sábado, 4 de febrero de 2017

Desconfiar de la desconfianza



Por Fernando Buen Abad Domínguez *

Nada más terrible para un escéptico que tener que confiar en su escepticismo para dudar de sus propias dudas. A fuerza de someterlo todo al fuego de sus resquemores, el escepticismo se vuelve adictivo y funde todo en la nada inclemente de su lógica paralizante. Y muchos confían en eso, dogmáticamente. No confundir con la duda científica.
Por eso ellos necesitan atacar todo “optimismo”, destruir lo que suene a “esperanza”. Necesitan pintar con negro cualquier color y cualquier luz que, incluso débilmente, implique confianza en algo o en alguien. Especialmente si ese algo son los pueblos organizados, con ideas claras y posibilidad de triunfo. Hay muchos casos sueltos. Con sus salvedades.

El escepticismo sabe disfrazarse. Incluso se auto-fabrica gestos de moda y de secta como distintivo secreto para reconocerse entre sí. Una miradita descalificadora, una sonrisitasocarrona y unas cuantas “frases hechas” como conjuro ante aquello que pueda inducir a organizarse y tener moral de batalla para cambiar en infierno en el que vivimos. Dudar de todo a toda costa para que nada cambie, para que nada valga, para que todo sea sospechoso, inútil... imposible.

Suele ser expresión de miedos y angustias. En el mejor de los casos es un problema individual, una crisis de personalidad pero en sus expresiones más perversas en una operación ideológica que se ha perfeccionado largamente para -disfrazada como posición progresista- generar resultados conservadores y reaccionarios. Es una forma del pensamiento armada con un sistema ideológico que borra todo aquello que genera mientras va creciendo... para llegar a nada. La duda boba.

El escepticismo más burdo es una forma del idealismo burgués que se esclerotizó en la historia por la trampa lógica que lleva dentro y en la que no hay escapatoria para el razonamiento que quiere salir de las catacumbas y de la postergación. Recorre un arco muy amplio y pleno de matices. Va de los extremos depresivos a los detalles cínicos. No se conforma, nada lo satisface ni hay autoridad que lo detenga. Todo lo contrario, el escepticismo se alimenta con desafíos muy diversos. Cuanto más evidentes son las posibilidades de cambio superador, más se revitaliza la idea de desconfiar, agudamente, como principio y como finalidad. De la palabra Revolución, de sus victorias y sus expresiones más diversas… mejor ni hablar. Para los escépticos se reduce a espejismo.

Pero el escepticismo es también una forma de búsqueda que se garantiza fracasos. Necesita el refugio de la decepción (en alguno de sus grados y matices) para dar sentido a su sinsentido. Por eso el escepticismo triunfador es depresivo e iracundo. Por eso acude a las periferias del sentido a buscar fallas, debilidades o fracturas con las que crea las bases para su siempre moralista conclusión pesimista. “Nada nuevo hay bajo el sol”, la “humanidad es insalvable”, “nada puede hacerse contra los poderes fácticos” y el clásico: “uno nunca sabe”.

Su herencia como “Doctrina filosófica” nos obliga a creer que considera que no existe saber firme ni opinión segura. No es posible el conocimiento y lo único cierto es la duda. Es su manía desconocer la verdad y sus muchos matices nos obligan distinguir los varios rostros del escepticismo como corriente filosófica de los siglos IV a.C. - s. II d.C. y el escepticismo como teoría de moda en tiempos “posmodernos”. Son, porque es su sino, inoportunos, antipáticos y amargos. Siempre en grados diversos según sus grados de creencia (o des-creencia) y según su propia capacidad de adaptación a las frustraciones que les proliferan. Aparecen de mil maneras y “siempre hay uno a la mano”. Suelen ser protagonistas de películas gringas y suelen ser docentes universitarios en las Ciencias Sociales. Ahí son devastadores. Publican libros, conferencias y disertaciones traficadas con toda impunidad, e impudicia, y a la luz de los aplausos que les profieren sus “fans”… tarde o temprano también escépticos que no creen una sola palabra de sus “profes”. O así debiera ser, si son coherentes. Un camino promisorio hacia la nada misma.

Mientras tanto una parte nada pequeña de los seres humanos busca (como puede y con los que tiene) la salida del infierno capitalista en que estamos hundidos y sabe que abrir la puerta requerirá de fuerzas enormes producto de alianzas y acuerdos bien organizados y eficaces. En la base de esos acuerdos anida el requisito de la confianza (crítica si se quiere) que es necesaria para repartir las cargas y las fuerzas rumbo a un futuro que, de valer la pena, ha de incluirnos -por igual- a todos. Y entre debates y acuerdos tal confianza organizada implica saber, aprender, reconocer afirmaciones verdaderas y descartar falsedades. Implica creer en algo y confiar en conquistarlo entre todos y para todos. Sin ingenuidades ni idealísimos. Ya hemos aprendido amargamente de esas trampas.

En ese espacio no hacen falta los “escépticos” ni los “deprimidos” de ocasión. No hacen falta las muecas ideológicas del “desconfiado” full-time ni las desolaciones ensayadas por los fanáticos del pesimismo ocioso y rentable. En general no hace falta ninguna de las payasadas ideológicas burguesas ideadas para desmoralizar o para desmembrar las organizaciones populares que, por su parte, suelen ser toda alegría, confianza y fortaleza moral. En plena batalla.

Otra cosa es la interrogación científica en la dialéctica del conocimiento. Las luchas de la clase trabajadora, en todo el mundo, requieren de dispositivos teóricos y prácticos para someter a debate y superación los idearios, las creencias y las actitudes de cada unos de sus militantes. Para no llevarse sorpresas a la hora de la verdad (que es la lucha revolucionaria) y encontrarse con que alguno anda diletando poemas deprimentes por las calles en lugar de ocupar su lugar, convincente y productivo, donde la lucha exige más creatividad, más entereza y más convicciones dinámicas y firmes. Batalla de las ideas pues, en casa.

* Dr. Fernando Buen Abad Domínguez. Universidad de la Filosofía.

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