lunes, 24 de noviembre de 2014

Cinco años de la ley audiovisual. Balance sin fanatismos


El examen sobre la ley audiovisual no sólo reposa en la mayor o menor consistencia del articulado sancionado por el Congreso en 2009, sino que está determinado también por lo ocurrido en este lustro en el que la letra de la norma audiovisual mereció poco respeto por parte del gobierno, de los principales grupos de medios y de una oposición política que hizo suya la consigna que blande el sector más integrista de la Sociedad Interamericana de Prensa para conservar el statu quo: “la mejor ley es la que no existe”.

Por Martín Becerra*

Este quinto aniversario de la sanción de la ley audiovisual fue aprovechado para proyectar sobre ella un balance que excede la propia norma legal y refiere al vasto conjunto de políticas de medios desarrolladas durante las dos presidencias de Cristina Fernández de Kirchner. El balance es importante porque insinúa lo que vendrá a partir de 2015 y porque fue sacudido por el anuncio del gobierno de aplicar al grupo Clarín la “adecuación de oficio” para definir qué medios se venderán y quiénes serán los compradores, a sabiendas de que dicho anuncio será judicializado y, en consecuencia, no se resolverá durante el mandato de la presidenta actual.

Predomina en la discusión pública la consigna anabolizada por el fanatismo, lo que estorba la producción de análisis que no sean antecedidos por la afección acrítica o la oposición cerril. En cambio, si se observa con atención y voluntad comprensiva lo ocurrido en este primer lustro de la ley, se reparará en que la discusión social y política inédita sobre la función de los medios convive con paradojas en la aplicación de la norma, así como en contradicciones entre el texto de la ley y otras acciones gubernamentales, en la resolución judicial de un litigio que combinó los principios de libertad de expresión y competencia económica, en varios cambios en la titularidad de empresas y grupos de comunicación y, también, en grandes incógnitas sobre el futuro no sólo de la regulación audiovisual sino del sector de medios y tecnologías de la información en la Argentina.

El examen sobre la ley audiovisual (no es “de medios” porque no regula ni la actividad gráfica ni Internet) no sólo reposa en la (mayor o menor) consistencia del articulado sancionado por el Congreso en 2009, sino que está determinado también por lo ocurrido en este lustro en el que la letra de la norma audiovisual mereció poco respeto por parte del gobierno, de los principales grupos de medios y de una oposición política que hizo suya la consigna que blande el sector más integrista de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) para conservar el statu quo: “la mejor ley es la que no existe”.

Así como la ley audiovisual fue condicionada por la normativa previa, el futuro de las políticas de medios observará la experiencia de esta ley y de las medidas que adoptó el gobierno kirchnerista como referencia. Más allá de la eficacia material que haya tenido la promocionada “batalla cultural” y su secuela semiotizante, su huella organiza el trazo y la ejecución de políticas para el sector de la comunicación.

Las referencias a la ley audiovisual suelen mezclar tres aspectos: por un lado, la valoración de la ley en sí misma, es decir, la consideración de las virtudes y defectos del texto legal; en segundo lugar, el juicio sobre cómo el Estado ha aplicado la norma en este lustro y en qué medida fue o no respetuoso de la ley; por último, la ponderación sobre cómo se articulan otras políticas de comunicación que desplegó el gobierno, tanto para el sector audiovisual como para otros medios de comunicación, con la ley de 2009. A esos tres aspectos el presente balance le suma la necesidad de evaluar en qué medida se ha modificado la estructura de propiedad del sistema audiovisual en el país a partir de la ley audiovisual.

Precedida por un debate masivo sobre la función de los medios, sobre sus intereses y alineamientos, la ley audiovisual modificó un marco regulatorio que, en su origen, se remontaba a la Ley de Radiodifusión 22285 decretada por el dictador Jorge R. Videla en 1980. Esa ley fue empeorada por varios gobiernos constitucionales que introdujeron reformas, sobre todo a partir de 1989. El resultado fue un cambalache normativo que además de obsoleto y autoritario en su matriz fundacional fue facilitador de un proceso de concentración de la propiedad del sistema de medios que se caracterizó por la emergencia de grupos multimedios, nacionales y extranjeros, por la financierización de la estructura de propiedad, por la tercerización de las producciones audiovisuales y por la centralización geográfica de la producción de contenidos.

Esos procesos, que en sus rasgos principales continúan vigentes en la estructuración del sistema de medios de comunicación de la Argentina de fines de 2014, se combinaron con la revolución tecnológica post 1980. Asimismo, el proceso de transición democrática iniciado en 1983 erradicó la censura directa. Este avance, enorme si se lo compara con lo acaecido durante muchos gobiernos civiles y militares antes de 1983, no significa que la Argentina esté exenta de mecanismos que el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) llama “censura indirecta”, tales como la concentración de los medios, el abuso del gobierno en la distribución selectiva de la publicidad oficial o la asignación discrecional de licencias de radio y televisión, por ejemplo.

Tras la ruptura de las buenas relaciones que habían cultivado entre el kirchnerismo y el grupo Clarín en el período 2003-2008 y que se manifestó en la extensión de los plazos de explotación de las licencias de radio y tv o la autorización a la fusión entre Cablevisión y Multicanal, medidas firmadas por el ex presidente Néstor Kirchner, el Congreso sancionó en 2009 la ley audiovisual. Su contenido marca un cambio de paradigma normativo al establecer que las licencias audiovisuales podían ser explotadas también por organizaciones sin fines de lucro, que estuvieron proscriptas del uso de ese recurso público durante décadas. Otros países latinoamericanos como Venezuela, Ecuador o México también modificaron sus regulaciones audiovisuales, sin que sus nuevas leyes sean simétricas o equiparables (aunque tienen puntos en común).

La ley de audiovisual tiene carácter inclusivo al comprender a sectores no lucrativos (cooperativas, medios comunitarios) en la gestión de licencias, establecer límites a la concentración de la propiedad, exigir a las emisoras estatales pluralismo y diversidad, habilitar la participación de minorías políticas y sociales en los organismos de aplicación y control y disponer cuotas de contenidos locales e independientes.

La norma excluyó la posibilidad de contener el proceso de convergencia al impedir que servicios como el triple play puedan ser reconocidos legalmente y, además, es rígida en sus disposiciones sobre concentración de la propiedad, en su comprensión del mercado audiovisual (en particular lo referido a cruces entre licencias y contenidos) y en sus exigencias de producción propia. La ley es, además, permisiva frente a las señales extranjeras de contenidos, lo que contrasta con obligaciones estrictas para operadores locales. Por eso, a juicio de este autor, la situación actual demanda mejoras y actualizaciones a la norma si el objetivo es aspirar a mayor inclusión y acceso, diversidad y pluralismo.

A los problemas mencionados se suma que, como señaló la Corte Suprema de Justicia en 2013 cuando validó su plena constitucionalidad tras una causa iniciada por el grupo Clarín cuatro años antes, ni el gobierno ni los principales grupos fueron respetuosos de la ley. Es decir, la Corte advirtió que la aplicación del texto legal es problemática.

A pesar de exhibir una activa y transgresora política de comunicación, el gobierno eludió compromisos establecidos por la ley. La ausencia de concursos, la falta de información fiable sobre quiénes son los licenciatarios, el sobreactuado oficialismo de los medios estatales, la inyección de recursos económicos de carácter público para promover a grupos empresariales carentes de controles sociales y políticos, se combinan para desatender la democratización prometida en la discusión de los años 2008 y 2009.
Lejos de concretar la paulatina entrega del 33% de frecuencias del espectro radioeléctrico para su gestión por parte de actores sociales sin fines de lucro (una de las mayores innovaciones de la ley audiovisual), la mayoría de los medios autorizados a funcionar tras la sanción de la ley son emisoras estatales (ver Chequeado, 2013). Por otro lado, la ley exige que la política audiovisual se organice tomando como referencia la elaboración de un plan técnico de frecuencias. Esta información, esencial para conocer cuántas frecuencias hay en cada localidad y cuántas están ocupadas y disponibles, no fue construida por el Poder Ejecutivo. La ausencia de este indicador elemental entorpece la posibilidad de avance en la concreción del 33% para actores no lucrativos.

No obstante, desde la aprobación de la ley hay movimientos en el mapa de medios. Estos movimientos responden a una política que no tiene, necesariamente, a la norma audiovisual como referencia aunque la invoca con insistencia. El Programa Fútbol para Todos, la iniciativa gubernamental sobre la televisión digital (TDA), la inyección de recursos estatales para estimular el crecimiento de grupos empresariales como Vila-Manzano, Indalo (Cristóbal López), DirecTV, González-González o Electroingeniería, y el financiamiento a medios y productoras comunitarios de todo el país a través de los fondos del FOMECA (Fondo de Fomento Concursable para Medios de Comunicación Audiovisual), merecen consignarse como políticas activas que en algunos casos contravienen y en otros corren en paralelo a lo dispuesto por el texto legal vigente. Así, hay grupos en ascenso (Vila-Manzano, Cristóbal López, Szpolski, Fintech) y un Estado que emerge como emisor con potencia y una dinámica presencia como operador audiovisual, movimientos que representan novedades en el mapa de medios.

El gobierno y los grupos empresariales más importantes del sector pugnan por relaciones de fuerza distintas a las que expresó el campo mediático desde fines de la década de 1980. Vender licencias que expiran dentro de tres o cuatro años en un marco político de sucesión presidencial y de fuerte controversia judicial puede orientar las transferencias hacia un escenario de testaferros y de absorciones formales que tengan escaso impacto en la lógica mercantil que prima en el sistema de medios. Las barajas se reparten dentro de un club selecto.

En este contexto, sobresale el anuncio del gobierno de que aplicará el mecanismo de “adecuación de oficio” al grupo Clarín, que había presentado un plan admitido hace casi un año por la autoridad de aplicación audiovisual y que consistía en la separación en seis unidades empresariales del grupo. Sin embargo, esta adecuación fue cuestionada por el gobierno que, tras casi un año, descubrió súbitamente que el plan del conglomerado burlaría parte de la ley. En un trámite “sobre tablas” y sin dar curso del expediente a áreas del Estado que son competentes para analizar la acusación contra el grupo Clarín, el gobierno eligió así multiplicar la escalada de un conflicto que es constitutivo de su narrativa sobre la “batalla cultural”. Al hacerlo, en la práctica renuncia a que el grupo Clarín se adecue a la ley antes de diciembre de 2015, toda vez que el tema volverá a judicializarse y tendrá demoras también de carácter administrativo. Cabe interrogarse sobre esta jugada audaz del gobierno de renunciar a exhibir la desconcentración del grupo Clarín como trofeo final del mandato de Cristina Fernández de Kirchner y, en cambio, elegir la vía de la capitalización política de la recreación de la guerra política, judicial y mediática.

Este movimiento se enmarca en la citada reorganización de fuerzas empresariales que dominan el sistema de medios de comunicación y que por ahora conviven (en algunos casos a partir del conflicto constante y en otros, del alineamiento incondicional) con los medios operados por el Estado con lógica gubernamental y línea editorial intemperante hacia otras perspectivas. La promesa de un acceso generoso para organizaciones de la sociedad civil no se ha cumplido. El tiempo político que marca las elecciones nacionales de 2015 como final de mandato de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner es asumido como un punto de inflexión por todos los actores, los consolidados, los amenazados, los emergentes y los que, históricamente proscriptos, pujan por ser considerados como licenciatarios. Muchos comparten la narrativa de la “batalla cultural”. Ninguno sabe qué narrativa le sucederá. Y esa es, por ahora, la certeza que los unifica.

* Profesor Titular en Unviersidad Nacional de Quilmes y UBA; Investigador Independiente en Conicet.
En Twitter @aracalacana


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