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Por Gustavo Duch
[Il·lustració © Riki Blanco]
El crecimiento de las ciudades está asfaltando la naturaleza, mordiendo los campos de cultivo, lapidando la agricultura. Si, como demuestran numerosos estudios, los procesos de urbanización son cada vez menos sostenibles socialmente y ambientalmente, ¿por qué insistimos en hacer las ciudades más grandes, más pobladas y más complejas? ¿No sería más inteligente pensar en “desurbanizar” la sociedad para volver a formas de vida verdaderamente más humanas?
Morder la tierra
En los últimos meses estamos observando riñas y disputas por algunos espacios físicos del territorio periurbano. El Port de Barcelona necesita crecer para facilitar más comercio internacional, el aeropuerto no tiene pistas suficientes si queremos avanzar puestos en la competición turística, Mercabarna necesita más terrenos para dar cabida a nuevas instalaciones que la perpetúen como un hub internacional… y otros proyectos aparecen para, supuestamente, solucionar problemas de vivienda o generar nuevos puestos de trabajo. Todos tienen en común que dicha expansión se edifica, literalmente, sobre tierras agrarias o parques naturales, asfaltando la naturaleza.
En el caso de Barcelona, si retrocedemos solo unos 60 años, podemos observar muy bien cómo el crecimiento de las ciudades exige siempre este desmantelamiento del ecosistema rural. Según el interesante mapa interactivo elaborado por el proyecto europeo BCN Smart Rural, en estas décadas, la provincia de Barcelona ha perdido cada año 2.000 hectáreas de tierras fértiles de cultivo, hasta acabar con un total del 42% de su superficie agraria. El 60% de ese total se ha convertido en bosque sin usos agrícolas y el resto ha sido urbanizado. Es lógico, entonces, lo que se afirma en un segundo estudio de este mismo proyecto: en la provincia de Barcelona hay actualmente unas 200.000 hectáreas de tierras en cultivo con las cuales, según sus cálculos, se pueden alimentar alrededor de 600.000 personas. Es decir, solo al 10% del total de su población.
Siendo conscientes de esta delicada situación, exaspera observar que el año en que Barcelona es reconocida como la Capital Mundial de la Alimentación Sostenible, solo con dar un paseo por el Parc Agrari del Llobregat —epicentro de la producción de alimentos para la región metropolitana— se puede comprobar que no cesan los mordiscos urbanísticos a los pocos campos de cultivo que quedan. Y más irritante resulta que, en uno de ellos, ubicado en El Prat del Llobregat, se publicite que junto a los bloques de pisos se instalarán “placas solares para impulsar la energía verde”. Habrá que explicar a los gobernantes y sus asesores de marketing que la agricultura que han lapidado ya era un proceso para disponer de energía gratuita del sol. Verde y alimentaria.
La perversa sostenibilidad
Pero, si profundizamos en el funcionamiento de las mencionadas infraestructuras de la ciudad, veremos que su anhelado crecimiento, además de urbanizar tierras agrícolas, conlleva otros y mayores impactos ambientales, aunque lo presenten como verde y sostenible.
El Port de Barcelona declara, en su flamante Plan Estratégico para el año 2025, que pasará de los actuales 65.000 millones de euros de comercio exterior a 75.000 millones. Y, adornando el informe con el colorido logotipo de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas, afirma también que mejorará sustancialmente su sostenibilidad ambiental. ¿Tiene poderes mágicos este emblema? Solo hace falta centrarse en uno de los productos estrella que comercializa el Port para entender que, en el negocio de mover mercancías, el aumento del tráfico siempre supondrá mayores costos ambientales. El último informe de la organización Grain explica, de forma muy sencilla, que solo la soja procedente de Brasil que entra por el Port de Barcelona —dedicada a engordar a los animales estabulados en las granjas industriales catalanas— equivale anualmente a unas 230.000 hectáreas de desforestación y a un 2% del total de las emisiones de gases de efecto invernadero de Cataluña. Si está previsto que crezcan los negocios basados en la soja (tanto para su consumo como biodiesel como para la producción de la tan ponderada proteína vegetal), estaremos hablando forzosamente de más superficie deforestada en algún punto del planeta. Es tramposo que, en la contabilidad ambiental del Port, que dicen quieren mejorar, no se sume esta contaminación deslocalizada.
Algo parecido ocurre en el caso de Mercabarna, que demanda más espacio para crecer, pero al mismo tiempo explica satisfecha cómo sus planes de sostenibilidad —también adornados con el arco iris de los ODS— pasan por ampliar el número de placas fotovoltaicas y la conexión 5G para todo el recinto. Pero no se contabiliza ni se evita que, por ejemplo, más del 95% de los melones que ahí se comercializan llegan también de Brasil después de recorrer miles de kilómetros.
La España llena
Así que las ciudades —donde se aglomeran millones de seres humanos física, mental y espiritualmente desconectados de la tierra y de la naturaleza— son parte del problema, y cuanto más grandes son, mayor es el problema. En la actualidad, la mitad de la población mundial vive en grandes ciudades, que solo ocupan el 2% de todo el territorio, pero que generan el 80% de los gases de efecto invernadero.
Pero parece que nada detiene el avance de las ciudades y sus inconvenientes, como reconoce el Plan Prospectivo España 2050 presentado por el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez: “En las próximas décadas, el proceso de urbanización seguirá avanzando. Se estima que, en 2050, el 88% de nuestra población vivirá en ciudades y que la España rural perderá casi la mitad de sus habitantes. Si no tomamos medidas, las grandes urbes y sus áreas metropolitanas se volverán más extensas y dispersas, haciéndose menos sostenibles social y ambientalmente. Mientras, muchos municipios rurales y ciudades medias y pequeñas perderán dinamismo económico y sufrirán un notable declive social y patrimonial.”
En tal caso, ¿no se debería afirmar sin rubor que las ciudades son insostenibles? ¿Que el problema a resolver no es la España vacía sino la España llena? Lo verdaderamente relevante ¿no pasa por reconocer abiertamente que el “urbanocentrismo” como forma de vivir de nuestra sociedad viola los principios naturales que deberíamos respetar? ¿El reto actual no es pensar cómo “desurbanizar” (mental y físicamente) a esta sociedad para, en la medida de lo posible, poner en práctica formas de vida verdaderamente sostenibles y vivibles? ¿El objetivo de sostenibilidad que se proponen algunas ciudades no pasa obligatoriamente por pensar en cómo empequeñecerse, reducirse, vaciarse?
Plantar escuelas
¿Pero cómo “desurbanizamos” las ciudades y nuestras mentes? “Planta una escuela y te crecerá un pueblo” es la sentencia que he escuchado mil veces en boca de mi amigo pastor Jeromo Aguado. Planta una escuela y se activarán las siguientes secuencias: una escuela, en un pueblo que no tiene, motivará la llegada de familias jóvenes a vivir en las antiguas casas de sus parientes. Algunas llegarán con su trabajo en la mochila y otras recuperarán actividades en el sector primario. De esta forma se reactivará la economía local, al margen de los vaivenes mundiales, con oficios recuperados: agricultura, panadería, transformación, restauración, ganadería, veterinaria, carnicería… Y, progresivamente y con equilibrio, llegarán profesionales de la salud, de la educación… Plantando una escuela, argumenta Jeromo, crece un cambio más radical. Las generaciones de niñas y niños, de jóvenes criados y educados en esas reglas de la “ruralidad”, crecerán formando parte de la naturaleza.
Y esta es mi propuesta: que las grandes ciudades incluyan una importante partida en sus presupuestos municipales destinada a “la reapertura de escuelas rurales” en los pueblos de su influencia o cercanía. ¿Les parece absurdo? Desde luego que a mí no. Bien sabido es que los pastores y pastoras tienen mucho tiempo para pensar.
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