sábado, 20 de julio de 2013

¿Hacia el retorno de una práctica inhumana?



Por Joaquin Mejía

Durante los últimos dos años la Fiscalía Especial de Derechos Humanos ha recibido 16 denuncias por el delito de desaparición forzada. La propia Relatora Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los defensores de derechos humanos, al concluir su visita oficial a Honduras del 7 al 14 de febrero de 2012, denunció que se están cometiendo desapariciones forzadas en el país.

De acuerdo con la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la gravedad de este delito radica en que constituye una violación múltiple y continuada de numerosos derechos que el Estado de Honduras está obligado a respetar y garantizar. En primer lugar, el secuestro de una persona es un caso de privación arbitraria de libertad que vulnera, además, el derecho a ser llevado sin demora ante un juez y a interponer los recursos adecuados para controlar la legalidad de su detención.

En segundo lugar, el aislamiento prolongado y la incomunicación coactiva a los que se ve sometida la víctima representan, por sí mismos, formas de tratamiento cruel e inhumano, lesivas de la libertad psíquica y moral de la persona y de su derecho al respeto debido a la dignidad inherente al ser humano.

En tercer lugar, los testimonios de las víctimas que han recuperado su libertad demuestran que también se ven sometidas a todo tipo de vejámenes, torturas y demás tratamientos crueles, inhumanos y degradantes.

Y en cuarto lugar, la práctica de desapariciones ha implicado con frecuencia la ejecución de las víctimas, en secreto y sin juicio, seguida del ocultamiento del cadáver con el objeto de borrar toda huella material del crimen y de procurar la impunidad de quienes lo cometieron.

Lastimosamente, las desapariciones no son una novedad en el país. De hecho, el Estado de Honduras fue el país que inauguró la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos al ser encontrado responsable por la desaparición forzada de Manfredo Velásquez Rodríguez y Saúl Godínez Cruz, dos de los 184 casos de desaparecidos durante los años 80 y que pese a haber sido documentados por el entonces Comisionado Nacional de los Derechos Humanos, liderado por Leo Valladares Lanza, ninguno ha sido investigado diligentemente y no se ha producido ninguna sentencia condenatoria.

Las heridas abiertas por la impunidad de la década de los años 80 continúa siendo una afrenta a la conciencia de la humanidad y de las víctimas, ya que no sólo produce la desaparición momentánea o permanente, sino también un estado generalizado de angustia, inseguridad y temor. Aunque aproximadamente 27 oficiales de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional fueron procesados penalmente por estos hechos, ninguno ha sido condenado y muchos de sus procesos terminaron en sobreseimientos definitivos.

Y esas heridas se mantienen sangrando particularmente para las familias de las víctimas que terminan convertidas también en víctimas en tanto que sufren continuamente la angustia y el dolor de no saber dónde está y qué le pasó a su familiar, quiénes son los responsables de su desaparición y particularmente, preguntándose si está vivo o muerto Mientras no se encuentra su cuerpo, como dice Benedetti, viven “buscándose / buscándonos” porque “nadie les ha explicado con certeza si ya se fueron o si no, si son pancartas o temblores sobrevivientes o responsos”.

La desaparición temporal y el asesinato del periodista Aníbal Barrow es un ejemplo reciente de ello, pues independientemente que su desaparición y asesinato hayan sido cometidos por agentes estatales o por particulares, si el Estado hondureño no investiga diligentemente ni sanciona a todos los responsables intelectuales y materiales de tales hechos y de los restantes que han quedado en total impunidad, debemos reconocer que nos enfrentamos al terrible retorno de una práctica inhumana.

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