lunes, 1 de julio de 2013

Por qué una Constituyente



Por Oscar Moncada Buezo

Honduras se dirige inexorablemente hacia la discusión sobre la conveniencia o no de reformar profundamente nuestra Constitución, mediante la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente. Conviene, entonces, definir las particularidades de semejante decisión para facilitar el entendimiento general de un asunto que a todos concierne. Una disputa antigua y vigente, que enfrenta los conceptos tradicionales de Constitución y Democracia, en una tensión que se nutre del pensamiento clásico inglés y francés, –Rousseau, Kant, Locke, Mill y Burke– pero que en los EUA recién independizados adquirió notable relevancia.

Algunos padres fundadores de la nación americana como Thomas Paine y Thomas Jefferson, con posturas democráticas, defendían el derecho de los vivos por encima de la autoridad de los muertos, ya que ninguna generación –decían– tiene el derecho de limitar a las subsiguientes con una Constitución permanente; pensaban que la perpetuidad era moralmente repugnante, al asociarla con monopolios y servidumbres que se perpetuaban. Otros, constitucionalistas, como James Madison, entendían que la Constitución se orientaba a la acción al permitir el autogobierno para atender el bienestar general, mediante un gobierno firme y enérgico que limitara, creara y asignara poderes, dado que una Constitución heredada estabiliza la democracia y libera a las generaciones futuras, porque una frecuente convocatoria a constituyentes crearía un vacío legal que impediría la toma de decisiones.

En consonancia con este debate, la sociedad hondureña tiene también el derecho de enfrentar sus propios fantasmas y discutir el tema sin cortapisas, fundamentalmente porque nuestra Constitución nunca armonizó los intereses generales, al privilegiar los de minorías poderosas, cuya corrupción y avaricia –claramente manifiestas con el secuestro del Estado, sus negocios y sus recursos– pervierten el espíritu democrático y de justicia que toda Carta Magna debe poseer, prostituyendo el sistema al convertir sus instituciones en plutocráticas y oligárquicas, lo que genera violencia, impunidad, ausencia de estado de derecho y el lacerante empobrecimiento de nuestra población.

En Honduras la soberanía corresponde al pueblo, del cual emanan los tres poderes del Estado para formar un gobierno republicano, democrático y representativo. Palabras hermosas para describir nuestra incipiente democracia liberal; un modelo representativo de alta eficiencia en otras latitudes para asegurar al pueblo justicia, libertad y bienestar económico y social. Pero que aquí no funciona porque en la práctica su éxito requiere de la existencia de un fuerte régimen de opinión pública y una clase media numerosa y educada, que interactúan entre sí para vigilar al sistema, lo que en Honduras no existe.

A ello súmese las peculiaridades del período 1981-1982, cuando se discutió nuestra Constitución; tutelaje y presiones ejercidas por militares hondureños y norteamericanos, quienes ejecutaban la política de seguridad nacional de la administración Reagan para derrotar las revoluciones en Centroamérica; influencia de un caudillismo urbano y rural de visión política anacrónica, determinada por sus carencias intelectuales y el miedo a lo que acontecía en Nicaragua y El Salvador; desconocimiento real del pueblo de las virtudes y compromisos de los candidatos a esa asamblea, seleccionados arbitrariamente, además de la falta de pluralismo en los medios de comunicación. El resultado no podía ser peor; una Constitución hecha a la medida de los intereses de esas fuerzas dominantes.

La mayor debilidad de nuestra Constitución es su ambigüedad para definir los derechos de salud, educación y vivienda, primordiales para el ciudadano, dado que, tendenciosamente, apenas reconoce su existencia, sin asumir el compromiso ni la forma para cumplirlos. Lo que fue una estafa de aquellos diputados. Además, nuestra Carta posee errores esenciales como el de facultar a las FFAA como garantes del proceso electoral, o el de establecer que el Congreso Nacional, un órgano eminentemente político elija, mediante una Junta Nominadora poco idónea, a los magistrados del Poder Judicial, selección que después incluiría la del fiscal general, contralores y al comisionado de DDHH.

En consecuencia, nuestra realidad es terrible y humillante; las tendencias empeoran y el país no prospera. Empero, muchos se oponen a la convocatoria del poder constituyente, la mayoría por desconocimiento y otros, porque aún pretenden imponernos su desfasado modelo de desarrollo. Desconocen que el deterioro y envilecimiento de las estructuras del Estado, al nivel de falla sistémica, requieren ahora de profundas transformaciones –dentro de un marco democrático– sociales, políticas y económicas; por ello llaman demagogos y populistas a quienes proponen cambios constitucionales. Así ocurre porque durante el último siglo, con rarísimas excepciones, nuestros gobiernos legislaron exclusivamente a favor de élites privadas, lo que no estaría mal si Honduras disfrutase hoy de desarrollo razonable con estabilidad democrática.

Cómo realizar entonces cambios permanentes para que los recursos del Estado se destinen a quien más los necesita, cómo hacerlo cuando los grupos privilegiados no ceden un ápice. Pues bien, en el nivel educativo, económico y social prevaleciente, no se puede. Sería utópico en política esperar que un gobierno de vocación participativa, decantado hacia las clases medias y pobres sobreviva en una democracia liberal y representativa, distorsionada y pervertida como la nuestra; o se desprestigia por la incongruencia entre intenciones sociales y un marco constitucional no diseñado para eso; o se le boicotea y al final se le remueve mediante el órgano legal creado por el sistema para defenderse a sí mismo, el Poder Judicial; o, como ocurre en Honduras, se le defenestra ilegal y violentamente a través de golpes de Estado.

En conclusión, la única forma de hacerlo es cambiando las reglas del juego, al pasar de una   democracia representativa a otra participativa, mediante las que se involucra al ciudadano en las decisiones sobre políticas educativas, de salud, de orientación de la inversión, de seguridad y en especial, las fiscales, –joyas de la corona– por las que necesariamente pasan los ajustes en la distribución del ingreso y la riqueza. Desde luego, y como base de continuidad de las reformas emprendidas, ello implica cambios en la participación política, puesto que para sostenerlas se requiere de la continuidad de sus actores, con lo que el modelo permite ya no solo la reelección de legisladores, sino del Presidente, así como la posibilidad de removerlos a través de procesos revocatorios; esto trae consigo, por supuesto, la creación de una fuerte base popular que defienda los cambios. De allí la importancia que adquieren los mecanismos de participación directa, como ser el plebiscito y el referéndum.

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