sábado, 13 de julio de 2013

El signo del crimen


Diario Tiempo

Según las estadísticas del Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional Autónoma (UNAH), el índice de violencia en nuestro país, de 85,5 por cada 100 mil habitantes, se halla estancado, aunque las estadísticas de Naciones Unidas sitúan en 91 homicidios por cada 100 mil habitantes el índice de criminalidad en Honduras.

La tasa de homicidios en 2012 continúa siendo apabullante. 10,441 muertes violentas, con un promedio mensual de 598 asesinados o de 20 víctimas diarias. Las interpretaciones respecto a las variaciones estadísticas a lo largo de la última década se antojan, por lo tanto, inoficiosas.

Esa elevada tasa de homicidios confirma el fracaso del combate a la violencia y la criminalidad por parte de los organismos de seguridad del Estado, especialmente en lo que concierne a la entidad policial. La modalidad actual, de acuerdo con el análisis del Observatorio de la Violencia, es la matanza (masacre, decimos aquí) por ajuste de cuentas, y, en menor grado, por riñas.

El mapa de la violencia y la criminalidad es amplio, con excepción de tres zonas donde la tasa de homicidios es menor a 8,8 por cada 100 mil habitantes. Honduras es, en este y otros sentidos, un país en guerra sin tregua, en donde anualmente las bajas son definitivas y plurales: 6,596 hombres, 606 mujeres y 62 niños. 7,172 muertos en 2012, como si nada.

La mayoría de la población, a fuerza de mirar cadáveres, se va acostumbrando a la inseguridad y la indefensión. La clase media –alta y media-media—se contenta con restringir su movilidad, con amurallar y alambrar sus viviendas, lo mismo que con adoptar medidas de élite, por ejemplo, los “barrios seguros”. El negocio de la venta privada de seguridad va en crecimiento: actualmente 70 mil guardias privados, siete veces más que la plantilla policial.

Otra característica de esta guerra es la eficacia del enemigo. Cuenta éste con organización, suficiencia logística, apoyo internacional, financiamiento abierto e infiltración en los altos mandos del adversario. También goza de amplio espacio para desplazarse y multiplicar sus cuadros en un entorno de hambrientos y desocupados.

En esas condiciones, la batalla contra el crimen organizado no parece tener fin, por lo menos un fin plausible para la ciudadanía. Por el contrario, el fenómeno adquiere perfiles todavía más dramáticos cuando se advierte un cisma en los organismos de seguridad del Estado, que sugiere una lucha de poder entre facciones opuestas o entre carteles.

En esa perspectiva, el sistema para la defensa de la sociedad luce desarticulado, si no es que comprometido. El manto de la corrupción lo envuelve todo, precisamente por haberse constituido en sistema, en el que las instituciones públicas, principalmente las encargadas de perseguir el delito y de castigar los culpables, funcionan como bisagra, en un juego inmediatista y acomodaticio suicida,  propio de un Estado y una Sociedad fallida.

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