jueves, 16 de enero de 2020

El desierto de Sonora, una tumba de migrantes



Por Aitana Vargas

El parque nacional de Organ Pipe Cactus, situado en el lado estadounidense del desierto de Sonora, es una de las rutas que atraviesan los migrantes en su afán por alcanzar una vida mejor. Crédito: Steve Lee Saltonstall
El parque nacional de Organ Pipe Cactus, situado en el lado estadounidense del desierto de Sonora, es una de las rutas que atraviesan los migrantes en su afán por alcanzar una vida mejor. Crédito: Steve Lee Saltonstall

El desierto de Sonora es de paisajes majestuosos y cinematográficos. Las cadenas montañosas se abren a extensos valles donde los bosques de saguaros, el cactus característico de la región, conviven con una gran diversidad de plantas y vegetación. Sobre la arena, las huellas advierten de la presencia de vida salvaje. Los jaguares, zorros, serpientes y un gran número de especies en peligro de extinción habitan los 161.000 kilómetros cuadrados de extensión de este desierto que comprende parte de California, Arizona y los estados mexicanos de Baja California y Sonora. Es también el hogar de varias tribus nativas y, por su gran diversidad, una pequeña sección de éste fue declarada en 2001 Monumento Nacional por parte de Bill Clinton.

De solemne belleza y climas extremos, el desierto de Sonora se ha convertido en la tumba de miles de migrantes cuyos cadáveres momificados y restos óseos están esparcidos por este vasto territorio. Es también el lugar donde el oaxaquense Ely-Marisela Ortiz encontró los cuerpos de su hermano y de su primo en 2009. No hay, posiblemente, muralla más efectiva ni cruel para acabar con la desolación y la hambruna de los migrantes que este desierto que comparten México y Estados Unidos.

“Desafortunadamente, el 10 de mayo de 2009 el coyote abandonó a mis familiares, y yo recibí una llamada una semana después de las personas que iban con ellos para avisarme de que se habían quedado atrás”, explica Ortiz.

El mexicano –que reside en San Diego y regularizó su situación migratoria a través de la amnistía otorgada en 1986 por el republicano Ronald Reagan–, se trasladó rápidamente a Arizona. Allí se dirigió al puesto de la Patrulla Fronteriza donde el grupo de supervivientes con el que viajaban su primo y hermano había pedido ayuda. “No quisieron darnos información, nos dijeron que nos fuéramos y que pidiéramos información en el Consulado de México”. El consulado tampoco brindó ayuda.

Ely-Marisela Ortiz tuvo que lidiar con la burocracia y cuatro meses de búsqueda por su cuenta para dar con los restos de sus seres queridos
Desesperado e impotente, Ortiz solicitó un permiso a las fuerzas aéreas estadounidenses para acceder a la base militar Barry M. Goldwater Air Force Range, donde se creía que yacían los cuerpos de sus familiares. La base militar, situada cerca del parque nacional de Cabeza Prieta, es una de las áreas más peligrosas y de mayor mortandad para los migrantes que se aventuran por el desierto. El mexicano tardó un mes en recibir la autorización y de iniciar una búsqueda que se dilataría cuatro meses. Requirió varios permisos hasta que, finalmente, llegó a los restos de sus seres queridos.

“Cuando uno está pasando esta situación, nadie lo apoya, ni siquiera las autoridades de Estados Unidos ni México. Uno está solo. Y ahí me di cuenta de que había que hacer algo”, asevera Ortiz con la voz quebrada.

Águilas del Desierto, una ONG para los desaparecidos
El 12 de junio de 2012, el mexicano fundó Águilas del Desierto, una organización de ayuda humanitaria que, una vez al mes, realiza expediciones y búsquedas de cadáveres en la franja californiana del desierto de Sonora y principalmente en Arizona, donde se registran más muertes y desapariciones.

Para ello cuentan con un ejército de voluntarios que viaja desde distintas ciudades del país al lugar donde se programa cada búsqueda. A bordo de varios vehículos llevan agua, comida y kits de primeros auxilios para los migrantes que puedan encontrar con vida. También para ellos. Pero su prioridad es rescatar a los muertos y ponerle nombre y apellidos a la estela de huesos que han quedado por el camino. Porque Ortiz y los voluntarios saben que los familiares de éstos los están buscando.

“Estamos recibiendo más de 800 llamadas al mes pidiéndonos ayuda de México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y hasta Perú. Y no todos califican para hacer una búsqueda porque no tienen suficiente información”, explica el activista. “Necesitamos un punto de referencia, como saber cuántos días se caminó, al lado de qué cerro, pueblo o carretera. Si no, los remitimos al consulado o a las autoridades migratorias por si los han arrestado”.

Con los datos necesarios, los voluntarios estudian el mapa, demarcan el área de búsqueda, trazan un recorrido y calculan cuántos voluntarios van a necesitar. También sacan los permisos necesarios para acceder a la zona. La autorizaciones emitidas por la base militar o los parques nacionales suelen prolongarse varias semanas. El proceso es aún más tedioso y delicado con las reservas indígenas, en particular la de Tohono O’odham, la más extensa de Arizona. “Algunas reservas de indios sí colaboran, pero son muy estrictos”, relata Ortiz. “En Tohono, que es muy grande, se producen muchas muertes”.

La búsqueda arranca a pie un sábado por la mañana, bajo el acecho constante del cartel de Sinaloa y sus temidos halcones, que controlan y vigilan gran parte del territorio desde las zonas montañosas. Los voluntarios, armados con walkie-talkies, se esparcen, pero nunca se alejan más de veinte metros entre ellos. Si detectan la presencia de drogas sobre la arena, abandonan la zona inmediatamente. Saben que si los carteles tienen que matar, matan. Los casquillos en la arena son prueba de ello.

“Nosotros sabemos que nos andan mirando todo el tiempo porque muchas veces en nuestras frecuencias de la radio se escuchan narcocorridos”, relata el activista.

En cada recodo del camino hay ropa desgarrada, calzados rotos, latas de comida, cantimploras y otros objetos personales que contienen las historias de cada migrante cuyas pisadas han recorrido este árido sendero. Muchos han dado aquí su último suspiro, con los pies plagados de ampollas y entre las serpientes que se camuflan con la vegetación y los zorros hambrientos.

Cuenta Ortiz que desde que comenzaron las expediciones en 2012, han rescatado 50 cuerpos en el corredor de Ajo. Situado en el condado de Pima, a unos 65 kilómetros del norte de México, Ajo es un pueblo de unos 3000 habitantes conectado con la ciudad mexicana de Sonoyta a través de la autopista 85. Entre ambas localidades, justo en el corazón del desierto de Sonora, se alza el Monumento Nacional Organ Pipe Cactus, protegido por la UNESCO y con temperaturas extremas.

"Sólo rescatamos un número muy pequeño de todos los cuerpos que hay y eso que, muchas veces, cuando buscamos un cuerpo, recuperamos ocho"
“Este corredor es donde más cadáveres hemos encontrado, pero la base militar es todavía peor. Dentro de ésta hemos encontrado 24 cuerpos en los dos últimos años”, afirma el activista. “Sólo rescatamos un número muy pequeño de todos los cuerpos que hay y eso que, muchas veces, cuando buscamos un cuerpo, recuperamos ocho”.

Los voluntarios no tienen autorización para levantar los cuerpos ni los huesos que encuentran. Se limitan a acordonar la zona, registrar las coordinadas y dar parte a las autoridades para que estas se encarguen de recogerlos. Cuando se cruzan con migrantes con vida, también deben informar a las autoridades.

A lo largo de este año, las Águilas del Desierto han logrado que 24 migrantes fueran rescatados con vida por la patrulla fronteriza gracias a una campaña informativa que realizaron por albergues de migrantes desde Chiapas a Tijuana.

Además de indicar el calzado, la ropa, el agua y los alimentos que deben llevar, los migrantes reciben un mapa que muestra los puntos más peligrosos de las rutas desérticas. También les recomiendan familiarizarse con el recorrido exacto que realizarán –con o sin pollero– y que guarden en sus móviles los números de emergencias en EE.UU. y de la ONG.

La criminalización de la solidaridad
Los grupos de ayuda humanitaria como éste han puesto a prueba la solidaridad de las comunidades por donde pasan los migrantes, pero también la tolerancia de las autoridades estadounidenses a este tipo de iniciativas. La solidaridad, sin embargo, se está tratando de criminalizar.

Hace un año, Ajo saltó a la palestra internacional por el arresto de Scott Warren, un activista humanitario de la organización No More Deaths que también participó en varias expediciones con las Águilas del Desierto.

En un duro revés para el gobierno de Donald Trump, hace unos días, un jurado popular declaró a Warren 'no culpable' de dar alojamiento y ayuda humanitaria a dos migrantes centroamericanos, evitando así una posible pena de cárcel de 20 años.

Steve Lee Saltonstall es voluntario de Humane Borders, una ONG que ha instalado decenas de tanques de agua en puntos estratégicos del desierto de Sonora para evitar que los migrantes mueran deshidratados. / Humane Borders

“La ayuda humanitaria no es un crimen y el gobierno no debería tratarlo como tal. Hacerlo es una burla. Voy a hablar sólo por mí, pero voy a continuar haciendo este trabajo pase lo que pase”, asegura Steve Lee Saltonstall, un anciano de 75 años que, al jubilarse, decidió dedicarse a lo que más quería: “ayudar a los inmigrantes”.

En 2015, Saltonstall y su mujer hicieron las maletas y cambiaron Vermont por Tucson, Arizona. En junio ya eran voluntarios de Humane Borders, una organización humanitaria que hainstalado decenas de barriles de agua potable en los puntos más peligrosos del desierto de Sonora –en EE.UU. y México– y que va reponiendo conforme se requiere.

“Mi salida más cercana está a unos 14 kilómetros de la frontera. Eso significa que un migrante verá el agua tras un día de escalada por el desierto en dirección norte”, relata el activista. “Los tanques están marcados con color azul para que los migrantes puedan verlos”.

Para determinar las zonas estratégicas de servicio, la ONG y la Oficina Forense del condado de Pima han creado los 'mapas de la muerte', que muestran las regiones donde más cadáveres se han hallado hasta la fecha.

“En lo que va de año, se han encontrado 145 cadáveres en el desierto de Sonora, que es una fracción muy pequeña del total de personas que ha muerto, la cual es de diez a doce veces superior”, afirma el anciano. “Pero los mapas no reflejan los huesos sueltos o las piernas que se encuentran”.

A pesar de su avanzada edad, el espíritu generoso de Saltonstall también le da para ayudar a Ajo Samaritans, una ONG que va dejando sobre la arena botellas de agua, alimentos, mapas, kits de emergencia y otros objetos necesarios para sobrevivir en el desierto. Sólo él carga con 14 kilos de agua en cada salida.

El anciano es consciente de los riesgos insuperables que el desierto arroja a los migrantes. Entre octubre de 1999 y diciembre de 2018, los mapas de la muerte muestran 3339 cadáveres. Pero los migrantes, día tras día y a pesar de la creciente hostilidad de las autoridades migratorias estadounidenses, siguen desafiando su propia suerte.

Viajar solos, convertirse en mulas o pagar por un guía
Los que tienen fondos para confiar en un coyote, desembolsan miles de dólares por un guía que quizá los abandone por el camino, como le pasó a los Ortiz.

Los que apuestan por emprender el viaje solos, sin conocer el terreno y las amenazas que surgirán ante ellos, tendrán que pagar un “peaje” a los halcones para cruzar el territorio, arriesgándose además a morir de un balazo. El caso de las mujeres es aún más desgarrador. “Es muy probable que sean víctimas de asalto sexual y, en muchos casos, les dan la píldora (antes del viaje)”, explica Tony Estrada, alguacil del condado estadounidense de Santa Cruz.

Al resto de migrantes sólo les quedará un recurso: convertirse en traficantes de droga y cargarla en una mochila a la espalda. Con suerte, unos y otros sortearán a la patrulla fronteriza y a las autoridades migratorias. Los arrestados, serán procesados y deportados a su país de origen para enfrentar allí otro calvario.

“En este momento, tristemente, los migrantes que llegan acá se dan cuenta de que a muchos de sus compatriotas los están deportando”, dice Héctor Ramírez, pastor de la Iglesia Cristiana el Buen Pastor en Mesa (Arizona), que lleva años ayudando y dando alojamiento a miles de inmigrantes.

Mientras la noche va cayendo sobre el desierto y los saguaros se desdibujan sobre el firmamento estrellado, los migrantes se preparan para acostarse en los albergues fronterizos repartidos por territorio mexicano. Aún no saben el viacrucis que les aguarda en el desierto.

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