miércoles, 22 de febrero de 2017
Natalia Ginzburg, las páginas de un siglo
Por Higinio Polo
Este verano hizo un siglo que nació Natalia Levi, a quien conocemos como Natalia Ginzburg (por el apellido de su primer marido, que quiso conservar), una de las voces más notables de la literatura italiana del siglo XX, pese a que ella pensó siempre que era una autora menor; pero no hay duda de que escritoras como ella (y como Elsa Morante o Leda Rafanelli) componen una mirada imprescindible sobre el novecientos italiano. Natalia Levi era una mujer sencilla, observadora, a veces ensimismada, interesada en la vida cotidiana, aunque fue arrastrada en el torbellino de la desgracia que llevó a su primer marido a la muerte en las prisiones fascistas; era una escritora que construyó a veces, como en su primera novela, personajes que había visto desde su ventana o que se habían cruzado con ella, gente común, personas que disfrutan, como ella, de las pequeñas cosas de la vida, y lo hizo con una mirada a veces triste, que, sin embargo, creía apasionadamente en el ser humano y en la libertad. Cultivó la novela, el ensayo y el teatro, uniendo los vínculos dispersos de la tristeza de posguerra y capturando la memoria escondida entre las sombras de la vida cotidiana, sin demasiada fortuna, aunque obtuviese algún reconocimiento, rasgo que cambiaría en su vida cuando publicó Lessico famigliare en 1963, libro que consiguió el Premio Strega, y gracias al cual se hizo una escritora muy conocida en Italia. Escribió una veintena de libros, y tradujo a Proust, Maupassant, Flaubert, Duras, incluso a Igor Markévich, el director de orquesta ruso que participó en Italia en el movimiento partisano contra los nazis. Su faceta política, desde que fue diputada del Partido Comunista Italiano en 1983, es inseparable de su interés por las líneas que se ocultan en los círculos familiares, aunque ella insistiese siempre en que “no entendía de política”.
Las imágenes que nos han quedado de ella nos muestran a una mujer discreta, sobria, casi severa en la distancia en que parece mantenernos. En dos fotografías, sin embargo, Natalia Levi sonríe, aunque siempre contenida: en la primera, de 1947, está con sus tres hijos, Alessandra, sentada sobre sus rodillas, Carlo y Andrea, todos descansando en un pequeño muro de piedra, en el Valle de Aosta: todavía era joven, aunque ya había pasado duras pruebas. En la segunda, hacia 1988, la vemos con Vittorio Foa, que ríe a carcajadas, y con Norberto Bobbio. En cambio, en muchas otras fotografías de su madurez la vemos casi siempre seria, a veces con el ceño fruncido, como si no pudiese romper la vida huraña y temiese la intemperie temible del paso del tiempo.
Según decía su madre, Lidia Tanzi, Natalia Levi nació “el día de la toma de la Bastilla, en la calle de la Libertad”, de Palermo. Fue en 1916, cuando su padre, movilizado como médico en el frente austro-húngaro, en el Carso triestino, iba y venía hasta Palermo, donde tenía a su mujer y sus hijos. Su padre era un profesor triestino que impartía la materia de anatomía en la universidad palermitana, hijo de una familia de banqueros judíos, que educó a sus hijos en el laicismo y en el pensamiento libre. La madre de Natalia, católica y socialista, había visto con mucha frecuencia en su casa a Filippo Turati y Leonida Bissolati, dos de los fundadores del Partido Socialista Italiano, y a Anna Kuliscioff, la revolucionaria rusa que vivía con Turati. La infancia, marcada además por el aburrimiento de seguir las lecciones escolares en casa, transcurrirá en Torino: en 1919, el padre, Giuseppe Levi, va a trabajar a la universidad de Torino. La posguerra es difícil: Italia ha ganado la guerra, pero está perdiendo la paz, y los veteranos de las trincheras vuelven a un país que no los reconoce; además, las estrecheces económicas de la familia son constantes (aunque ello no les impide tener criada), y Levi es un hombre colérico, aficionado al montañismo, partidario de levantarse a las cuatro de la mañana, para preparar yogurt y a ducharse con agua fría. El profesor de anatomía Giuseppe Levi había viajado ya a la India, a Holanda y Alemania, y en las islas Svalbard (noruegas, entonces llamadas Spitzberg, situadas en el Ártico) había entrado dentro del cráneo de una ballena para buscar los ganglios cerebroespinales, era librepensador, irredentista y socialista. Natalia Ginzburg escribiría muchos años después: “Mi padre amaba el socialismo, Inglaterra, las novelas de Zola, la fundación Rockefeller, la montaña y la guía del valle de Aosta.”
En 1922, Mussolini conquista el poder, y Giuseppe Levi, apasionado antifascista, se revuelve furioso descubriendo cada día nuevos fascistas entre sus colegas universitarios, que se van adaptando al nuevo poder. Una de sus alumnas, la futura Premio Nobel de Medicina, Rita Levi Montalcini, recordaba el desprecio de Levi por Mussolini y el fascismo, repulsa que proclamaba en voz alta, públicamente. El hermano mayor de Natalia, Gino, era amigo de Adriano Olivetti, un antifascista cuyo padre había fundado una fábrica de máquinas de escribir en Ivrea, que, después él convertiría en una de las grandes empresas italianas. Por su parte, Alberto, otro hermano de Natalia, era amigo de Giancarlo Pajetta, un joven que se convertiría en dirigente del PCI, y que marchó como voluntario a España con las Brigadas Internacionales, y, después, fue miembro de la resistencia italiana contra el fascismo. En esos años de posguerra, la economía familiar mejora, y se trasladan desde la calle Pastrengo (donde tenían un pequeño jardín) a la vía Pallamaglio. Siempre relacionados con la izquierda, los Levi alojan en su casa a Turati, presidente del Partido Socialista, quien viaja clandestinamente a Torino desde su exilio francés.
Siendo todavía una niña de trece años, Natalia Ginzburg lee la primera obra del joven Moravia, y también a D’Annunzio; y a Chéjov, cuyas páginas le atraparán para siempre. En 1934, con apenas dieciocho años, publica en la revista Solaria. En 1935, la policía fascista realiza numerosas detenciones en Torino; entre otras personas, detiene a Carlo Levi, Cesare Pavese, Giulio Einaudi, Vittorio Foa. La detención es posible porque los delata Dino Segre, Pitigrilli, un estimable escritor, y sucio y desleal amigo, que estaba a sueldo de la OVRA, la policía fascista del régimen.
En 1938, se casa con Leone Ginzburg, un judío ruso nacido en Odessa, lector de literatura eslava en la universidad turinesa, que había fundado con Giulio Einaudi la editorial de ese nombre, y que se había visto obligado cuatro años antes a abandonar la universidad tras su negativa a prestar juramento de lealtad al fascismo. A finales del año de su matrimonio, entran en vigor las leyes raciales fascistas contra los judíos, y, tanto a Natalia como a su marido, les retiran el pasaporte. Leone Ginzburg, además, pierde la nacionalidad italiana y se ve convertido en un apátrida: son los años en que Natalia suspira por tener un pasaporte Nansen que les permitiese escapar de la bota fascista. En 1939 habían tenido su primer hijo, y, en 1940, el segundo. Cuando, en 1940, Leone es enviado al “confino”, exilio interior al que recurría el régimen contra sus opositores, Natalia sigue a su marido al destierro a Pizzoli, en Abruzzo, con sus dos hijos. Leone debe presentarse diariamente a la policía, mientras traduce a Tolstói y Pushkin. Allí nacerá el tercero, la niña Alessandra.
En 1942, Natalia publica en Einaudi la novela La strada che va in città, firmando como Alessandra Tornimparte (por el nombre de un pueblecito cercano a Pizzoli), porque su apellido, Levi, es judío, y las leyes fascistas le impiden hacerlo con el suyo. Mientras, traduce a Proust. Al año siguiente, tras la caída de Mussolini, Leone abandona en julio el confinamiento en Pizzoli, y se va a Roma, donde trabaja clandestinamente; Natalia lo sigue en octubre. Pero las cosas se complican: Leone es detenido en noviembre en una imprenta clandestina, y encarcelado en la prisión de Regina Coeli, por lo que Natalia se ve obligada a esconderse con sus hijos en un convento en via Nomentana. Pero lo peor estaba por llegar. En febrero de 1944, Leone, es salvajemente torturado en la cárcel, rompiéndole la mandíbula en los interrogatorios y dejándolo en un estado crítico. No llaman a ningún médico, y Leone, muere, solo, en la celda. En esas horas dramáticas antes del desenlace, Sandro Pertini (quien, muchos años después, sería presidente de la República) lo oyó musitar en los pasillos, ensangrentado: “No hay que odiar a los alemanes, después”. Natalia, trastornada, se refugia en Florencia, con su madre. El asesinato de su marido la marcaría para siempre.
Tras la liberación, Natalia vuelve a Roma, en octubre de 1944, a buscar trabajo, pero, según sus propias palabras, no sabía hacer nada, no se había licenciado, ignoraba otras lenguas, excepto algo de francés, y ni siquiera sabía escribir a máquina. Al año siguiente, vuelve a Torino: trabaja en la editorial Einaudi, con Cesare Pavese, Felice Balbo, Massimo Mila e Italo Calvino, quien, como ella, admiraba profundamente al autor de Por quién doblan las campanas: “hubiéramos dado diez años de nuestra vida por haber escrito el relato de Hemingway “Colinas como elefantes blancos”. De la mano del escritor Felice Balbo, miembro del PCI, Natalia ingresa en el Partido Comunista. En esos años, adopta la costumbre de levantarse temprano para escribir, hábito que mantendrá durante toda su vida. En esos años, escribe artículos para La Stampa y para L’Unità, el diario del PCI. En las cruciales elecciones de 1948, Natalia habla en fábricas y en las calles, aunque su timidez la arrastra. Las elecciones fueron manipuladas por los servicios secretos norteamericanos para evitar la victoria del Frente Democrático Popular compuesto por el partido comunista y los socialistas de Nenni, en una campaña que incluyó sobornos, financiación a la derecha, campañas de desprestigio contra los dirigentes comunistas, organización de atentados terroristas contra sedes del PCI, con numerosos muertos, que culminarían tras las elecciones con un atentado contra Togliatti que casi le causó la vida, protagonizado por un desconocido estudiante fascista, Antonio Pallante, quien, supuestamente, actuaba en solitario. La acción combinada de la CIA, el Vaticano y el poder económico italiano consiguieron la victoria para la Democrazia Cristiana, el peso de la balena bianca dejará atrás la alegría de los primeros años tras la liberación, y encerrar en las oscuras galerías de la historia las semillas generosas de la resistencia. Natalia escribe: “la posguerra fue triste y llena de desconsuelo”. En su propia familia, encuentra la desconfianza hacia el PCI. Su madre tiene reticencia con los comunistas: “Ten por seguro que si viene Stalin a quitarme a la criada, lo mato”, decía, para añadir: “¿Qué haría sin criada yo, que no sirvo para nada?” En la política italiana le pasaba igual: “¡Nenni no me gusta! ¡Nenni es como si fuera comunista! ¡Da siempre la razón a Togliatti! ¡Yo a ese Togliatti no lo soporto!”
El suicidio de Cesare Pavese golpea a la escritora; era uno de sus mejores amigos, aunque no deja de anotar que el poeta “no amaba la vida”, y que “en el fondo, no tenía ninguna causa real para suicidarse”. Tenía también gran estima por Umberto Saba, Carlo Emilio Gadda, Italo Svevo, Elsa Morante, Eugenio Montale, y su opuesto, Sandro Penna. En 1950, inicia una nueva etapa vital: se casa con el profesor Gabriele Baldini, con quien vivirá también en Londres, donde su marido dirigía el Istituto Italiano di Cultura desde 1960. Su vida común no llegará a las dos décadas; en 1969, Baldini muere. En 1952, Natalia va a vivir a Roma, y, en ese mismo año, publica Tutti i nostri ieri, título que toma de Macbeth, con el que recibió elPremio Charles Veillon y que se consideró su contribución a la literatura de la resistencia, además de ser calificada por el famoso crítico Geno Pampaloni como “el retrato sentimental de una generación”. Abandona el trabajo en la editorial Einaudi y pasa a hacer labores de asesoría: en 1957, Italo Calvino le envía su novela El Barón rampante, para que le dé su opinión.
Cuando vuelve de Londres, en 1962, se instala en la piazza Campo Marzio, donde vivirá hasta el final de su vida con su hija Susanna, enferma desde niña. En 1963 publica Lessico famigliare, que será un gran éxito. Años después, en 1967, viaja a Estados Unidos donde vivía su hijo Andrea, y, en mayo de 1971, va a la Unión Soviética con una delegación, aunque seguía insistiendo en que no le gustaba viajar. En esos años se interesa cada vez más por el teatro, hasta el punto de empezar a escribir para la escena, rasgo que no abandonará hasta el final de su vida. Su primera obra, Ti ho sposato per allegria , aparece en 1965, a la que seguirán L’inserzione (que representarán en Londres; y en Italia, dirigida per Luchino Visconti),La segretaria, Fragole e panna. También colabora con el cine, con Luciano Salce y Mario Monicelli, que llevan su teatro a la pantalla, e incluso llega a actuar: caracterizada como María Magdalena, la vemos en 1964 en la película de Pasolini, Il Vangelo secondo Matteo, sujetando con la mano el manto que le cubre la cabeza. Pasolini, que le tenía gran estima, le había propuesto hacer ese papel: los dos comparten la inquietud de los comunistas italianos por la evolución del país, y coincidirán de nuevo en los días de la revuelta estudiantil, cuando Natalia se interroga por el hecho de que quienes protestan “son los hijos de los ricos”, como hizo Pasolini en su provocador texto Il PCI ai giovani! Ginzburg presiente que la agitación de mayo del 68 es más un conflicto generacional que un movimiento revolucionario. También trabajó con Fellini, en un libro sobre sus películas; solía recordar que el Satyricon era una de las películas que más le gustaban (“un viaje a los continentes de la juventud”).
Desde 1969, cuando muere Baldini, vivía sola en el apartamento de Campo Marzio. Hacía la compra, escribía, fumaba, iba a la casa de Sorrento en verano: la soledad la aplastaba. De esos años es su novela Caro Michele (que Monicelli llevaría al cine) publicada en 1973, donde utilizando el recurso epistolar la escritora aborda el terrorismo en la resaca del mayo de 1968, y, también, la soledad y la distancia: “Se acostumbra uno a todo. Cuando ya nos hemos quedado sin nada.”, dice Angélica, la hermana de Michele. En La ciudad y la casa, que aparece en 1984, Ginzburg vuelve a utilizar la novela epistolar para abordar la dispersión de la familia, cuyos vínculos agonizan, atrapados sus miembros en el tedio, en el aislamiento y la incomunicación, hasta el punto de que el protagonista, Giuseppe, sólo conoce a su hijo Alberico a través de las cartas de otros. Tiene una decidida postura en defensa del papel de la mujer en la sociedad. En “La condición femenina”, ensayo que incluye en su libro Vida imaginaria, escribe: “No me gusta el feminismo como actitud espiritual. Las palabras ‘Proletarios del mundo, uníos’, las encuentro muy claras. Las palabras ‘Mujeres de todo el mundo, uníos”, me suenan falsas.” Para Ginzburg, mujeres y hombres eran diferentes, pero no antagonistas.
En 1977, vuelve a trabajar para la editorial Einaudi durante toda la jornada, leyendo manuscritos, y permanece en esa ocupación hasta 1988. En 1981, traduce Madame Bovary, tarea que la absorbe y la hace feliz. En 1983, acepta presentarse como candidata a la Cámara de diputados. Participa en iniciativas parlamentarias para la defensa de las minorías, en asuntos que afectaban a las mujeres, visita cárceles, interviene en la grave crisis creada por los euromisiles de la OTAN defendiendo para Italia una política de paz y desarme, incluso unilateral. Es reelegida diputada en 1987. Cuando, en septiembre de ese año, se discute en el Parlamento la propuesta del gobierno italiano de enviar barcos de guerra al Golfo Pérsico, Natalia hace una apasionada intervención en la Cámara denunciando las intenciones del gobierno del pentapartito, y haciendo duras críticas al Partido Socialista de Bettino Craxi, que apoyaba el envío de la marina de guerra. Cuando, en 1989, Achille Occhetto propone la svolta della Bolognina para disolver el PCI, Natalia se muestra contraria, y defiende con pasión mantener el nombre del Partido Comunista y sus símbolos históricos; frente a las acusaciones de “nostálgicos” que dirigen los partidarios de Occhetto contra quienes mantienen la misma posición que ella, y que agita agresiva e interesadamente la prensa y la televisión, Natalia contesta: “La nostalgia es algo maravilloso, es sólo nostalgia por el futuro”. Cree que las raíces del Partido Comunista siguen siendo las mismas, los trabajadores, y que su lugar en el mundo sigue siendo imprescindible. En cambio, mantiene que quien debería cambiar su nombre es el Partido Socialista: “¿qué lejano parecido existe entre el socialismo de Filippo Turati, Pietro Nenni y Riccardo Lombardi y el actual de Bettino Craxi o Claudio Martelli? Admiraba a Enrico Berlinguer: Natalia lo define como un hombre tímido, apacible, esquivo, triste, porque afrontaba la verdad. Cuando Berlinguer, en junio de 1984, cae fulminado en el mitin de la Piazza della Fruta de Padova, Natalia escribe un artículo donde recuerda su honestidad, su nobleza, su compromiso: “Hace un mes, en el congreso socialista donde había sido invitado, los socialistas lo recibieron con silbidos e injurias. No se movió, no dio signos de darse cuenta, sabiendo que la verdadera fuerza no responde a las ofensas, pasa por en medio de ellas como si fueran enjambres de moscas”.
Mientras tanto, había muerto, en 1985, Elsa Morante, a quien tanto admiraba, y escribe, dolorida, que en su entierro había poca gente, apenas sus amigos, sin la presencia de las autoridades. Mondadori le propone publicar toda su obra en dos volúmenes, que aparecen en 1986 y 1987. En esos meses, lee y traduce el libro de Molyda Szymusiak, sobre el terrible destino de una familia de la alta burguesía de Phnom Penh que es enviada al destierro por los partidarios de Pol Pot. Escribe la introducción del libro, que titula Il racconto di Peuw, bambina cambogiana. Publica también sus artículos en libros como Nunca me preguntes, y No podemos saberlo, donde recoge su visión sobre la cultura italiana, las relaciones familiares, el aborto, libros o películas, incluso su censura al pontífice Pablo VI por no haber ido a ver a Franco en septiembre de 1975, cuando firmó las últimas cinco condenas a muerte. Tiene en esos años una mirada pesimista sobre el futuro de Italia, y eso que ya no vería llegar la zafiedad del espectáculo televisivo y político de Berlusconi. En 1989, Natalia publica Antón Chéjov. Vida a través de las letras , sobre un universo que le había acompañado desde niña.
Cuando era jovencita, Natalia soñaba con las páginas de Chéjov, con capturar el frenesí de la Perspectiva Nevski en lugar de la Piazza San Carlo y las orillas del Po, decepcionada por haber nacido en Italia y no en las riberas del Don; después, la vida se le iría retorciendo entre los ecos de las palabras familiares, mientras escribía en sus cuadernos, a mano, sentada en el sofá. Escribió su primer libro, La strada che va in città, para que le gustara a su madre, y, años después, le enseñaba sus textos a su hijo, el historiador Carlo Ginzburg, cuyo mayor elogio era: “no está mal”. Porque Natalia Ginzburg nos contaba la vida de Natalia Levi (“en mi vida hubo domingos interminables, desolados y desiertos”), los interiores de familias a las que sentimos próximas, y quería ver el reflejo de sus páginas entre los suyos, porque ellos fueron siempre el destino de su escritura. Como Proust, recuperaba el tiempo perdido, guardado entre palabras familiares, y, tal vez, como escribió sobre las ciudades invisibles de Calvino, guardaba en sus ojos inquietos “la memoria dolorosa de un tiempo que nunca volverá.”
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