martes, 2 de julio de 2013
Haití y las responsabilidades de la región
Por Oscar Laborde
Haití fue la segunda nación en independizarse en el continente luego de Estados Unidos, pero la primera en abolir la esclavitud ya en el año 1803; lo que le valió un aislamiento pronunciado de las grandes potencias que veían en ella una amenaza y ejemplo contra sus propios sistemas esclavistas.
Cabe preguntarse si este relato no ha quedado impregnado como una vieja fotografía hasta el presente y si aquel odio por la valentía, y la audacia de los liberadores, no sigue hoy presente en los poderosos del mundo y surge necesariamente el interrogante si ese no es el principal motivo por el cual la dinámica de la historia no ha impactado en el mejoramiento de las condiciones de vida de las mayorías populares en ese país caribeño.
La Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (Minustah) se creó en el año 2004, frente a la inestabilidad política y social que vivía el país. Su participación sigue siendo fruto de debate a lo largo de toda Lationamérica –inclusive dentro de los sectores progresistas– entre quienes la asocian a una repetida intervención extranjera, mientras que otros, más allá de errores y procedimientos equivocados que puedan haberse implementado, consideramos que la misma jugó un rol fundamental en el restablecimiento de la democracia.
Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Guatemala, Paraguay, Perú y Uruguay son las naciones de nuestro continente, de un total de 18, que han asumido este desafío; frente a la política estadounidense de continuar socavando cualquier intento perdurable de democracia en el país que no esté en función a sus propios intereses geopolíticos y económicos.
En este contexto, una nueva institucionalidad irrumpió al sur del Río Grande, primero con la UNASUR y luego la CELAC, y la misma ha implicado no solamente sostener derechos, sino también asumir responsabilidades y obligaciones. Frente a la política del imperio, la actitud de hacerse cargo por parte de varios gobiernos de esta situación merece una reflexión más profunda y no tan simplista, como a veces, se la aborda.
La tarea es reconstruir el tejido social e institucional (devastado además por el terremoto de 2010) generando organizaciones que canalicen las demandas populares y no seguir apostando a los proyectos que sólo implementan políticas asistencialistas, de reparto de alimentos y ropa, para que no estalle la situación, pero nunca para que desarrolle el país.
Esto revaloriza la política del gobierno argentino de sostener, a través del Programa Pro Huerta del INTA, miles de huertas comunitarias que representan una organización familiar, comunitaria y de base, que indudablemente no cambia la estructura económica pero permite desde estos niveles primarios de organización, reconstruir lazos de solidaridad y trabajo.
Michel Martelly gobierna desde el año 2011, y vale reconocer sus esfuerzos, en este escenario repleto de contradicciones y tragedias, por instrumentar políticas de desarrollo a mediano y largo plazo, única garantía de una estabilidad duradera y de aportar al proceso de integración regional.
Vale rescatar las palabras del novelista Jean Claude Fignolé: “Una de las grandes tareas inmediatas del nuevo gobierno será reenseñar a los haitianos a vivir juntos.” Allí radica la centralidad y la complejidad del futuro de Haiti y el aporte que podemos hacer los países latinoamericanos.
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