martes, 3 de diciembre de 2013

Sobre la "forma superior de lucha"



Por Raúl Zibechi

Cuando la vida social y política se enfrenta a encrucijadas de caminos, se multiplican los debates, se suceden foros, encuentros y reuniones que buscan dilucidar hacia dónde conducir los movimientos. Colombia está viviendo un periodo de este tipo, donde se abren infinidad de espacios propicios para el intercambio, la escucha y el aprendizaje.
La pasada semana se realizó un encuentro sobre la unidad de la izquierda convocado por los periódicos Le Monde Diplomatique y Desdeabajo, otro que fue organizado por la Universidad de Bogotá para debatir las resistencias sociales en América Latina en relación con el proceso de paz, y además se realizó una gran marcha contra la violencia hacia las mujeres. Escenarios bien distintos, por cierto, por los que transitaron desde mujeres y feministas hasta académicos, dirigentes políticos y un buen puñado de jóvenes.
En uno de los encuentros el economista Héctor-León Moncayo mencionó la ácida ironía que vive la izquierda colombiana: En los 70 a los que impulsábamos la lucha de calles nos decían que había una forma superior de lucha a la que nos debíamos incorporar, en referencia a la lucha armada. Ahora nos dicen, y esa es la ironía, que la forma superior de lucha son las elecciones. Ciertamente, el eje de los debates actuales gira en torno de candidatos, siglas, alianzas y programas para atraer la voluntad popular hacia las urnas.
Argumentos similares hemos escuchado en otros países. Por ejemplo en Argentina, donde se viene debatiendo la necesidad de hacer política, insinuando que el trabajo territorial de base es insuficiente para cambiar el mundo porque es demasiado local y se debe participar en elecciones para potenciar ese trabajo de base. Esto lo dicen, por cierto, quienes no abandonaron las bases sino que encuentran enormes dificultades para sostener esos espacios.
Sobre el tema de las formas superiores o más avanzadas de lucha, sería oportuno mencionar cuatro aspectos.
El primero es que sostener que existen formas superiores, como sostuvimos en la década de 1960 y 1970, es tanto como afirmar que otras son inferiores, lo que tiene dos consecuencias que no son positivas. Por un lado, quienes se encuadran en las primeras tienen más autoridad para determinar lo que es correcto y adecuado y lo que no lo es, sencillamente por estar en la esfera superior. Por otro, tiende a homogeneizar los modos de hacer, lo que suele empobrecer el combate antisistémico.
La diversidad de formas de acción suele tener algunas ventajas. Quizá la más notable es que permite que sectores muy amplios de la sociedad se involucren en movilizaciones aunque no participen en movimientos, algo que suelen hacer sólo los militantes más o menos convencidos y conscientes. En paralelo, los diversos sujetos que integran el campo antisistémico (mujeres, jóvenes, gentes del color de la tierra, entre otros), suelen sentirse cómodos actuando de maneras diferentes a las que lo hacen otros sujetos. Quiero decir que la diversidad de formas de lucha facilita la incorporación de actores con sus propias características distintivas, sin que se sientan forzados a subordinarse a una forma hegemónica de acción.
La segunda cuestión se relaciona con los objetivos a largo plazo. En las décadas de los 60 y 70 quienes optaban por la lucha armada pretendían tomar el aparato estatal y destruir el capitalismo para construir una nueva sociedad. Quienes optaban por las elecciones buscaban modificar el sistema por dentro, gradualmente, y muchas veces tendían a insertarse sin más en el mismo. Sin embargo, esta determinista división entre reforma y revolución no resiste el análisis. Hay organizaciones que apelaron a las armas para ser reconocidas por el Estado y opciones electorales que realmente pretendieron cambiar el mundo.
En tercer lugar, buena parte del debate actual gira en torno de la conveniencia o no de participar en las elecciones. En este punto se registra un doble argumentación: estratégica o de largo plazo, y táctica o sobre lo más adecuado para fortalecer aquí y ahora el campo popular. Ante los límites que plantea la profundización del trabajo territorial urbano, en el que están empeñados desde piqueteros hasta sin techo y los más nuevos colectivos como el Movimiento Passe Livre de Brasil, aparece la tentación de volcarse al terreno electoral para conseguir fuerza adicional. Este argumento no debe subestimarse cuando lo esgrimen militantes comprometidos con su realidad.
En Chile este mismo debate enfrenta a los protagonistas de las grandes protestas estudiantiles. Los secundarios agrupados en la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios y otros muchos colectivos rechazaron la participación electoral, mientras el Movimiento de Pobladores en Lucha y otros colectivos apoyaron candidatos a la presidencia. Más allá de los resultados, la mitad de la población prefirió no ir a las urnas, pero no sería oportuno acusar a quienes tomaron esa opción de falta de conciencia política.
Por último, un nuevo enfoque modifica radicalmente el debate sobre las formas de lucha. No es lo mismo elegir modos de acción para cambiar este mundo, que para construir uno nuevo. En este caso, participar en las instituciones –ya sea a través de las elecciones o de cualquier otro mecanismo– sólo tendría sentido si pudiera servir para neutralizaar una ofensiva de los poderosos destinada a destruir lo que se está construyendo. La opción armada es necesaria para defender ese mundo otro, pero no para construirlo.
Si de hacer un mundo nuevo se trata, los modos de hacer se multiplican, con especial énfasis en la producción y la reproducción de la vida, que suceden tanto en la tierra y la fábrica como en el hogar. Este camino emprendido por muchos movimientos en nuestro continente coloca el debate en un lugar completamente nuevo: la reproducción, antes considerada tarea de mujeres, y los trabajos colectivos, empiezan a tener un lugar relevante y se incorporan al acervo de las formas de lucha.

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