viernes, 26 de julio de 2013

Sobre la unidad de las izquierdas frente a las elecciones, aquí y allá

Rebelión

Por José Bustos

Después del trágico periodo de dictaduras militares que vivió América Latina, y la aparición reciente de gobiernos progresistas, las elecciones, como la más alta expresión del retorno a la Democracia, se han convertido en acontecimientos ineludibles, aún para la izquierda más reacia a la liturgia capitalista. Aunque muchas veces no sea fácil y, otras veces, se ponga en riesgo la propia identidad.

La necesidad y el rompecabezas

La unidad de las izquierdas frente a la perspectiva electoral representa, por un lado, una necesidad, y por otro lado, un rompecabezas. 

Sobre todo, para las izquierdas llamadas radicales, que postulan la toma del poder y la realización de profundas transformaciones estructurales que inauguren una verdadera transición a una sociedad socialista.

Para varias de estas izquierdas que, en América Latina, tuvieron su origen en los años 60, bajo el influjo de la revolución cubana, y que llegaron incluso a involucrarse en procesos de lucha armada, optar hoy por participar en elecciones no es una decisión fácil de tomar.

Es verdad, sin embargo, que todas estas izquierdas, contemplan teóricamente diversos medios de lucha para adaptarse a cada coyuntura histórica, entre los cuales está la lucha electoral. Sin embargo, habida cuenta que muchas de ellas no creen que la revolución se pueda hacer por las urnas, el entusiasmo participativo de estas es, en general, bastante circunspecto.

Esta falta de entusiasmo electoral (de algunos grupos), tiene también otras explicaciones. Entre las más importantes, está la cruda realidad de la crisis que las agobia. El sector global de la izquierda es hoy, en cada país latinoamericano, un enjambre de pequeños grupos, en general muy activos, pero, sin ninguna influencia significativa en las luchas sociales y, por lógica consecuencia, sin ningún peso en la vida política esos países.

En tales condiciones, la participación individual en una contienda electoral, a cualquier nivel (local, regional o nacional) es a todas luces irrazonable. La unidad de estos grupos se impone entonces como una condición sine qua non para alcanzar un mínimo de presencia aunque, como ya lo hemos dicho, no sea del todo fácil.

Las divergencias estratégicas

Entre las izquierdas encontramos esencialmente dos definiciones estratégicas. Para decirlo brevemente están, por un lado, las que se reclaman revolucionarias (o radicales) y, por el otro, las consideradas reformistas. Las primeras toman las elecciones como simples momentos de combate ideológico y de acumulación de fuerzas, con vistas a confrontaciones posteriores de mayor envergadura. Las segundas, como una buena ocasión de integrarse al sistema y tratar de atenuar, a partir de los puestos conseguidos, los males tradicionales del capitalismo, la opresión y la explotación social.

Estas divergencias son, con mayor razón en este periodo histórico, en América Latina, de una creciente complejidad. En general, la izquierda reformista sostiene entusiasmada, y a veces participa, en las experiencias de los gobiernos progresistas. Cosa que no ocurre con las izquierdas radicales que, aun reconociendo muchos de los aspectos progresistas de esos regímenes, denuncian regularmente la clamorosa ausencia de transformaciones profundas que abran la posibilidad de una verdadera transición a una nueva sociedad.

Combatir la exclusión

Para esta izquierda radical en nuestramérica (como se dice actualmente) los tiempos son duros. La idea de la sociedad socialista se ha, cuando menos, desdibujado, como consecuencia inevitable de la implosión de la URSS y el subsiguiente derrumbe del campo socialista. Dicho de otra manera, las promesas del socialismo, como la patria de los trabajadores, como el principio del fin de la explotación del hombre por el hombre, han perdido el poderoso atractivo que tuvieron en el siglo pasado.

Lo que se ha puesto de moda hoy, en América Latina, es la lucha contra la exclusión, o si se prefiere, la lucha contra la extrema pobreza, mal endémico de nuestras sociedades y que concierne a inmensos sectores de la población. Para ello, según parece, no se necesita ninguna revolución. Basta, como se ha he hecho en Brasil –el caso de referencia- de hacer que los ricos sean cada vez más ricos, pero, que compartan una módica parte de esas riquezas   con los más pobres del país.

Lula ya lo dijo antes de llegar a la presidencia: “La revolución hoy es hacer que todos podamos comer tres veces por día” . Más claro, como se dice, no canta un gallo. La revolución se reduce a tratar de satisfacer una reivindicación estrictamente económica, con pequeños aumentos de salarios a los que trabajan, y con la multiplicación de ayudas sociales a los condenados a la desocupación y a vivir en condiciones infrahumanas. Y, todavía, algo más, inevitable en toda sociedad capitalista: incitarlos paralelamente al consumismo. Así, en Brasil, en los 8 años del “lulismo”, se ha logrado sacar de la extrema miseria a unos 24 millones de personas.

Ese es, por ahora, el contenido esencial del progresismo latinoamericano, la lucha contra la exclusión, a través, evidentemente, de pomposas “políticas inclusivas”. En algunos países los avances en otros dominios, como la educación, la salud, la vivienda (cosas que no se hicieron en Brasil, lo que explica las últimas manifestaciones), son indiscutibles. También la tímida y muy limitada emergencia de un proto-poder popular, por ejemplo, en Venezuela. Sin embargo, lo que suscita una justificada inquietud es que, aún en esos países del llamado “Socialismo del Siglo XXI”, y a pesar de la nacionalización de algunas grandes empresas, el régimen capitalista y por ende la gran burguesía, siguen gozando de una muy buena salud y, evidentemente, de segmentos considerables del poder económico.

Dos terrenos, dos combates

Electoralmente, estas izquierdas, radicales y reformistas, aparecen incompatibles en los casos de esos países con gobiernos progresistas. Como ha ocurrido por ejemplo en Venezuela, o en Ecuador, y va a ocurrir pronto en Uruguay, las contradicciones entre ellas alcanzan niveles de fricción francamente repudiables. Las organizaciones de izquierda (partidos o frentes), que quieren ejercer el derecho de existir, y de presentarse a las elecciones con su propia identidad y su propio programa, son rápidamente catalogados como “enemigos del proceso”, y “de hacerle el juego a la reacción”. Calumnias que, viniendo del poder, tienen asegurada una larga audiencia y una no despreciable eficacia.

Curiosamente, un caso relativamente semejante se presenta en un país donde no hay un gobierno progresista. La unidad de las izquierdas en sus dos componentes esenciales, parece haber entrado en pleno proceso de concretización. Se trata del Perú donde, recientemente, se ha constituido el FAI -Frente Amplio de las Izquierdas- (1), con vistas a las elecciones de 2014 y 2016.

Habida cuenta que en este país, el Presidente Humala llegó a poder con la promesa de “Una gran transformación”, que despertó grandes esperanzas en sectores populares e intelectuales de izquierda, y que luego no se hizo el menor problema para ponerse al servicio de los poderosos, nacionales y extranjeros, y comprometerse incluso con el nuevo engendro comercial norteamericano llamado “Alianza del Pacifico”, podría creerse razonablemente que el FAI había sabido encontrar después de rudas negociaciones, un justo término medio, a nivel estratégico y táctico, entre las convicciones y aspiraciones de unos y de otros.

Lamentablemente, lo que ocurre en ese FAI no es lo que cabía esperarse. Como ya lo he señalado en un artículo precedente (2) no sólo hay quienes postulan una política de izquierda “adaptada al periodo neoliberal”, sino que, también, hay quienes aconsejan no criticar demasiado al régimen de Humala, para no facilitar en las próxima elecciones la victoria de los grandes enemigos del Perú, los acólitos de los expresidentes Alan García y Alberto Fujimori, responsables de innumerables masacres y de robo descarado de las arcas del Estado.

Un problema idéntico

Esta curiosa situación de la izquierda radical en las elecciones, que aparente e involuntariamente sólo serviría para "hacerle el juego a la derecha, o a la extrema derecha”, no es privativa de la América Latina. Se da también por estos días en Francia (donde vivo) con la participación electoral del “Frente de Izquierda” (Front de Gauche, cuyo líder es Jean-Luc Mélenchon), una de las pocas organizaciones que combaten frontalmente la política suicida del Partido Socialista en el poder, fundada en la austeridad, la misma que ya ha hundido en una miseria atroz, propia casi de la edad media, a los pueblos de Grecia, España y Portugal, particularmente.

Al Front de Gauche se le imputa desde ya, es decir, por anticipado, la responsabilidad de las inevitables futuras derrotas electorales del Partido Socialista y de sus aliados ecologistas. Dicho de otra manera, de estar contribuyendo a crear las mejores condiciones para que la extrema derecha (léase el Frente Nacional -le Front National, de Marine Le Pen et de su padre, Jean-Marie-), logre alcanzar por primera vez en nuestra época, importantes posiciones de poder.

Si esto llegara a producirse –lo que no es tan probable como se afirma-, según la argumentación oficial, la culpa no sería de los responsables de la destrucción sistemática del aparato industrial, del aumento exponencial de la desocupación, y del deterioro consiguiente de las condiciones de vida, sino de quienes combaten esa política irracional que asume ya caracteres casi genocidiarios.

En Francia como en América Latina, el problema de la izquierda radical es el mismo. Por ahora no hemos alcanzado (lo digo así porque me incluyo en ella) una capacidad definitoria en materia electoral, pero representamos una fuerza en desarrollo que amenaza, más temprano que tarde, de transformarse en un verdadero tsunami.

Por eso, las batallas electorales hay que darlas, siempre, sin dejarnos impresionar por la malicia de las críticas, ni sacrificar los objetivos de una campaña para obtener y/o conservar una unidad espuria con quienes solo aspiran a un reciclaje profesional en la administración pública. Aparte de eso, debemos proseguir sin pausa nuestra implantación en el seno del pueblo, promoviendo la organización y la lucha de los trabajadores, por la defensa de sus derechos y para crear juntos –partidos y movimientos sociales- las condiciones para llevar a cabo una verdadera transformación revolucionaria de la sociedad. 

Notas:




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