sábado, 11 de febrero de 2017

Una vela encendida en la tiniebla



Por Robert Enright

Robert Enright.- Querría empezar con la cuestión del dibujo. Mis motivos son egoístas, porque el dibujo es el medio de expresión que amo por encima de todos. De manera general, ¿qué significa el dibujo para ti?
John Berger.- ¿Qué significa el dibujo para mí? En realidad no lo sé. Es una actividad que me absorbe. Olvido todo lo demás de una forma en que no me ocurre, creo, con ninguna otra actividad. El acto de dibujar borra todo lo demás. Cuando dibujo, miro y trato de juntar las cosas que he encontrado de manera un poco diferente a como suelen estar.

¿El dibujo es una actividad obsesiva para ti?

Sí, pienso que una vez empiezo lo es. Pero puedo pasarme semanas o meses, o si miro hacia atrás en mi vida, incluso años sin dibujar. No soy un adicto en ese sentido. Pero después de haber estado dibujando cierto tiempo, se convierte en obsesión. Un dibujo lleva a otro que lleva a otro. Los primeros normalmente son una mierda.

¿Se convierte en una actividad obsesiva por la presión del mirar? En cierta ocasión trataste el tema de que el dibujo llega a acertar con el objetivo del dibujante, dando a entender que cuando un dibujo realmente obra, existe una especie de relacion integral entre la cosa hecha y el hacedor.

Te refieres a un texto titulado “Dibujo de una joven con la mano en la barbilla”, sobre una mujer llamada Anyishka. Tuve noticias suyas desde Odessa hace tres semanas. Lo está pasando muy mal.

Aquel trabajo me fascinó porque eras capaz de recrear el dibujo con palabras. Lo que me lleva a preguntar si ves realmente el acto de dibujar y el de trazar con palabras el dibujo como paralelos.

Eso es un poco complicado. Pertenece a una serie de textos breves que he escrito en los últimos tres o cuatro años, y que quizá se publiquen al final como libro. Yo los llamo “fotocopias” [Muchos de ellos se han publicado en El País bajo el epígrafe Ruta de la memoria, n. del t.]. Cada uno de ellos es realmente la fotocopia de un instante, o un encuentro, o incluso una historia que alguien me ha contado. Por supuesto, me propuse muy deliberadamente escribirlos con cierta cualidad plástica. Pero no tienen que ver directamente con dibujos. Trabajo con mis ojos más que con ningún otro sentido. Hace sólo un par de semanas, dibujé un retrato. Era un retrato de una mujer polaca que es amiga mía, y ella, su marido y su cuñado vinieron a casa a pasar la tarde. La mayor parte del tiempo hablaban en polaco o ruso, de manera que me puse a dibujar. Quizá una de las razones de que dibuje es que a menudo estoy entre rusos, pero no hablo su lengua.

Y Anyishka estaba tocando el piano, lo que te proporcionó una excusa para dibujarla. ¿De manera que cuando alguien se concentra en otra actividad puedes dibujarle?

Exactamente. La dibujé toda la tarde y los resultados fueron muy malos. Uno de los dibujos le gustaba a ella y se lo di, pero más bien avergonzado. Más tarde, a eso de la medianoche, cuando ya estaba solo, decidí intentarlo otra vez con un dibujo en colores acrílicos –los otros habían sido con carboncillo y tinta. Y entonces algo empezó a ocurrir. Ya no la estaba mirando, pero ni siquiera estaba intentando recordar su aspecto. Dibujaba completamente a partir de algo en mi interior. Lo único que tenía que hacer era sintonizar íntimamente con aquello. De manera que hice aquel dibujo con mucha rapidez, con trazos grandes. En cierto lugar agujereé el papel. Pero al final el parecido era real porque su semejanza había entrado en mí.

Dices algo parecido cuando escribes acerca de Picasso y sus dibujos de Marie-Thérèse Walter. Tu impresión es que había existido tanta intimidad que él se vuelve ella, y el acto de dibujar llega a ser una especie de autorreconocimiento.

Si hablamos del arte que cuenta, ahí se da la intimidad y la veracidad del artista hacia sí mismo, pero también una intimidad igual para con el Otro. Pienso que esos dibujos de Picasso son de ese tipo; las pinturas de Rembrandt también. Creo que el artista que logró eso más a menudo probablemente fue Van Gogh.

Pero en Van Gogh la relación raramente es con una mujer.

No, no es con una mujer en absoluto. Pero me parece que da igual, eso de lo que estamos hablando puede darse igualmente con una silla. Si eres el tipo de persona que observa y mira apasionadamente, puede apasionarte la intimidad de una silla consigo misma.

¿Hay algún sentido en que el dibujo, en última instancia, te decepcione? Cuando hablas del dibujo de Anyishka, dices que te enamoras de ella y entonces algo se pierde porque ningún dibujo puede proporcionar nunca más que una huella de esa relación. ¿Hay alguna limitación intrínseca en el acto de dibujar cuando se vuelve tan íntimo?

No hay mayores limitaciones en el dibujo que en la fotografía o en la escritura. Es algo extraño, porque todo el impulso, toda la urgencia por hacer arte, en cierto sentido, se dirige a preservar la vida. Pero al mismo tiempo eres consciente de que en comparación con la vida, no es más que arte.

Sí. ¿Pero por qué desearía Picasso pintar a una chica si pudiera acostarse con ella? Me parece una observación muy eficaz sobre la forma en que el arte no puede reemplazar nunca la intensidad de la vida.

Sí, pero el dibujo no me decpeciona. Por el contrario, pienso que cuando logro un buen dibujo, me satisface más que ninguna otra cosa. Más que la escritura. Otra cosa que puedo decir sobre mi manera de dibujar es que uso mucho el carboncillo. En parte porque tiene una versatilidad fantástica, pero también porque es muy fácil de borrar. Para mí, dibujar tiene mucho que ver con quitar, con retornar al blanco del papel.

De manera irónica fue Matisse, el gran pintor burgués, quien nos enseñó que dibujar es borrar.

Efectivamente. Aprecio mucho la increíble destreza de Matisse. No tenía que borrar. Se trata más bien de lo que dejaba fuera. Cuando uno escribe, el meollo de la historia, y a fin de cuentas creo que incluso su veracidad, dependen de lo no dicho. Así que es un proceso de eliminación. Creo que esto es cierto también para el dibujo.

Tu sentido de la percepción, ¿procede a partir de algo muy específico, y luego desde ahí intenta construir algo más amplio?

Sí, creo que es así. En realidad nunca empiezo con ideas generales. Barrunto que tiene algo que ver con un ojo. Cualquier cosa que ves en la naturaleza, porque es una manifestación de la vida, encierra algo sagrado.

Quiero preguntarte sobre un libro que tuvo una enorme influencia sobre los escritores del Canadá, Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos. Es un híbrido que tiene de todo un poco, desde indagaciones personales a crítica de arte, desde meditaciones a poesía. ¿Cómo evolucionó la forma del libro?

Puedo dar una respuesta sencilla, porque lo escribí como una serie de cartas dirigidas a una persona. Después no quise que apareciese en aquella forma. En cualquier caso, creo que se pueden decir tres cosas interesantes sobre este libro. La primera, que ninguno de mis editores –y conste que son buenos editores, no me estoy quejando– quería publicarlo realmente. No les parecía un libro viable. Pero es un librito que ha vivido una larga vida subterránea. Hubo gente que lo descubrió, hablaron de él a otras personas, lo prestaron. Ha sucedido así en países tan diferentes como Turquía y España. No te cuento esto para alardear, sino porque pienso que la mayor parte de los libros vivos son libros donde obran dos cosas: la intuición de que el libro se dirigía a una necesidad, a menudo una necesidad no articulada, y la existencia de esta necesidad afuera en el mundo. Y yo sentí esto con mucha fuerza respecto a Y nuestros rostros, mi vida… Fue un presentimiento. ¿Pero a qué necesidades se dirigía? Supongo que era la necesidad, en estos tiempos nuestros –tiempos sombríos, tiempos ciegos y de gran timidez–, de situar la experiencia del amor y el tipo de esperanzas y sentimientos que evoca el amor. Cómo situar esto, y cómo ser capaz de hablar acerca de ello, cómo confiar en estos sentimientos en un mundo que parece ofrecer muy poca confirmación. Presentí que esta necesidad acaso era aguda entre los jóvenes.

Tu presentimiento acertó. Ayer, cuando hablamos un momento, dijiste algo parecido en relación con Hacia la boda. ¿Qué tipo de presentimiento tienes sobre esta novela? ¿Hay en el libro algo que necesite el mundo?

Los tres libros en que sentí esto con fuerza han sido El séptimo hombre, el libro sobre los trabajadores emigrantes, Y nuestros rostros, mi vida…, y Hacia la boda. De este último casi no puedo hablar, porque me queda demasiado cerca todavía.

Permíteme articular lo que me parece significativo en la novela. Me devuelve a la cuestión del amor, que parece ser algo siempre circulante en tu escritura. En Hacia la boda, realmente pones a prueba los límites del amor por la naturaleza de la relación entre Gino y Ninon. Ella es seropositiva, y se ve claramente que va a morir. En cierto sentido, Gino le enseña no sólo a amarlo a él, sino a amarse a sí misma y su condición, sin sentimentalismo. Eso me impresiona como un logro significativo. ¿No estoy desbarrando demasiado?

No, creo que no. Está sucediendo hoy en día en el contexto del SIDA. En cientos de miles de casos, el amor se está poniendo a prueba de este modo.

Siempre llenas de parejas tus libros. En la crítica de arte, tenemos a Jackson Pollock y Lee Krasner, ya mencioné antes a Picasso y Marie-Thérèse, también está Rembrandt y su amada. Incluso te alzas a un nivel cosmológico cuando hablas del cielo y la tierra enamorados uno del otro. Me parece que los acoplamientos son centrales en tu forma de concebir el mundo, o al menos cómo debería ser éste.

Supongo que es cierto, pero también es algo viejísimo, ¿no? El yin y el yang, los escritos de Novalis, y podríamos seguir y no parar. Así que no me parece que haya nada especial en ello, salvo quizá que otros escritores insisten menos en ello hoy en día.

Pienso que es muy insistente. Casi es prescriptivo en tu escritura.

Acaso tenga que ver con algo político que ahora reconozco en mí mismo. Como sabes, fui y sigo siendo un revolucionario bastante pasado de moda, porque el estado del mundo me parece intolerable. No la vida, en absoluto, sino la forma en que se encauza la vida. Ese es un aspecto de mi forma de ser visceral, que probablemente determina en alto grado la elección de los personajes sobre quienes escribo –trabajadores emigrantes o campesinos pobres o amantes, para los cuales el mundo no suele ser muy acogedor. Pero por otra parte, soy un tradicionalista profundo en mi imaginación. El texto más importante para mí es la Biblia, sobre todo el Nuevo Testamento. Hasta cierto punto me interesa el budismo y su variante zen, y por encima de todo los escritores místicos. Quizá la respuesta a tu pregunta sobre mi insistencia en buscar la unidad perdida a través de la pareja es una forma de recordarnos todo esto.

Al final de un texto que escribiste sobre tu madre ella usa la palabra amor, y vuelve activa esa palabra. Verbaliza el amor y lo hace sonar como algo que tienes que realizar, como una observación sobre una condición existente en el mundo. ¿Esta noción de amor fue algo que te legó tu madre?

Es una pregunta muy complicada. Creo que aquel texto, escrito inmediatamente después de su muerte, es el reconocimiento y celebración de algo que ella me dio. Lo que lo hace complicado es que de hecho yo no tuve mucho amor visible y evidente por su parte –sobre todo cuando fui niño. No porque ella no me quisiera, sino por toda una serie de razones. Me mandaron interno a la escuela, la veía muy poco, y ella hizo un gran esfuerzo –junto con mi padre– por ganar el dinero para pagar aquella escuela. Así que no tuve una niñez en el sentido más habitual del término, rodeado de caricias y amor. Por eso es un asunto bastante complicado, paradójico, como tantas cosas en la vida.

Hay una especie de honestidad punzante en ello. Admito que me conmovió y me entristeció simultáneamente el paso en que le acaricias la mano y ella te da las gracias por ello, pero al mismo tiempo es irritante. Al lector le gustaría que el gesto fuese más significativo de lo que fue, como supongo que te pasó a ti. Su reacción es casi desgarradora.

Sí, pero en mi intención es más un homenaje a su estoicismo –y uno no puede ser estoico sin ser realista– que una queja por mi parte.

No has hablado demasiado acerca de tu pasado, así que no puedo hacerme una idea precisa de cómo era tu vida. No revelas mucho de eso.

Es cierto. Soy exactamente lo opuesto de autobiográfico. En realidad no sé bien por qué, pero tengo conciencia clara de que es un rasgo muy arraigado en mí mismo. Creo que dije algo al respecto en aquel texto.

Dijiste que la autobiografía es un género huérfano. ¿Lo crees porque la escritura autobiográfica es demasiado autoindulgente? ¿Porque se centra demasiado en el yo en vez de en cuestiones más vastas y significativas?

En este punto se podría decir algo sobre la naturaleza del talento. Pienso que muy a menudo el talento es una compensación por alguna forma de debilidad.

¿Hablas de ti mismo?

Estoy hablando en general, pero también hablo de mí mismo. Pienso que sería interesante, por ejemplo, repasar las biografías de los atletas realmente excepcionales. Barrunto que muy a menudo tuvieron algún impedimento físico en su primera infancia, o pensaron que lo tenían. Creo que cuando yo era niño tenía un sentimiento muy débil de mi propia identidad. De hecho creo que todavía es así. Quizá algún demonio dentro de mí tenga sentimiento de mi identidad, pero yo no. A resultas de esta debilidad, era capaz de identificarme con otra gente de forma espontánea e impulsiva, a veces gente cercana, pero otras incluso gente con la que sólo me cruzaba en la calle. Quizá este fue el origen de mi impulso de contar historias y escribirlas. Como puedes ver, es lo contrario a un impulso autobiográfico.

¿Se trata de una huida de la autobiografía?

Si necesitas huir de la autobiografía, puedes hacerlo. Pero para ser sincero, no tengo la impresión de estar huyendo lejos de nada.

A Tomas, el conductor de taxi en Hacia la boda, se le acusa en la novela de usar sus conocimientos enciclopédicos como una manera de no tener que hacer frente al dolor y la crueldad de la vida. ¿Hay algo de Tomas en ti mismo, en este aspecto?

No creo tener mucho que ver con Tomas. Cuando escribí estos pasajes, me sentía más cerca de Zdena.

Sí, ella es un personaje extraordinario. Al principio, cuando los dos se encuentran, compartí la irritación de ella hacia él. Pero al final de su encuentro, sentía una preocupación por él. ¿Fue algo difícil de lograr? ¿Dudabas si serías capaz de conseguir tan hábiles vueltas y revueltas?

No, porque cuando Zdena y Tomas aparecieron por primera vez yo no sabía realmente lo que iba a ocurrir. Desde luego no tenía un plan. De hecho, escribí esa parte del libro con cierta facilidad. Algo que andaba por detrás –en un nivel intelectual, que no tiene nada que ver con el nivel en el que uno trata de contar historias– era mi conciencia del SIDA. El SIDA destruía o dispersaba muchas esperanzas y sueños. Y esto también era verdad en el mundo político, sobre todo en el este de Europa. Así que me pareció que aquel encuentro entre los dos, Zdena y Tomas, juntaba estos dos procesos de nuestro tiempo. Una de las cosas que sí que planeé al ir a escribir la novela es que, como todos sabemos, las personas seropositivas y luego las enfermas de SIDA son confinadas –física y mentalmente– en una especie de gueto. Esa es una de las consecuencias más terribles de esta enfermedad, que ya es terrible en sí de todas formas.

¿Y eso es lo que Ninon quiere hacerse a sí misma al principio?

Claro, es natural es atendencia a la reclusión. Pero por desgracia esa tendencia natural la refuerzan muchos aspectos de nuestro mundo. Al escribir el libro, me dije dos cosas a mí mismo. La primera : se trataba de intentar contar esta historia sin que el destino de Ninon sea el gueto, y de forma que quede conectado con muchas otras cosas que están ocurriendo en nuestros días. Y la segunda era no arredrarse ante lo que realmente había sucedido. Por supuesto, no hubiese sido capaz de escribir el libro en la forma en que lo hice de no haber estado cerca de personas sufrientes.

¿Quizá tengas el estoicismo de tu madre? No te arredras ante las consecuencias de la enfermedad. No hay nada sentimentaal en la manera en que Ninon baila triunfante al final del libro.

Sí. Pero si uno no se arredraba delante de aquello, no habría triunfo alguno.

Déjame preguntarte una cosa sin rodeos: ¿no te deprimes nunca?

Lo primero que tengo que decir es que creo en la fuerza del mal –y creo que siempre lo he hecho. Creo que el mal existe, dentro de nosotros y en torno nuestro. Pero en primerísimo lugar dentro de todos nosotros. De manera que si tengo un gran apego a todo lo que vive y su belleza, no es porque ignore la existencia del mal. Pienso que el mal empieza con la mentira, y con las falsas pretensiones de la gente acerca de las consecuencias de lo que hacen, o lo que algún otro es. El mal empieza con la libertad del ser humano y con la creación de esa libertad, que es intrínseca al ser humano.

Mi educación fue católica y por supuesto creo en el mal. La manera en que estás hablando me resulta familiar.

Sí, creo que es verdad. No he dicho nada acerca de mi padre. Tuve algunas peleas con él, a veces conflictos bastante duros, pero le quería mucho. Sirvió en la infantería durante la Primera Guerra Mundial y sobrevivió cuatro años en el frente occidental como teniente. Eso le marcó para el resto de su vida. Pero antes de enrolarse como voluntario en el ejército, se había estado formando para llegar a ser pastor anglicano. Después de la guerra no pudo reanudar aquello y acabó haciendo algo completamente diferente. Pero esto no era más que una observación incidental. Me preguntaste si a veces me deprimo. Sí, por supuesto. A veces caigo en una grave depresión. Es algo muy violento, y me quedo impotente en todos los sentidos de la palabra. Pero con la increíble buena suerte que tengo, nunca dura mucho, no sé por qué. Siempre se me olvida que ya me había ocurrido antes, y cuando estoy en medio de la depresión me parece que va a durar para siempre, pero de hecho pasa bastante deprisa.

¿Y cuál es la fuente de esa resistencia y capacidad de recuperación? ¿La esperanza?

Creo que sí. Pero uno tiene que ser muy lúcido en lo que atañe a la esperanza. Yo no veo la esperanza como un cielo luminoso, la veo como un vela encendida en la tiniebla.

Escribiste acerca de Ernst Fischer y su “alto cociente de fe”. Después, en ese ensayo –“Ernst Fischer: un filósofo y la muerte”–, le citas cuando él decía que nos volvíamos a ver forzados a ofrecer solamente visiones. ¿No supone eso el reconocimiento de cierta derrota? No para él personalmente, sino para todos los seres humanos que tienen que vivir dentro de los implacables movimientos de la historia. Supongo que estoy preguntando si la historia nos condena invariablemente a ser utópicos. ¿Acaso es esto lo mejor que podemos esperar?

No lo creo. Lo que sucede con la utopía y los utopistas es que imaginan soluciones definitivas allí donde la vida es una lucha constante. Voy a responder en términos que te resultarán familiares de nuevo. Me parece que existe la ley de la necesidad, y también la naturaleza de la libertad humana. Con eso tenemos –por definición– una situación conflictiva. Todos los intentos de llegar a Utopía son una negación de estos dos principios de existencia. Por eso es por lo que el utopismo resulta tan peligroso.

¿Se trataría de ofrecer nuestra esperanza sin deponer nunca una actitud vigilante? Tu insistencia en la necesidad de vigilancia ética y política, ¿es porque las conquistas logradas son tan pequeñas y su arraigo en la sociedad tan precario?

Sí, pero uno tiene que mantenerse alerta no sólo acerca de lo que está ocurriendo en el mundo, sino lo primero de todo acerca de uno mismo. Me refiero a nuestras propias capacidades para el mal, para el egoísmo, para el engaño y el autoengaño.

¿Eres muy autocrítico? No me lo imagino a partir de tu escritura. De hecho, tu escritura casi siempre parece ostentar una gran seguridad, más que mostrarse dubitativa en algún aspecto.

Seguramente tienes razón. Pero inmediatamente después de haber escrito una página, un párrafo o quizá una sola línea, soy extremadamente crítico. De hecho, la mayoría de los textos –no sólo las narraciones, también los ensayos– los escribo muchas veces. Hago entre cuatro y diez borradores.

Uno tiene la impresión de encontrarse ante un pensamiento acabado.

Sí. Quizá podría añadir algo al respecto. Puede que te sorprenda, pero no soy una persona muy verbal. Para mí escribir es una continua lucha con las palabras. No me vienen con facilidad o naturalidad, y casi nunca son ellas las que me conducen. Pero en algún lugar dentro de mi imaginación hay algo parecido a una melodía musical, o quizá a un dibujo. Y entonces empieza la larga pugna por intentar encontrar palabras que no violenten aquella melodía o dibujo, que le sean leales en la medida de lo posible. Cuando acabo, si tengo la impresión de que le son razonablemente leales, las olvido. Y esa lealtad no es una cuestión de exactitud en un sentido mecánico; no es una cuestión de naturalismo; y no se trata de hacer una copia. Es una cuestión de tacto. Creo que el aúténtico don de la imaginación es el tacto.

¿Quieres decir discreción?

No, no se trata de discreción ni de cortesía. Sino respeto por lo que es. El tacto es táctil, tiene que ver con el tocar. Cuando la gente no escribe bien, me parece que se trata siempre de alguna forma de falta de tacto. No hemos hablado de otros escritores contemporáneos. Por ejemplo, admiro muchísimo a Raymond Carver.

¿Porque es el escritor con más tacto que te puedas imaginar?

Sí, algo así como Chéjov en el siglo pasado.

No había oído la palabra tacto empleada en ese sentido. ¿Va más allá de la estética?

Totalmente. Me parece que tiene que ver con la fe y con la ética.

Aunque de alguna manera el arte, el intento de moldear nuestra experiencia hasta una forma que dé sentido a lo que hacemos, de escribir historias que –como dices tú– hablen a lo que sabemos dentro de nuestros corazones, en última instancia es un acto ético, cualquiera que sea el tema que estemos tratando.

Sí, creo que sí. Y se ve con más facilidad yendo atrás en el tiempo. Eso está presente tan incontrovertiblemente en Homero, en su respeto infinito por lo que es.

Tú debes ser una de las combinaciones más completas entre escritor elegíaco y esperanzado entre todos los que conozco. Citas con aprobación aquella hermosa frase de Rembrandt sobre la ternura que se experimenta a sí misma como el fin del mundo. Eso me parece la esencia de lo elegíaco.

No lo sé, porque no me veo a mí mismo con mucha claridad. Cuando me dices eso inmediatamente pienso en Anna Ajmátova, una poeta por quien siento enorme admiración y amor. Creo que ella era eso que dices: con toda aquella aspereza en torno suyo e incluso dentro de ella misma, porque fue una mujer bastante dura. De manera que puedo reconocer en otros esa combinación de cualidades.

Pero tú has escrito que “es en el lugar de la pérdida donde nace la esperanza”.

Eso es lo que creo. Es algo que todo el mundo sabe. Otro artista de hoy en día a quien admiro enormemente es Tom Waits.

¿Qué es lo que te atrae tanto de Waits?

Bueno, pensé en él por lo que acabas de decir sobre lo elegíaco y lo esperanzado. Ese es el tema de “Waltzing Matilda”. Cualquier anciano postrado en una silla de ruedas lo sabe. Creo que por eso me gusta tanto Waits.

¿Crees en el misterio?

Estamos rodeados por él. Al mismo tiempo, odio la mistificación. Pero son cosas muy diferentes.

Cuando trabajas en alguna de las áreas del arte que practicas, ¿se trata de un intento por desmistificar, o por realzar la naturaleza del misterio que nos envuelve? ¿En qué dirección avanzas?

No lo sé, es una pregunta demasiado amplia. Sólo sé que en mi caso personal, cuando intento escribir algo, ya sea un ensayo o una narración o una obra teatral, para poder hacer acopio de la energía necesaria tengo que creer –acaso sea una ilusión– que lo que estoy intentando decir posee dos cualidades. La primera, que de hecho es algo bastante común y que millones de personas lo han vivido. Y la segunda, que todavía no ha sido dicho o no lo ha sido lo suficiente, de manera que –en términos muy modestos– mi intento representa un avance.

¿Ves tu papel como el de un testigo, en cierto sentido?

Testigo, quizá sí, pero entonces habría que añadir que el testimonio del que estamos hablando no es algo como una grabación magnetofónica. Pensemos en lo que dije antes sobre el dibujo de la mujer polaca. La había estado observando y de repente ella estaba dentro de mí, y entonces fui capaz de expresar por lo menos un aspecto de ella. Empleo la palabra testigo en este sentido. En el dar testimonio no hay nada objetivo en el sentido usual del término, nada documental. Dar testimonio es una forma de ser, de intentar abrirse, no de observar.

No respetas mucho las jerarquías de género literario, ¿verdad? En Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, todas las partes, ya sean meditación, ensayo personal, poema o crítica de arte, parecen tener el mismo valor para ti.

Efectivamente es así. Para mí esa jerarquía no existe. Por otra parte, y en la medida en que puedo observarme a mí mismo cuando escribo un poema y cuando escribo acerca de un libro de otra persona, no me parece que estén trabajando zonas diferentes de mí en estas dos situaciones. Siempre son las mismas zonas.

Una de las cosas que me parece más notable en tus escritos sobre arte es que la crítica nunca es formal. Lo que me hizo pensar en eso es el ensayo sobre Caravaggio en Y nuestros rostros, mi vida… Explicaste su uso claustrofóbico del espacio en función de que el pintor había sido pobre y vivido en lugares atestados, y de tu impresión de que los pobres temen la distancia y la soledad. Así que ese espacio de Caravaggio refleja los espacios que él ha experimentado, y su comodidad o incomodidad en ellos. Es un tipo de análisis muy diferente al que haría un formalista. Siempre anudas tu reflexión a algo real en la vida del pintor. ¿Te lo planteas como una estrategia necesaria?

No sé si es una estrategia. Sólo es una manera de trabajar y un hábito. Pero puede que la cosa empieza al revés. En el caso de Caravaggio quizá no tenga nada que ver con museos, o ni siquiera con mirar sus cuadros. Tiene que ver con haber estado en las callejuelas o los bares de Roma, o algún otro lugar de Italia.

¿O con tus recuerdos de lo que pintaste en Livorno?

No con mis recuerdos de lo que pinté, sino de haber vivido en Livorno. Y entonces, cuando veo pinturas de Caravaggio, regreso a esas experiencias. Si mi aproximación al arte no es formal, es a causa de esta separación entre arte y vida propia del formalismo.

No la aceptas, ¿verdad?

Exacto, no la acepto. Cuando escribo sobre pintura, siempre estoy intentando escribir sobre la vida.

Tu escritura es a la vez visceral y racional. Sólo la puedo comparar con la poesía metafísica, aunque parezca raro. Me impresiona por estar a la vez incardinada en el cuerpo y en la mente, sin separación ninguna.

Sí, puedo reconocer eso. Ya dije antes que debo mucho a los poetas metafísicos y místicos. Pero diría que debo mucho más a un escritor como Camus, de quien podría decirse seguramente algo semejante.

¿No define Camus la gloria como “el derecho a amar sin límites”?

Sí, sí. Tuvo una enorme influencia sobre mí cuando era joven. Ahora llevo treinta años viviendo en Francia, y la gente me pregunta por qué elegí venir a Francia. No diré que fuese sólo porque era el país de Albert Camus, pero el hecho que en aquel entonces estuviese vivo y activo tuvo su peso.

¿Dejaste Londres también porque había dejado de gustarte?

No es que hubiera dejado de gustarme, nunca me gustó Londres.

Se han hecho conjeturas sobre tu elección –sobre si más bien huiste de un mundo que buscaste otro. Es una pregunta cruel en cierto sentido, ya que implica que no podías desenvolverte en la sociedad inglesa.

Es muy curioso. También es más complicado, porque abandoné Londres en 1960 y estuve casi 15 años viviendo en el Continente, escribiendo libros como el libro sobre Picasso, G. oCorker’s Freedom. Pero a mediados de los setenta me asenté en este pueblo donde sigo viviendo hoy y comencé a escribir sobre los campesinos. Y en aquel momento mucha gente –incluso amigos– me dijeron, “estás jubilándote, estás huyendo de algo”. Pero yo no me sentía en esa situación, porque tenía la impresión de que las vidas de los campesinos eran de hecho muy centrales, incluso en el período moderno. Creo que me guió cierta intuición profética, porque ahora todo el mundo se está dando cuenta de que la desaparición de los campesinos y sus formas de cultivo, su relación con la tierra y con la biosfera, es una cuestión de enorme importancia para el mundo entero. Incluso el más duro de mollera de los políticos rusos, despues de haber destruido a millones de campesinos, sería feliz si ahora pudiese reinventarlos. De forma que no fue una elección tan marginal como parecía.

Recuerdo con gusto un texto tuyo publicado hace años en Harper’s, titulado “Un montón de mierda”. Era sobre la necesidad de limpiar el retrete en primavera. Se reconocía la realidad de la actividad, pero pensé que podría ser también un consejo para la imaginación. Has hablado sobre los demonios y sobre el lado oscuro. ¿Habría que bajar al lugar del excremento, en términos de Yeats?

No lo sé. Lo escribí espontáneamente porque es algo que hago cada primavera. De repente pensé que quizá debería escribir sobre ello. Sucedió así, sencillamente. Por detrás –aunque quizá esto parezca un poco populachero o primitivo– puede que se hallen cosas como las siguientes: me parece que la avalancha de informaciones e imágenes del mundo que tenemos se han vuelto cada vez más incorpóreas, desencarnadas –sobre todo en los media. Y la pantalla sobre la cual las vemos de hecho se convierte en una pantalla opaca que separa a la gente de la vida física. Eso significa que también se convierte en una pantalla opaca entre las cosas que se hacen y las consecuencias de esas cosas. Uno de los ejemplos más terribles y monstruosos, por supuesto, es la guerra del Golfo. Por otro lado, y con mucha más modestia, también tiene que ver con el hecho de que todos cagamos, y no deberíamos negarlo u ocultarlo. Al mismo tiempo –y ruego que esto no se interprete en términos de sadismo–, estamos en una profunda crisis causada por el hecho de que la gente come carne pero rechaza el representarse los mataderos. Se pierde toda noción de que comer carne implica un sacrificio. La crisis nos afecta porque sin la noción de sacrificio la vida se vuelve mucho más solitaria y al mismo tiempo –de una forma que no sé explicar– mucho más desesperante.

En cierto sentido lo que estás expresando es la necesidad del ritual, de encontrar vías para simbolizar nuestras experiencias y estructurar nuestras emociones, que es la función del ritual.

Exacto. Y me parece que las mejores historias, sin caer nunca en simbolismos o en nada que pueda escribirse con mayúscula inicial, de hecho describen lo que ocurre como aspecto de cierto ritual.

(Conversación con Robert Enright. Border Crossings –A Magazine of the Arts, vol. 14 num. 2, abril de 1995. Traducción de Jorge Riechmann).


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