miércoles, 1 de enero de 2020
El retorno de las dictaduras en América Latina y el fracaso de las democracias restringidas
Rebelión
Por Adrián Sotelo Valencia
Después del retorno formal a sus cuarteles de los militares golpistas en la mayoría de los países latinoamericanos y del Caribe, se eligió a la llamada democracia restringida, viable y gobernable, como el nuevo paradigma que habría de regir las relaciones políticas entre el Estado capitalista dependiente y las sociedades y pueblos que lo constituyen. En términos generales esto ocurrió a partir de mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, al influjo de la política norteamericana hasta el retorno formal de la dictadura chilena a sus cuarteles a principios de 1990. Con esta democratización se empezó a hablar de que esta dejaba atrás para siempre tanto al paradigma de la dictadura como al de la revolución. Esto avalaba la tesis, levantada por intelectuales, incluso de izquierda, y de medios de comunicación, relativa a que la nueva configuración política posibilitaba “resolver” los graves problemas sociales como el desempleo, la pobreza, la desigualdad, los crecientes déficits en la salud, la educación y el transporte entre otros, mediante el “diálogo, la negociación y la concertación” deshabilitando, por tanto, la necesidad por parte del pueblo y los trabajadores de recurrir a la revolución para conseguir estos objetivos.
En un nivel teórico-ideológico lo anterior se expresó en ideas como la siguiente: "Si la revolución es eje articulador de la discusión latinoamericana en la década del sesenta, en los ochenta el tema central es la democracia" (Norbert Lechner, "De la revolución a la democracia", en La ciudad futura, n. 2, 1986, pp. 33-35). Otro autor conservador de la derecha lúcida estadunidense como Francis Fukuyama, discípulo de Samuel Huntington, alumbró el supuesto “fin de la historia”, el “fin de la lucha ideológica” y el advenimiento de la “democracia liberal” como fórmulas del “triunfo del capitalismo” sobre el socialismo y la consolidación definitiva en el mundo de las llamadas economías de mercado. Al parecer estas fórmulas se combinaban con la relativa expansión del capitalismo, sobre todo del estadunidense, en la década de los noventa cuando también florece toda una embestida ideológica contra el marxismo y su eje axial articulado en la ley del valor/trabajo de Marx.
Estas ideas permearon tanto los marcos teóricos y políticos de las derechas hasta la intelectualidad latinoamericana más crítica pero que ya no vislumbraba, como alternativa, la revolución de orientación socialista, al mismo tiempo que sembró la ilusión expresada en ensayos, libros y folletos de que era prácticamente imposible el retorno de las dictaduras dadas las nuevas condiciones democratizadoras prevalecientes en América Latina.
Una de las graves limitaciones de este enfoque consistía en que separaba la política de la economía, y los problemas de esta, que eran propios de la estructura capitalista particularmente dependiente y subdesarrollada, se trataban por separado como si no influyeran en las prácticas y en los contenidos clasistas de los sistemas políticos de dominación sintetizados en el concepto de democracia in abstracto. De tal manera que, por mucho tiempo, hasta el advenimiento de la era de las dictaduras blandas, judiciales, parlamentarias o institucionales, se consideró que bastaban los arreglos interclasistas con el concurso y los buenos oficios prestados por el Estado para avanzar en la solución de los graves problemas económico-sociales y políticos de las grandes masas poblacionales de la región. Incluso se llegaron a establecer indebidamente identidades mecánicas entre neoliberalismo y democracia, en las que el “mercado” se encargaba de la cuestión económica y el Estado y los arreglos institucionales, de la política. De alguna manera se sobrepuso la concepción weberiana de la separación de la economía de la política no entendiendo que, dialécticamente, como sostiene certeramente Lenin, la segunda es la expresión concentrada de la primera.
Hoy en día, si queremos tener una visión más apegada a la realidad, es prácticamente imposible separar ambas dimensiones porque, en los hechos y prácticas, se entrelazan y sobredeterminan mutuamente: en unos casos las determinaciones, las crisis y contradicciones de los procesos de acumulación y de reproducción de capital influyen y determinan los procesos políticos, mientras que estos le imprimen su sello y su lógica en otros casos que aparentemente se encuentran en cierto auge en su crecimiento económico pero que se ve fracturado violentamente por la irrupción de una asonada dictatorial. El primer caso se puede ilustrar con el Ecuador y el segundo con Bolivia que es el país de mayor crecimiento económico de América Latina en los últimos años. Sin embargo, hay que aclarar, que en ambos casos las dimensiones económica y política se entrelazan y correlacionan dependiendo también, su prevalencia, de la lucha de clases y del tipo de demandas que exijan en sus luchas y movilizaciones las clases proletarias y subalternas en cada sociedad.
En el caso del reciente golpe de Estado en Bolivia, a pesar del sólido desarrollo económico que sustentaba, el transfondo no era solamente derrocar al presidente constitucional Evo Morales, sino apropiarse de los enormes recursos naturales del país, en particular, del litio que es un insumo estratégico de las industrias contemporáneas de punta en ramos como la electrónica, el transporte o la fabricación de baterías, así como en usos avanzados en la medicina. A diferencia de Ecuador, donde la imposición del “paquetazo” neoliberal por el gobierno de Lenín Moreno fue el detonante del levantamiento de la población, particularmente del movimiento indígena que lo logró derogar. Lo mismo se puede ver en Chile, donde en aumento decretado por el gobierno de 30 centavos al transporte público sacudió los cimientos de la sociedad chilena y provocó el levantamiento y una ola de movilizaciones populares que han puesto en jaque al gobierno neoliberal del neo-pinochetista presidente Piñera. En los tres casos, dada la gran des-legitimización y descrédito popular, estos gobernantes han tenido que recurrir a la feroz represión y al establecimiento de estados de sitio que se suponían erradicados en los regímenes latinoamericanos con el presunto advenimiento de la llamada era democrática.
En Colombia, como producto de la crisis económica, la aplicación de las políticas neoliberales a ultranza contra la población trabajadora más afectada, del desconocimiento de los acuerdos de paz firmados con la guerrilla colombiana durante el gobierno anterior, el descontento generó una de las grandes resistencias populares masivas de las últimas décadas en ese país contra el gobierno paramilitar y cuasi fascista del presidente Iván Duque. También aquí la constante ha sido la represión del régimen contra las protestas populares que exigen al gobierno solución a sus demandas presentes y acumuladas. Aquí la constante ha sido la represión del régimen contra las movilizaciones sociales que exigen al gobierno solución a sus demandas presentes y acumuladas.
En Haití también la población se ha insurreccionado contra el gobierno represivo y neoliberal del presidente Jovenel Moïse a quien exigen su renuncia ante las acusaciones de corrupción e incompetencia de este mandatario.
Esta ola insurreccional marca la pauta de la crisis estructural y civilizatoria del capitalismo en América Latina en su fase neoliberal, entendiendo por esta última el esfuerzo supremo de la burguesía dominante internacional y de su Estado por reducir a lo mínimo, incluso extinguir, el gasto público destinado a la preservación de la naturaleza y a la población en materia de salud, educación, salarios, bienestar social, alimentación y recreación; para aumentar, al mismo tiempo, el dirigido a subsidiar al capital y a sus empresas trasnacionales. Siendo el soporte de este proceso la superexplotación de la fuerza de trabajo, el aumento del desempleo, la caída de los salarios reales y del poder efectivo de compra, el aumento de la pobreza y de la pobreza extrema, así como de la exclusión y la marginalidad social prácticamente en todo el mundo, pero de manera incrementada en América Latina.
Los regímenes formalmente democráticos, pero en el fondo verdaderos Estados del cuarto poder (Marini) debido a la prevalencia, en última instancia, de las fuerzas armadas tanto sobre la sociedad en general, como de las burocracias políticas y las instituciones legales, incluyendo el parlamento, mostraron sus límites estructurales desde que fueron aceptados y gozaron de cierta legitimidad política a raíz de los nefastos efectos, incluso psicológicos, provocados por las dictaduras durante el periodo anterior.
En los países hoy insurrectos como Ecuador, Chile, Colombia y Haití, por nombrar a los más destacados en esta coyuntura insurreccional, las mentiras del neoliberalismo han salido a flote mostrando sus efectos nefastos para la población, particularmente la juventud, en tanto que sus autoridades no gozan de legitimidad política, por lo que tienen que recurrir a la aplicación de la violencia y la represión para intentar frenar el ascenso de los movimientos de masas que exigen verdaderas democracias, participación constitucional en los asuntos que competen a los Estados y la mejora de sus condiciones de vida y de trabajo.
Los Piñera, los Duque, los Moreno o Bolsonaro, no tienen otra alternativa más que la de someterse a los designios y mandatos de los militares quienes verdaderamente ejercen el poder efectivo del Estado frente a los otros poderes del sistema: el judicial y el parlamentario que finalmente terminan por acatar las órdenes que dicta el poder ejecutivo como peldaño de la Presidencia Imperial de Estados Unidos.
De este modo los diputados y senadores, así como los jueces interactúan en la lógica del proceso contrarrevolucionario utilizando todos los instrumentos a su alcance para doblegar y extinguir el descontento popular. Así ha ocurrido en Brasil, Ecuador, Argentina, Chile y Colombia donde se ha perseguido, condenado y juzgado a los opositores de esos regímenes.
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