martes, 21 de enero de 2020

31/2019



En jirones, herido de muerte, perdió un ojo en Chile y tuvo que huir de las tumbas colectivas de líderes negras en Colombia, golpeado desde Bolivia por los enemigos más acérrimos de los pueblos, con una esquirla en el costado de los campos de Rojava, marcado por cadenas de la esclavitud en Libia. Agotado por las caminatas infinitas en desiertos de migrantes y con agua salada mediterránea en los pulmones.

Así llega este último día del año 2019.

Aquí, a este pueblo con nombre tan duro y tan profundo, Honduras, donde parece se estacionó la ignominia, y la esperanza desfallece casi a diario. Aquí unos niños y niñas lo llevan al río y lo bañan, le hacen dar vueltas de gato y le soban los raspones de arena. Aquí donde, tras barrotes, siete hombres miran pasar un perro suelto por una calle polvorienta mientras ellos son enjaulados, porque en este país la democracia se mide en los valores que suben y bajan en la bolsa de los ricos. Y desde ahí, los luchadores del río, dicen que hay que seguir adelante para que todo esto valga la pena, y que no los olvidemos.

Y una sabe además que hay jóvenes en primera línea, mujeres de pollera que no van a retroceder, una combatiente que se suma a la guerra contra los peores seres del mundo, y mucha otra gente que se toma una carretera, una lancha desobediente, un reducto de libertad donde crecen los cocos, mientras defienden con sus palabras y sus cuerpos. Una entiende a las que se encuentran para poner fin a la guerra contra las mujeres desde el sureste mexicano gritando que llegó el momento, que nosotras mismas nos vamos a DEFENDER.

Una niña y un niño, casi bebés luchan por su vida en hospitales públicos de este país, ni se sabe que mal es el que tienen, puede ser cualquier cosa porque aquí morir es tan fácil, pero luchan. Con una fuerza descomunal respiran y sus corazones laten, así es aquí desde que se nace. Al lado sus madres, abuelas, hermanas que apenas sienten pasar el día y la noche, bajan todos los santos y confían en los médicos, aun con la calamidad del hospital. Así, el 31, este día último del año se pasea por los pasillos, y contiene la respiración para que no se apaguen las velas poderosas que les han prendido otras que conocen la suerte de esta infancia.

Cada vez más sabemos de qué se trata esto, y el origen de los males que condenan a un año a morir antes del último día. Pero cuánto cuesta todo, enfrentar la brutalidad patriarcal nos arranca hasta las miradas más dulces que siempre ayudan a caminar, nos hacen tuquitos la confianza. Y hoy cuando acaba el año sentimos la misma dosis de consuelo que de alerta porque los tiempos no parece que van a mejorar, pero llegamos hasta acá y eso prueba más de lo decible, la fuerza no se describe con nada.

Y de este día terminal me agarro con harta pasión, porque ya vio tanto y está aquí, mirando el mar, el día, la gente, los tamales compartidos en el vecindario, sintiendo todo al mismo tiempo, viviendo todo y aún vivo, igual que yo y las amadas amigas que andan por todas partes. Me agarro al 31 para que en su sabiduría de último de los 365 me muestre primero lo mejor. Que me permita poder tomar aire en medio de la masacre y los gases, que me deje ver lo más valioso de la gente que me rodea, que aparte la maledicencia de los depredadores de la vida, que no confunda quienes son mis enemigos y me devuelva la escritura, la ternura y el deseo ardiente y actuante de la buena vida colectiva.


Melissa Cardoza, enero 2020

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