miércoles, 25 de diciembre de 2013
La criminalización de la protesta, un ejercicio de clase
Rebelión
Por Lilliam Oviedo
En septiembre del año 2011, tras el protocolar saludo “Dios guarde a V. E.”, Sebastián Piñera, el ultraderechista presidente de Chile, estampa su firma en una pieza enviada a Patricio Melero (miembro del conservador partido Unión Democrática Independiente), un proyecto de ley dirigido a aplicar con mayor rigor la Ley Antiterrorista promulgada en 1984 por el dictador Augusto Pinochet, y a legalizar el endurecimiento de la represión a la protesta. En noviembre pasado, Piñera instó al Congreso a aprobar la propuesta, rechazada por el Senado y modificada en la Cámara de Diputados.
¡La ultraderecha trata de legalizar los atropellos que, actuando contra derecho, ha cometido siempre contra los pobres!
Es preciso hablar de la ultraderecha como sector, no solo porque en el proyecto de Ley de Resguardo del Orden Público firmado por Piñera se manifiesta la concepción de orden público que sustentan los sectores más retrógrados, sino también porque, en otros países (en particular en México y en España), los grupos gobernantes actúan en la misma dirección.
En España, el proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, es llamado por sus opositores “ley de represión ciudadana”. El texto fue adoptado el 29 de noviembre por el gobierno que encabeza el ultraconservador Mariano Rajoy, y prevé multas de hasta 30,000 euros por participar en manifestaciones no autorizadas ante edificios oficiales como el Congreso de los Diputados, el Senado o las Asambleas regionales.
Igual que en Chile, en España, la propuesta de endurecer la represión contra los manifestantes, es una reacción de los gobiernos ante el incremento de las protestas. Medidas neoliberales como los recortes en los programas de salud y educación y la privatización de estos y otros servicios, y situaciones como el cobro compulsivo realizado por los bancos hipotecarios, han aumentado la inconformidad y han causado protestas de enorme impacto social y político.
Una realidad similar se vive en México. El analista y profesor Miguel Concha, en un artículo publicado ayer en el diario La Jornada (Plan Legislativo para Reprimir), expresa que, en ese país, el Congreso ha realizado una serie de reformas, muchas de ellas propuestas desde o a favor de la Presidencia de la República, que atentan contra el derecho legítimo a la protesta. “Tal es el caso de la reciente iniciativa de Ley de Manifestaciones Públicas del Distrito Federal, que actualmente se encuentra en la Cámara de Diputados…”.
Entre las medidas dirigidas a alimentar el autoritarismo, Concha cita la modificación del artículo 29 de la Constitución, con el propósito de dejarle al Presidente de la República amplio espacio para la suspensión o restricción de garantías y la ampliación del alcance del delito de terrorismo a través de la modificación de cinco leyes sobre la materia. Señala que también se han aprobado leyes que permiten someter a investigación a una persona sin previa autorización de un juez.
“El gobierno construye un entramado legal para legitimar la criminalización de la protesta social y, más aún, para acallar las voces que denuncien el autoritarismo que nos imponen de manera evidente. Asimismo, en el Distrito Federal, que por mucho tiempo ha sido el lugar de debates públicos sobre temas de interés nacional, se pretende también hacer reformas al Código Penal local. Se presiona en efecto para modificar artículos de este ordenamiento, con lo que nuevamente se propiciaría penalizar de manera desproporcionada a manifestantes, y se daría libre curso al uso excesivo de la fuerza, abriendo la posibilidad para que de manera arbitraria los cuerpos de seguridad incriminen a los manifestantes”, dice Concha.
Junto al despojo y la ilegitimidad
Varios meses después del golpe de Estado contra Manuel Zelaya, en Honduras fue aprobada una ley que autoriza al gobierno a revisar las cuentas de las Organizaciones No Gubernamentales. Las autoridades dicen que va dirigida a impedir el financiamiento del terrorismo, mientras las organizaciones de derechos humanos afirman, con razón, que se trata de controlar la agenda política de los grupos opositores. Los legisladores actuaron a espaldas del pueblo, aprobando a puerta cerrada la propuesta gubernamental.
Así se actúa en Honduras, un país que durante muchos años fue centro de operaciones de John Negroponte, diplomático y agente de inteligencia estadounidense que conspiró contra todo proceso de avance político en Centroamérica; pero el sello institucional en otros países tampoco alcanza para disfrazar la intención y ocultar el sello de la ultraderecha en la acción de clase.
En la medida en que el ingreso y la riqueza se concentran (un reporte de Wall Street Journal citado con agudeza por Juan Gelman dice que ya no es el 1 sino el 0,7 por ciento de los acaudalados quienes controlan el 41 por ciento de la riqueza mundial), la ilegitimidad de los gobiernos al servicio de la clase dominante es más acentuada y se torna, por tanto, más evidente.
La criminalización de la protesta se convierte en un proyecto global, porque los sectores dominantes intentan prolongar la convivencia de la estabilidad política y social con formas de despojo que incluyen la negación de viejas conquistas y la conversión de una parte importante del patrimonio público en consorcios privados (el caso del petróleo mexicano y del bosque y el subsuelo chilenos).
Si hasta en el estilo y en los términos se parecen los proyectos de criminalización de la protesta que se discuten en diversos países, es porque la imposición abarca también a las ideas. Se trata de dejar claro que es intocable el patrimonio de los poderosos, quienes integran grandes corporaciones que sí pueden disponer de todo lo que existe.
Con un estilo burdo o con un sello institucional, es la práctica de la acumulación capitalista, que nunca fue idílica, y, en este momento, deja caer todo eufemismo y se revela como lo que es: explotación, despojo y saqueo que, para consumarse, irrespeta todo principio, incluso el derecho a la vida.
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