lunes, 27 de febrero de 2017

"Vivimos mezquinamente, cortos de aliento"


Por Birgitta Ashoff

Birgitta Ashoff.- Cuando le concedieron el premio literario inglés más importante, el premio Booker, usted donó aquel dinero a los Black Panthers con un gesto lleno de gallardía. Ahora le van a entregar el premio Petrarca, financiado por Hubert Burda, un editor cuya orientación política no coincide precisamente con la suya. ¿Se siente incómodo?

John Berger.- No sé lo suficiente sobre el trasfondo del asunto, y en estas cosas no hay que generalizar. No conozco al señor Burda personalmente. Voy a informarme más a fondo sobre el tipo de política informativa que practica en Alemania. Cuando me llegó la noticia de este premio, miré la lista de los escritores que me precedieron y me sentí más bien orgulloso de hallarme en tan buena compañía.

La historia del premio Booker se puede contar brevemente. El dinero de ese premio sigue proviniendo de una empresa con el nombre de Booker McConnell, que tiene negocios desde mediados del siglo XIX en los países del Caribe y en otras zonas de América Latina, y cuya explotación de los trabajadores coloniales –llegando en ocasiones hasta la esclavización– era absolutamente reprobable. Por eso me resultaba difícil aceptar aquel dinero. Antes de adoptar ninguna decisión consulté con varios amigos, y algunos dijeron: “Si sientes esos escrúpulos, debes rechazar el premio”. Eran moralistas radicales. Sus argumentos me parecieron demasiado abstractos, y trasladados a otro contexto incluso peligrosos. Y así me decidí a aceptar el premio, pero compartiendo el dinero con los descendientes de quienes habían trabajado en las plantaciones de caña de azúcar de las que procedía el dinero. Debía retornar a quienes luchan hoy contra las injusticias sociales, y en aquel momento éstos eran los Panteras Negras caribeños. Por lo demás, no me resultó fácil convencerles de mis buenas intenciones. Pero despyués de algunas conversaciones, uno de sus representantes incluso vino a la ceremonia de entrega del premio para apoyarme moralmente.

¿No le resulta necesariamente conflictivo al escritor cada premio que le otorgan?

Cada premio encierra un equívoco. Ningún premio puede tomarse por un juicio definitivo. En la elección del premiado siempre hay un elemento de azar. Podría uno romperse la cabeza a fuerza de cavilaciones cuando se empieza a reflexionar sobre todos estos procesos. Es muy importante no entender el premio como una valoración. Por otro lado a uno lo alegra un premio que lo acerca a un grupo de escritores con los que congenia: esto anima mucho. Curiosamente, incluso cuando se llega a mi edad no desaparecen las dudas sobre uno mismo. Por sorprendente que parezca, uno tiene que reencontrar siempre una fuerte confianza en uno mismo para poder reafirmarse en esta empresa solitaria de la escritura. Sobre este trasfondo, un premio funciona como una pequeña inyección de energía. Quizá no la energía más preciosa: hay cosas íntimas y personales que lo animan a uno más. Pero a pesar de eso hay épocas en que cualquier tipo de apoyo viene bien. La otra ventaja de semejante distinción estriba, por supuesto, en que la súbita atención de los medios de comunicación hace que aumente el número de lectores de forma notable. También esto reconforta, pues uno escribe para ser leído. Y creemos –con razón o sin ella– que estamos satisfaciendo una necesidad del lector. Y si, como resultado de un premio, más personas leen lo que uno publica, eso nos da aliento.

Los premios suelen representar una suma de dinero más grande o más pequeña. ¿Se sentiría usted más a gusto si no estuviesen mezclados con el dinero?

George Orwell dijo en cierta ocasión (cito de memoria): “Fe, amor, esperanza; pero lo más importante de todo es el dinero”. Con eso queda descrito el mundo en el que vivimos. Ya he pasado de sesenta años. No tengo derecho a pensión. No cobro un salario. Mis libros se imprimen en muchos países; no son bestsellers. No soy pobre, pero vivo de manera modesta. Y de vez en cuando tengo que emprender un trabajo que dé dinero. Si ahora, de repente, gano un premio, eso significa que durante cierto tiempo no tendré que aceptar ese tipo de trabajos que sólo hago por dinero, y podré concentrarme en las cosas o las convicciones que me importan más. En este sentido un premio significa una especie de liberación, una ganancia de tiempo y energía.

No sólo como escritor, sino también como ensayista interviene usted en política una y otra vez –hace poco con un cortante comentario sobre la guerra del Golfo, que se imprimió en varios periódicos europeos. Un escritor a quien le repugna la propaganda, ¿debe glosar la actualidad y la política mundial?

Si yo dijese ahora: considero que el deber de cada escritor es tomar partido políticamente, eso sería exactamente lo contrario de mi verdadera convicción. Los escritores no deben elaborar recetas, no deben tutelar a otros. Pero si contesto que sí a su pregunta, sería en el sentido de que hablo de acuerdo con mi conciencia, y eso estoy completamente convencido de que lo seguiré haciendo hasta el final de mi vida. Hoy a menudo se interpone una especie de pantalla entre nosotros y el mundo, una como pantalla de televisión, sobre la que aparecen imágenes. Al mismo tiempo es un parasol que nos cobija y esconde. De una forma peculiar –que no captaron las encuestas de opinión–, a millones de personas les perturbó durante la guerra del Golfo la sensación de que entre ellos y los acontecimientos se había deslizado una pantalla. Eso se me antoja característico de nuestro tiempo. No quiero parecer más papista que el Papa, pero creo que el mal empieza siempre cuando las personas dejan de ser conscientes de las consecuencias de sus actos. Simone Weil escribió en cierta ocasión que la esencia de una plegaria no estriba en hurtarse a cierta realidad o hallar consuelo, sino en dar gracias por la realidad. Y a mí me parece que el significado más decisivo de un artista, ya sea pintor o poeta, se muestra cuando es capaz de romper ese bloqueo entre un desarrollo mental y sus consecuencias prácticas.

A usted le molestó –y nada más legítimo en un escritor– el vocabulario cínico, el nuevo lenguaje bélico al que nos acostumbraron rápidamente los media. ¿Cómo hizo frente a las consecuencias de la guerra usted, un intelectual polígloto que vive en una aldea de montaña en la Alta Saboya francesa?

Estuve esperando que estallase la guerra como cualquier otro, pues se veía venir con toda claridad. Y como muchos otros esperé paralizado, impedido por mis propias ideas políticas. Entonces empezó, y como millones de personas me deprimí profundamente. Durante todo el tiempo arrastré conmigo esa misma sensación que tuvieron millones de personas que no eran intelectuales ni escritores, ese sentimiento de la propia impotencia y esa permanente conciencia del horror. Y de repente dejé de caminar agachado, pude erguirme de nuevo y escribí aquel artículo sobre la guerra.

La rememoración del pasado, sobre todo aquel pasado que –como los campesinos en las montañas– desaparece cada vez más, es el tema más importante de sus libros. ¿Acaso no le interesa el futuro?

Ahora estamos viviendo en Europa en una situación cultural para la que no hay precedentes. Por todos lados nos empujan hacia la cultura, no las universidades, sino todas las informaciones concebibles que los media hacen girar en torno nuestro, todas esas solicitaciones que murmuran junto a nuestros oídos. Vivimos mezquinamente, cortos de aliento. Ya nadie respira profundamente, hasta el fondo. Claro que seguimos teniendo una especie de futuro, pero sólo una especie de futuro de recuelo, diluído. Basta con que uno compre o consuma algo y ya está viviendo en Utopía. Y el pasado lo consideramos un precedente clausurado, que ya no tiene mayor significación para nosotros. Esa actitud corrompe nuestra fantasía humana y nuestros corazones. Cuando dejamos de apreciar nuestras vinculaciones nos convertimos en expósitos. Walter Benjamin desempeñó para mí un papel muy importante en relación con estos temas, precisamente porque su sentido de la historia era al mismo tiempo marxista y místico. También porque reconoció que el pasado espera su redención. También lo creo yo. Además creo que hay que convencer a los seres humanos de que el pasado guarda para ellos una obligación, tiene con ellos un compromiso. Claro que nunca podrán asumir por completo este compromiso, pero si desprecian su propia responsabilidad a este respecto perderán humanidad –por paradójico que pueda parecer esto–, pues perderán la esperanza.

El título de la trilogía que ahora ha cerrado con la publicación de Lila y Flag, una de las empresas narrativas más ambiciosas de nuestro tiempo, es De sus fatigas. Lo tomó del evangelio de san Juan: ¿qué significa este evangelio para usted?

Leo a menudo el evangelio de Juan. Es un libro extraordinario. Y Juan fue también un escritor extraordinario, un narrador con perspectiva visionaria. Eso le distingue de los otros evangelistas. Esa cita, “de sus fatigas”, echó raíces en mí. Dice sencillamente lo siguiente: otros han trabajado antes que nosotros. Otros han dado al mundo la forma que tenía cuando nosotros llegamos a él. Esto es una parte de nuestra herencia. Si yo miro ahora por la ventana, quizá no piense en absoluto en las personas que plantaron aquel ciruelo. Lo veo simplemente como árbol. Pero en realidad debería ser consciente de que los trabajadores que lo plantaron pensaron en nosotros. Sabían que el ciruelo les sobreviviría, y a su vez se imaginaron a las personas que cosecharían las ciruelas para hacer con ellas aguardiente. En cierto sentido, por tanto, nosotros ya existíamos en el trabajo que en aquel entonces estaban haciendo ellos.

Ha trabajado usted muchos años en su trilogía, incluso cambió su residencia desde Inglaterra a una aldea de montaña en Francia, donde vive y trabaja en medio de los protagonistas de sus libros. ¿Cómo es posible concebir una obra literaria a lo largo de un lapso de tiempo tan dilatado, y encima como trilogía?

Era un proyecto muy ambicioso, efectivamente. Pero quizá al mirar hacia atrás retrospectivamente falseamos los sucesos reales, todas las dudas, los percances y los azares, toda la dicha y los desengaños que también forman parte de la historia. Resulta tan fácil hacer planes en abstracto: pero luego la vida va por sus propios caminos. Muchas veces dudé de que fuera a ser capaz de terminar la trilogía. Y de si iba a estar en situación de aproximar el final y el principio de tal manera que resultase un círculo cerrado. No creo que uno pueda planificar con diecisiete o dieciocho años de anticipación. Se planean muchas trilogías que al final sólo llegan a ser uno o dos libros…

Vive usted aquí en Quincy lejos de cualquier idilio: es un pueblo de montaña pobre, con pocos alicientes. ¿Acaso esta retirada –quizá también la distancia– le ha aguzado la vista?

No se trata en absoluto de una retirada, todo lo contrario. Fue un paso adelante hacia la realidad. Una realidad que antes no se veía ni comprendía. Cuando hace unos veinte años comencé a escribir sobre los campesinos todos dijeron: se ha retirado al campo un poco demasiado pronto. Pero no era ninguna retirada. ¿Pues qué ha pasado, por ejemplo, en los últimos dos años en Europa Oriental? El problema agrario, el problema de los campesinos se ha convertido en una cuestión central. Así que no era ninguna retirada, sino la participación consciente en acontecimientos importantes. En el campo, en las montañas, pasado y presente conviven con intensidad mucho mayor. No a causa de ninguna nostalgia, no a causa de ninguna añoranza del pasado, sino sencilla y decisivamente porque todas las personas, hombres y mujeres, son incapaces de agotar su potencial humano si carecen del vínculo con su origen. Y precisamente eso es el pasado. En los últimos años, casi como un acto reflejo, hemos cargado nuestro futuro con demasiadas cosas. En cierto sentido el futuro es abstracto mientras que el pasado es real. Esa convivencia de presente y pasado se experimenta en el campo con mucha mayor densidad.

(Conversación con Birgitta Ashoff. Die Zeit, 7 de julio de 1991. Traducción de Jorge Riechmann.)

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