición negativa (de eso sabe mucho Donald Trump) es relativamente fácil de ahormar en determinadas circunstancias. La propuesta Biden/Harris se ha ido construyendo por oposición, atrapando perfiles de votantes, sumando expectativas sociales y traduciéndolas en votos.

Trump, como tantos otros populistas de derechas, domina el discurso, la capacidad para definir enemigos y situar como fuerza social a aquellos que cuentan poco o que se sienten marginados de la política. La piedra de toque es gobernar; es decir, diseñar estrategias, alianzas sociales, gestionar la maquinaria del Estado y tener un equipo solvente que dé confianza a la ciudadanía. Trump ha sido demasiadas veces su peor enemigo; ha emitido mensajes contradictorios y sus decisiones han carecido la más de las veces de coherencia. Las memorias de John Bolton dan cuenta de una gestión caprichosa, carente de fundamentos y de una improvisación impropia de un dirigente político. La polarización que tan buenos resultados le ha dado, le ha impedido ampliar consensos; abrió todos los frentes posibles y se equivocó en el fundamental, la pandemia. Aun así, ha conseguido casi la mitad de los votos.

Trump fue la reacción de una Norteamérica profunda que estaba harta del reinado de Obama y de los demócratas, que tenía la sensación de que EE.UU. se estaba quedando atrás frente a una China que le disputaba abiertamente la hegemonía y, era básico, que se sentía en la obligación de defender una identidad político-cultural en peligro. Los datos electorales nos dicen que estas percepciones se han hecho fuertes, han devenido en cultura política y que con Trump o sin él, seguirán estando ahí.

Con Biden/Harris llega al gobierno la derecha del Partido Demócrata. De nuevo, como diría Nancy Fraser, ¿“neoliberalismo progresista” en el poder? Seguramente. Habrá neoliberalismo sin duda; progresismo en los grandes enunciados sobre feminismo, crisis climática y apoyo a las minorías. Los retos son grandes, las expectativas creadas son muchas. El bloque del “no” sumaba muchas cosas, demasiadas; demandas viejas y nuevas, necesidades sociales históricamente insatisfechas, libertades por conquistar y dignidades pisoteadas. Al principio todo será fácil y se cabalgará con el entusiasmo de la victoria. Pronto se tomarán decisiones y se verá el margen de maniobra real en la Cámara de Representantes y en el Senado, no hay que olvidarlo, en momentos de pandemia y de depresión económica, social, político cultural.

No es este el momento de hacer una evaluación de lo que ha sido el gobierno de Donald Trump y sus políticas. El “América primero” fue el intento de situar a la ofensiva a un país en decadencia en un mundo que iniciaba una gran transición geopolítica. China era el enemigo, si no a batir, al menos, frenar. EE.UU. no podía consentir (nunca lo ha consentido) la hegemonía de una potencia enemiga en el hemisferio oriental. En términos militares: repliegue táctico, reducir el frente y acumular fuerza en el punto decisivo. En un primer momento intentó hacer la “jugada Kissinger” al revés; es decir, una alianza, más o menos explícita, con Rusia frente a China. No le fue posible. Constató la enorme habilidad de China para usar en su favor las instituciones y tratados multilaterales creados por los EE.UU. y, a martillazos, la administración Trump fue agrietándolos, cuando no, rompiéndolos sin miramientos. Un tema tan central como la OTAN fue dejado a un lado, los aliados tradicionales fueron maltratados en el marco de una estrategia que tenía como objetivo central Asia y sus enormes desafíos. Ha sido penoso ver a los dirigentes políticos europeos ir detrás de un presidente norteamericano que los trataba con prepotencia y, a veces, con un desprecio rayano en la humillación. Demasiadas ocurrencias, excesivas prisas y decisiones arbitrarias. Eso sí, Israel, Israel siempre al mando.

La otra cara del asunto, la política interna, lo esperado y un poco más. Gobierno al servicio de los ricos, masivas ayudas a las grandes empresas y defensa intransigente de los postulados liberales más rancios. La Reserva Federal inyectando masivamente dinero y el gobierno acumulando deuda. Los datos macroeconómicos antes de la pandemia eran buenos, eso sí, conviviendo con enormes desigualdades, bajos salarios, carencias estructurales de servicios públicos, sobrexplotación de una fuerza de trabajo segmentada territorialmente, por su composición racial y por su género. La retórica nacionalista e industrialista no se vio traducida en políticas concretas y los llamamientos al retorno de empresas o a la reintroducción de las cadenas de valor no encontraron demasiado eco; por cierto, los demócratas llevan propuestas parecidas en su programa electoral.

Asombran las loas a la democracia estadounidense y a su supuesta salvación, Biden. Bastaría tomar nota del sistema electoral y de los juegos de estrategia de las élites para darse cuenta de que se trata de la quintaesencia de un sistema político plutocrático, centralmente antidemocrático y controlado por los grandes poderes económicos, mayoritariamente alineados hoy con la derecha del Partido Demócrata. El asombro se convierte en perplejidad cuando se conjetura que la nueva administración será positiva para las relaciones internacionales, las instituciones multilaterales y para la salud del planeta. Hablar de la supuesta ejemplaridad democrática de EE.UU. no ayuda a entender un mundo que está cambiando radicalmente y que lo hace en contra de su hegemonía, de su, hasta ahora, indiscutible dominio; frente a un orden creado a su imagen y beneficio; tampoco ayuda, paradójicamente, a comprender la reacción de una parte significativa de la población norteamericana que se ha movilizado contra un poder autoritario al servicio de una oligarquía cada vez más rica y omnipotente.

¿Qué cabe esperar de la nueva administración? Habrá, seguramente, una reordenación de prioridades donde lo interno y lo internacional se solaparán en función de intereses del momento. Según algunos medios, estaríamos ante un programa económico y social marcadamente de izquierdas que significaría, en la práctica, una enmienda a la totalidad a la política seguida por Trump. Esto ya lo oímos con Clinton y con Obama. Necesariamente tiene que haber un giro sustancial en el combate contra el virus, importantes inversiones en la sanidad pública y una mayor atención a las enormes desigualdades sociales y territoriales, sin olvidar la cuestión del desempleo que ha crecido mucho con la pandemia.

Los cambios, a mi juicio, vendrán de la política internacional de la nueva administración demócrata. En primer lugar, China será el enemigo a batir, el adversario sistémico (como lo denomina la UE) a contener y derrotar. Para EE.UU. es una cuestión existencial: no consentirán, repito, la hegemonía del viejo imperio en el hemisferio oriental. Hablar de cuestión existencial significa que irán en serio y hasta el final empleando todos sus enormes medios, todas sus capacidades, combinando poder duro y blando, guerras económicas e hibridas, el ciber espacio y la inteligencia artificial. Sin olvidar un asunto no siempre bien subrayado, su desequilibrante superioridad político-militar y geoestratégica. En segundo lugar, la estrategia va a cambiar. Será, por decirlo así, trilateral. EE.UU. sabe que, por sí mismo, no puede ganar esta la guerra y necesita aliados estables. Se trata de construir un bloque alternativo a China-Rusia a nivel mundial sumando a la UE, a Gran Bretaña, a Australia, Japón y Corea del Sur. La condición previa es que, de una y otra forma, los aliados cuenten, sean tomados en consideración e incorporados en las decisiones. Es lo que no supo ver Donald Trump. El territorio es favorable y el señor Borrell, disponible. Es más, Pedro Sánchez, discípulo siempre aventajado, habla ya de construir económica y políticamente un espacio transatlántico más allá de Berlín y de París. La UE quiere ser aliada privilegiada a cambio de renunciar a ser un sujeto político autónomo, un actor internacional con intereses propios y definidos; protagonista de un mundo multipolar en construcción. La Unión Europea parte de una alianza estratégica hegemonizada por los EEUU, Esta es la línea de demarcación decisiva que marcará el futuro de nuestro país.

La OTAN, en tercer lugar, va a ser refundada por enésima vez. Será el eje vertebrador de la estrategia político militar ampliando, aún más, sus zonas de influencia. La llamada Defensa Europea queda así definida: fuerza complementaria y subalterna a la política global de la OTAN; es decir, de EEUU. Por último, en esta estrategia tendrá mucha importancia lo ideológico, la plataforma político-cultural que legitime el discurs

o de esta nueva etapa que se abre. El objetivo explícito será reconstruir el Orden Liberal Internacional frente a las viejas políticas de Donald Trump y el autoritarismo de China y Rusia. La nueva administración retomará viejos temas y viejas consignas en nombre del multilateralismo, el libre comercio y los derechos humanos. La confrontación será sistemática y a nivel global. Veremos la exigencia de derechos humanos en Bielorrusia, en Hong Kong, en China, en Rusia. En paralelo, el retorno a los acuerdos de París, a la OMS y, reservas, renegociar los acuerdos con Irán.

Antes hablé de Nancy Fraser. Como es conocido, ella defendió un populismo progresista frente al populismo reaccionario de Donald Trump. Esto no es lo que ha ganado en EE.UU. Biden-Harris representan lo que la conocida politóloga norteamericana llamó el “neoliberalismo progresista”. Es difícil que el banderín de enganche para el «nuevo consenso transatlántico” sea este término. Vendrá un “liberalismo progresista” que exprese una nueva síntesis y que permita romper con la tradición de la izquierda europea. En medio, una crisis geopolítica de enormes dimensiones, una pandemia que muta en depresión económica, social y psíquica y una sociedad que vive entre el miedo y el resentimiento. El quién gana lo veremos pronto.

Foto de portada: Joe Biden tras su triunfo en las elecciones estadounidenses. /EFE/EPA/ANDREW HARNIK /POOL.

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