Tom Dispatch
Por Tom Engelhardt *
Imagen: Revista Mother Jones.
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Donald Trump nos conocía mejor que nosotros mismos
En 2016, al igual que ahora, fue el candidato del caos. Sí, era un multimillonario (o aspirante a multimillonario o multimillonario endeudado, por no hablar de un mentiroso, un tramposo y un sinvergüenza), pero desde el principio apeló a las fuerzas del orden en Estados Unidos, que también eran, como se ha visto, las fuerzas del caos. Donald Trump entró en el sorteo presidencial por la derecha o, para ser completamente precisos, montado en una escalera mecánica. En otro universo, podría haber entrado por la izquierda y, en cualquier caso, le habría importado un comino.
Después de todo, nunca hubo realmente una izquierda, derecha o centro para el rey de los aprendices. Nunca hubo nada más que la figura imponente conocida como El Donald, el hombre del momento, de cualquier época, pasada, presente o futura. Cualquiera que fuera su posición política, reflejaba una cosa por encima de todo: el caos subyacente y la mala fe de un mundo de riqueza, poder y desigualdad cada vez mayor, un mundo, como sucedió, a la espera de hundirse.
Ahora que está derrotado, cuenten con una cosa: se llevará consigo de este país tanto como pueda. Si se sale con la suya, cuando finalmente decida abandonar el barco, dinero en mano, nos dejará al resto de nosotros en un inmenso acto electoral desenmascarado con la muerte corriendo enloquecida entre nosotros. Desde el principio fue siempre la personificación del caos con rostro anaranjado y cabello amarillo. Ahora, al igual que hizo el Partido Republicano en 2016, este país ha asumido su caos como propio y, a raíz de las recientes elecciones, la pregunta obvia es: ¿Estamos también programados para el ventilador de la historia?
¿Les parezco muy extremado? Más vale que se lo parezca. Estamos en un momento poselectoral estancado de una gravedad anteriormente inimaginable en un país cada vez más excesivamente armado, y cada vez más dividido, que solía conocerse como la “última superpotencia” en el planeta Tierra. Es importante (pero no lo que sería de desear) que ese anciano demócrata centrista, Joe Biden, vaya a asumir la presidencia y, si todo marcha realmente como se espera, se abra paso hacia la futura Casa Blanca. Sin embargo, sin una mayoría en el Senado y con una mayoría reducida en la Cámara de Representantes, sin que los demócratas hayan conseguido tomar una sola legislatura estatal de los republicanos, y con el Estados Unidos de Donald Trump todavía plenamente movilizado y listo para… bueno, quién sabe qué… no anticipen muchas buenas nuevas.
La personificación de la matanza
Desde el principio fue el candidato de la decadencia del imperio estadounidense, aunque pocos lo reconocieron en aquel momento. Aun así, debería haber sido bastante obvio en 2016 –lo fue para mí de todos modos- que su eslogan característico, Make America Great Again, fuera nada menos que una admisión de que esta nación nuestra “excepcional” e “indispensable”, la más grande superpotencia en la historia (o eso les gustaba creer entonces a los políticos de este país), había visto, de hecho, tiempos mejores.
Donald Trump era entonces, y sigue siendo, un pavo real vengativo y fatuo enviado por saber Dios quién para hacer que esa realidad resulte obvia para todos. Así fue, ciertamente, en la franja de la clase trabajadora blanca estadounidense, que decidió abrazar al multimillonario en bancarrota y presentador de realities. En una tierra con una desigualdad ya asombrosa, él era quien iba a devolverles, de alguna manera, su estatus perdido, su sentido perdido del bienestar estadounidense y de un futuro que podrían interiorizar para sus hijos y nietos. Y si no hacía eso por ellos, al menos habría una venganza emocional respecto a todos los detestados poderes fácticos en Washington que, según sentían, habían desmantelado sus vidas.
Su “base”, como se les llegó a conocer en los medios, a la que aborrecía, adoraba y tocaba como si de un acordeón se tratara, abrazó al hombre que, al final, había garantizado que iba a dejarles en la estacada sin el menor remordimiento. En esos años pasaron a ser de su propiedad sus propios aprendices, al igual que el partido político que absorbió también sin pensárselo dos veces.
En lo que respecta a esa base, se convirtió, en cierto modo, en su dios o tal vez en su demonio, y así permanece hoy, incluso en la derrota. Por supuesto, a él no le importará si termina por llevarlos a la bancarrota, los suelta en una zanja o continúa instándoles para futuras manifestaciones que, aunque puedan propagar la muerte, le hacen sentirse cabal, contento y superior a los demás.
Por otro lado, cuando Joe Biden, la definición de un anciano blanco, entre finalmente cojeando en la Oficina Oval, representará un regreso a la normalidad en Washington, la recuperación de los Estados Unidos que fueron. El único problema: los Estados Unidos que fueron, si me disculpan la repetición de un verbo, eran unos Estados Unidos en declive, aunque sus líderes no lo supieran. Era un país que se encaminaba hacia una versión de la desigualdad anteriormente inexistente y, por tanto, hacia una inestabilidad tan grande que antes hubiera sido inimaginable.
¿Quién puede dudar de que el propio Donald Trump fue la personificación del infierno en la Tierra? Era el hombre del saco que salía del armario. Fue un marchante satánico (cada transacción, por definición, era solo para su único beneficio). Fue lo que este país vomitó desde lo más profundo de sus perturbadas entrañas como presidente particularmente simbólico. Desde el momento en que pronunció su discurso inaugural el 20 de enero, sería también la personificación de la matanza.
Y sí, si me pinchan un poco más, créanme que podría seguir. Captan la deriva, ¿verdad?
Aún así, denle a Donald Trump el crédito que se merece. Sin embargo, intuitivamente, comprendió dónde estaba este país y hacia dónde se encaminaba (y, por supuesto, cómo podría beneficiarse de eso). Comprendió sus fallas de una manera que nadie más lo hizo. Incluso entendió cómo dirigir una campaña a favor -en lugar de en contra- de una pandemia de una manera que debería haberlo lanzado a 20.000 leguas bajo el mar, no flotando en una piscina climatizada en Mar-a-Lago.
No podría haber una moraleja más sombría en la historia estadounidense que esta: él nos conocía a todos mucho mejor de lo que nos conocíamos a nosotros mismos. Para muchos estadounidenses, hablaba de lo que sentía como si fuera la realidad misma. No importaba en absoluto que pareciera, se sintiera y fuera un estafador en la gran tradición estadounidense, o que hubiera engañado al gobierno con esas declaraciones de impuestos que nunca publicaría. Después de todo, fuera lo que fuera, era algo genuino (fraudulento) en un mundo donde un número creciente de estadounidenses ya se sentía estafado por los políticos del 1% de un Washington plagado de estafadores de otro tipo.
Ahora, a pesar de la gran cantidad de abogados que ha puesto en pie de guerra para enredarlo todo, Donald Trump ha perdido la oportunidad de una segunda vuelta en la Oficina Oval y, como resultado, tengan la seguridad de que va a hacernos cargar con el muerto. En medio de la pandemia del infierno -no lo duden ni por un segundo- esto será otro tipo de infierno en la tierra.
Un voto por la destrucción
Ahora, veamos el lado positivo, porque en un momento así, ¿quién quiere leer solo una diatriba sombría? Así que aquí van las buenas noticias: gracias a la derrota del presidente Trump en las elecciones de 2020 (por mucho que tarde en declararse en los tribunales), el mundo se hundirá más lentamente, aunque queda por ver cuán más lentamente. Después de todo, había un factor en cualquier segundo mandato de Trump que iba a ser diferente a cualquier otro.
Aunque no nos lo parezca, el resto de lo que hubiéramos visto en un segundo mandato de Trump: comportamiento autocrático, racismo puro y duro, una versión candente del nacionalismo (blanco o no blanco), masculinidad agraviada, todo en medio de la pandemia del siglo, habría sido solo otro capítulo pasajero en la historia humana. En ese largo relato, ha habido, a montones, autócratas y nacionalistas sombríos de todo tipo e incluso pandemias de pesadilla cualquier cosa menos desconocidas. Denle una década, un siglo, un milenio y sería como si nada hubiera sucedido. ¿Quién sino los historiadores (si es que todavía existen) se acordaría siquiera?
Por desgracia, eso no es así para un factor en las elecciones de 2020, aunque jugó el papel más modesto en la propia campaña. Ese factor fue, está claro, el fenómeno del cambio climático, el calentamiento humano del planeta a través de la liberación interminable a la atmósfera (y a los océanos) de gases de efecto invernadero por la quema de combustibles fósiles.
Ciertamente, desde que comenzó la revolución industrial del carbón en Inglaterra en el siglo XVIII, el calentamiento de este planeta ha sido provocado y alimentado por nosotros los humanos, pero no forma parte, de hecho, de la historia humana. Actuará en una escala de tiempo que probablemente deje atrás esa historia. Una vez liberado, y si no se controla razonablemente (como todavía puede hacerse), es un fenómeno que quedará, de la manera más devastadora imaginable, totalmente fuera de la historia de la humanidad. A diferencia de cualquier otro fenómeno trumpiano, una vez que se establezca realmente, denle una década, un siglo, incluso un milenio, y seguirá trabajando para garantizar que la Tierra, en un grado u otro, se convierta en un planeta claramente inhabitable para la humanidad.
Es poco menos que extraño -en realidad podrían llamarlo suicida- que Donald Trump (y la pandilla que le llevó al poder) estén tan decididos no solo a ignorar o “negar” el cambio climático, como se suele acusar, sino en amplificarlo en esencia, prendiendo fuego activamente a este planeta. El mandato del presidente a tal fin “desató el dominio energético estadounidense”. Sin embargo, es extraño que su intención de destruir un planeta habitable haya demostrado ser tan popular, no una, sino dos veces, y quién sabe si una tercera vez en 2024.
Después de todo, un voto por Trump fue, en esencia, un voto por la destrucción. A cierto nivel, ni siquiera era complicado, pero desde la base que parecía vanagloriarse en esas celebraciones del amor sin máscara en las que se jaleaba a su Único e Incomparable, tal vez nada de esto debía haber supuesto sorpresa alguna.
Si Donald Trump se ha convertido en algo así como un dios para sus seguidores, entonces quizás valga la pena preguntarse qué tipo de dios estaría tan decidido a prender fuego al planeta (mientras asesinaba además a sus propios aprendices con la covid-19). Tal vez debamos pensar en él, de hecho, como nuestro propio barquero Caronte en la laguna Estigia, llevándonos a todos a lo que podría ser literalmente algún día un infierno en la Tierra.
Después de todo, estoy escribiendo este artículo en la ciudad de Nueva York un día de noviembre cuando la temperatura exterior es de 23º (y no, eso no es un error de imprenta). Sin embargo, otra feroz tormenta tropical, en un año récord, ha inundado partes de Florida, un lugar que ya no es un estado en disputa sino, como Mar-a-Lago, propiedad de El Donald. Mientras tanto, partes de Occidente, que han ardido y humeado de manera histórica a lo largo de millones y millones de acres calcinados en medio de abundantes olas de calor, siguen ardiendo (aunque nadie lo nota), y el mundo no podría estar menos unido.
En un Senado controlado por Mitch McConnell, los nuevos acuerdos ecológicos o los planes climáticos de dos billones de dólares serán más fantásticos que el propio Donald Trump. Sin embargo, con Joe Biden y Kamala Harris dirigiendo al menos parcialmente un país profundamente dividido en medio de una pandemia y una economía que se ha ido al infierno, la piromanía se moderará un poco. Incluso podrían darse algunos pasos modestos hacia formas alternativas de energía y algunos otros para salvar el medio ambiente, así como a una humanidad en peligro. No será exactamente lo que se necesita, pero tampoco será una antorcha, y eso es lo mejor que se puede decir sobre este momento nuestro y por qué realmente importaba que Donald Trump no fuera reelegido.
Ahora, regresemos por un momento a 1991, cuando esa otra superpotencia, la Unión Soviética, implosionó. Los opulentos e influyentes de Estados Unidos de aquel entonces (incluido Joe Biden), creyéndose únicos y poderosos más allá de lo imaginable en el planeta Tierra, los herederos de todo lo que había sucedido antes, lanzaron lo que se convertiría en desastrosas guerras eternas, seguros de que podían tomar este planeta, porque era suyo, aunque la historia misma -imagínenselo- se estaba terminando.
Casi tres décadas después, esa misma última superpotencia es una democracia en declive, por no decir un caos; una potencia imperial en declive a nivel mundial; una potencia militar que no puede encontrar una guerra ganadora que luchar (incluso cuando el Congreso, con independencia del presidente, se apropia de más fondos aún para el complejo militar-industrial). Tenemos a un hombre de 78 años preparándose para habitar la Oficina Oval y a otro de 78 años preparándose para oponerse a él en el Senado, mientras que un tercer hombre de 80 años dirige la Cámara. ¿No les dice esto algo sobre un país arrasado por una pandemia -100.000 o más casos por día- y, a pesar de las garantías de Donald Trump, sin una “esquina” rotatoria a la vista? Y nada de esto sería el fin del mundo, por así decirlo, si no fuera por el cambio climático.
Es cierto que la covid-19 ha convertido a este país en una especie de infierno en la Tierra, y que un presidente asesino la ha dejado vagar de forma inconcebible. Los casos aumentan, los hospitales están desbordados, las muertes suben, y resulta que casi la mitad de Los estados Unidos no puede pensar en otra cosa que no sea en amontonarse para manifestaciones presidenciales, vivir la vida sin máscaras y “abrir” la economía.
El trumpismo ha dividido Estados Unidos en dos de forma impensable desde la Guerra Civil. Es posible que el presidente y el Senado estén paralizados, que el sistema judicial se haya convertido en un asunto partidista de primer orden, que el estado de seguridad nacional sea un imperio en las sombras que devora dinero, que la ciudadanía se arme hasta los dientes, que el racismo vaya en aumento y la vida sea un estado de caos por todas partes.
Bienvenidos a los Estados (Des)Unidos. Donald Trump abrió el camino y, haga lo que haga, sospecho que, al menos por el momento, este sigue siendo en cierto sentido su mundo, no el de Joe Biden. Él era el hombre y, nos guste o no, todos fuimos sus aprendices en una actuación de poder destructivo de primer orden que aún no ha terminado realmente.
* Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project y autor de una historia sobre la Guerra Fría: The End of Victory Culture. Dirige TomDispatch y es miembro del Type Media Center. Su último libro es: A Nation Unmade by War.
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