miércoles, 17 de noviembre de 2021

“En España no ha habido cacique que no tuviera un periódico”


CTXT

Por Pablo Iglesias Turrión *

[Foto: Carmelo Romero Salvador. PODEMOS CASTILLA Y LEÓN]

Carmelo Romero (Pozalmuro, Soria, 1950) ha publicado recientemente Caciques y caciquismo en España (Catarata). Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza, su libro analiza el caciquismo español como característica de la estructura política de la España del siglo XIX y explora algunas de sus continuidades hasta nuestros días. Su libro nos sirve para reconocer con claridad a los Romanones, los Maura, los Cánovas, los Sagasta y los mecanismos oligárquicos que definieron el poder en España.

Si en un diccionario político tuvieras que redactar la voz “caciquismo en España” ¿qué pondrías en cinco líneas?

El término “caciquismo en España, en su utilización más peyorativa –autoridad abusiva en una colectividad y utilización en la política y la administración de dinero e influencia para conseguir sus fines–, ha equivalido durante mucho tiempo a uso y costumbre, es decir, a normalidad. Desde las esferas más altas a las más pequeñas se hizo popular, con razón, aquello de “la ley se aplica al enemigo; al amigo, el favor”.

¿Cuándo empieza y cuándo termina estrictamente el caciquismo en España? En el libro diferencias el caciquismo isabelino y el de la Restauración.

El término de cacique fue tomado de algunas tribus de las Antillas que lo usaban para designar a quienes tenían más mando e influencia en ellas. Con ese mismo sentido se trajo a la península, y fue aplicado después a la política y catapultado por Joaquín Costa con su obra Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, de 1902. Entendido como desiguales relaciones de poder, su inicio radicaría en el principio de esa desigualdad y su final, lógicamente, en la hipotética desaparición de ésta.

El caciquismo político no hace sino llevar a la práctica política lo que en la vida cotidiana es práctica y norma

Otra cosa son los diferentes grados y niveles de intensidad existentes y otra, asimismo, sus adaptaciones a las diversas coyunturas de los tiempos. En tiempos de aviones y de AVES, de multinacionales y de banqueros, de televisiones, radios e internet, no puede tener, porque no sería eficaz, las mismas características que en tiempos de carreta y mula, de micromundos y usureros particulares y de sermones en las iglesias y cartas de correspondencia como elementos de comunicación pública y privada.

Por eso, este libro sobre el caciquismo político parlamentario tiene su arranque en el momento de la consolidación del parlamentarismo en España, en 1834, y su punto final, en 2020 porque ese año concluyó la redacción del texto. Entre ambas fechas, claro está, hay muchas variantes y adaptaciones a las realidades concretas de cada coyuntura, entre ellas en la época isabelina y en la Restauración. No obstante, lo que destaco respecto a estas dos épocas (1834-1868 y 1874-1923), es, frente a la visión hegemónica de la historia de España, mucho más las continuidades esenciales que las diferencias. Entre esas continuidades la principal es que el partido que convocaba las elecciones las ganaba. Siempre. Y estamos hablando de casi cien años y de una cincuentena de elecciones a Cortes. La principal diferencia estriba en que en la época isabelina la reina siempre daba el poder de convocatoria al mismo grupo político –moderados y unionistas–. Esto es fundamental para entender el militarismo y los pronunciamientos de este período, ya que estos constituían la única posibilidad –vedada la de las urnas– de acceder al poder de los progresistas (y una vez estos en él, a la inversa, pronunciamiento de los moderados).

En la Restauración, dadas las experiencias acumuladas y el temor a una revolución social, se da paso a un civilismo mediante el turnismo, la alternancia en el poder, por el que una vez ganan los conservadores y a la siguiente los liberales –distintas tendencias políticas, pero un mismo tronco, el de la propiedad–. Y así, continuadamente, durante 21 elecciones y 50 años. Son variantes –militarista en la época isabelina, civilista en la Restauración– emanadas de un mismo hecho, el ya subrayado de que quien convoca las elecciones, inexorable y caciquilmente, las gana.

A propósito de la vieja polémica sobre la revolución burguesa en España ¿Culmina la revolución burguesa en la Restauración con el régimen de Cánovas o ya estaba hecha antes?

Entendida la revolución burguesa, en su parte más esencial, como el fin de la sociedad estamental y de privilegios del Antiguo Régimen y el establecimiento de la sociedad de clases –iguales teóricamente ante la ley pero desiguales en lo económico–, la sustitución del régimen absolutista por el de división de poderes, con el sistema parlamentario, y la transformación de las estructuras feudales de propiedad en propiedad privada y plena, la revolución burguesa en España tiene su epicentro en los años treinta y cuarenta del siglo XIX (la desamortización de los comunales es de 1855). Otra cuestión es el tipo de revolución burguesa en España, tan diferente a la francesa y mucho más en la línea de la “vía prusiana”. Durante la Restauración se consolida, tras el sexenio democrático (1868-1874), esa vía eminentemente conservadora.

¿Tenía razón Pi i Margall frente a Salmerón o Castelar y por tanto los republicanos federales frente a otras tendencias del republicanismo?

La I República fue proclamada, conviene no olvidar la paradoja, por unas cortes monárquicas, tras la renuncia al trono de Amadeo de Saboya y el fracaso anterior de la monarquía borbónica tanto en su vertiente absolutista con Fernando VII como en la liberal parlamentaria de su hija Isabel II. Adviene por tanto como una necesidad y sin una base social mayoritaria. Por otra parte, no se inicia en la cresta de la ola de la esperanza revolucionaria que se había dado cinco años antes con la Gloriosa de 1868, sino en la bajamar de ese oleaje. Incrementan las dificultades la guerra carlista en el norte y la de Cuba, por su independencia, y el contexto internacional negativo, con la reciente guerra franco-prusiana, la Comuna de París y el temor de los sectores de la propiedad al impulso proletario propiciado por la I Internacional.

A ningún ser vivo ni a ninguna institución o régimen nos es dado elegir ni el momento ni las circunstancias en las que nacemos. Desde luego, el existente no era el más propicio para la consolidación y desarrollo de un nuevo régimen, el de la República. No es extraño, dado lo dicho, que fracasaran tanto la vertiente federalista de Pi i Margall, considerada timorata y desde arriba por otros federalistas y de ahí las sublevaciones cantonales –nuevo problema, y no menor, añadido–, como las más centralistas de Salmerón y, sobre todo, de Castelar con su apelación a una república de “orden, autoridad y gobierno”. En todo caso, la labor del historiador, tal como la entiendo, dista mucho de la de los jueces a la hora de dar “la razón” a unos u otros que equivale a algo así como administrar sentencia. Lo fundamental es analizar y tratar de comprender los porqués lo que da pie a que, como ciudadanos, podamos actuar comprometidamente con el presente y el futuro, no con el pasado.

Dices que el caciquismo expresa más relaciones de poder que prácticas políticas cotidianas. Explícame eso.

En realidad, mi base de partida es que las prácticas políticas cotidianas son expresión de unas relaciones de poder concretas. Obviamente siempre complejas, pero en las que son esenciales, aunque no únicas, las diferencias económicas, sustrato de muchas otras. En este sentido, el caciquismo político no hace sino llevar a la práctica política lo que en la vida cotidiana es práctica y norma. Por ello, aunque en este libro me ocupe únicamente del caciquismo político parlamentario, e incluso, en puridad, de sus “primates” –en la acepción costista de los primeros, de la punta del iceberg–, el caciquismo no se da solo en la vida política. En tanto que relaciones de poder entre desiguales se ejerce, con mayor o menor profusión e intensidad, en todos los ámbitos, actividades y profesiones. Forma parte, y no accesoria sino vertebral, de nuestras realidades cotidianas.

Hoy el auge de la extrema derecha es un tema que preocupa. Maura posiblemente no, pero los mauristas de derechas ¿no crearon algo así como el protofascismo español?

Sin duda. Una de las corrientes del “maurismo” clamaba en la coyuntura de los años veinte por un Mussolini en España; saludó con júbilo la dictadura de Primo de Rivera y algunos de sus miembros, como Antonio Goicoechea y José Calvo Sotelo –ministro de Hacienda durante la dictadura–, crearon durante la II República el partido Renovación Española, uno de los principales impulsores de la sublevación militar de julio del 36.

El principio esencial de la democracia queda subvertido cuando a la hora de traducirse en escaños, hay votos que “valen” más del doble para el Congreso y más de 70 veces para el Senado

Aunque del tronco del maurismo salieron diversas ramas ideológicas, la pretensión de Maura de “una revolución desde arriba” y el predominio entre sus seguidores de jóvenes de la aristocracia y de las clases medias acomodadas, con vocación elitista, traían aparejadas, en la coyuntura de los años veinte y treinta, semillas protofascistas.

Antonio Maura ejemplifica dos aspectos no baladís referidos al caciquismo parlamentario. Por una, pasar de encabezar, con su cuñado Germán Gamazo, el sector de un partido –el liberal– a presidir gobiernos y acaudillar tendencia en el otro partido del turno –el conservador–. Por otra, es el diputado que más veces –¡diecinueve elecciones y 42 años seguidos! – lo fue por una misma circunscripción, la de Palma de Mallorca. Un prototipo por tanto de lo que denominó “cangrejos ermitaños” –los que consiguen un escaño y siguen y siguen– y de los que, como en el libro puede verse, hay un largo número tanto en el pasado como en el presente.

¿Qué piensas del concepto de bloque de poder de Tuñón y del empeño de los liberales (Varela Ortega, etc.) de impugnar ese concepto fundamental?

Coincido en que es un concepto fundamental y que es preciso intentar desentrañarlo siempre, en “cada lugar” y en cada tiempo, si queremos comprender realidades hondas del poder y más allá de los meros individuos. Profundizar analíticamente en la sustantividad del “bloque de poder”, o “bloque hegemónico”, entendido como entramados económicos y sociales, menos visibles que los políticos, pero tan reales al menos, que “dirigen” las pautas esenciales de una sociedad, es tarea ineludible para comprender la realidad concreta en la que cada uno vive y, según la opción de cada cual, organizarse para reafirmarla o para tratar de cambiarla. No es extraño, dado lo dicho, que a cierto liberalismo le resulten incómodas –por decirlo suavemente– esa forma y esa finalidad de análisis.

Los sistemas electorales nunca han sido neutrales en España ¿Qué dirías del actual?

Ni en España, ni en ningún otro país. Las leyes nunca son neutras, ni son las que son porque no puedan ser otras. Responden prioritariamente a los planteamientos e intereses de los sectores que en cada momento son hegemónicos y dominantes. También, claro está, las electorales, en tanto en cuanto son la piedra base sobre la que se erige cada sistema político parlamentario.

En el libro analizo la decena de leyes electorales que desde 1834 han existido en España y sin las cuales no puede comprenderse el funcionamiento político, y por tanto la praxis concreta caciquil, en cada momento histórico. No se trata solo, que también obviamente, del quiénes pueden votar y ser elegidos sino, entre otras cuestiones, pero de forma muy fundamental, los marcos territoriales de la elección –pequeños distritos uninominales o circunscripciones provinciales– y, en estas últimas, si se trata de un sistema mayoritario de asignación de escaños o proporcional. Pretender entender en profundidad las prácticas caciquiles, los cómos y los quiénes en un sistema político parlamentario, sin partir de las leyes electorales que en cada momento los rigen, equivale a esperar que un olmo fructifique en peras o manzanas.

En cuanto al sistema electoral vigente, lo primero que hay que tener en cuenta es que es el mismo, en lo sustantivo, que se estableció, a partir de la ley de reforma política de 1976, para las elecciones de 1977. Es, por tanto, anterior a la actual Constitución y, desde la consideración anterior de que las leyes no son neutras, es claro que respondía prioritariamente a los planteamientos e intereses de sectores del tardofranquismo hegemónicos en ese momento. Otra cosa es que tras los resultados de las elecciones de 1977 y 1979, con el triunfo de la UCD, quedase patente que no solo el partido que obtenía más escaños salía favorecido, sino también, aunque en menor grado, el segundo –el PSOE–, resultandos perjudicados claramente el resto de los partidos de ámbito nacional, lo que conllevaba facilitar parlamentariamente el bipartidismo. El triunfo electoral por mayoría absoluta del PSOE en el 82 –siendo ahora, como primera fuerza, el más favorecido– fue seguido de su aprobación de la Ley electoral de 1985 (LOREG), mero calco de la del 77.

En el libro se analiza con cierto detalle tanto la legislación electoral para el Congreso como para –distinta– el Senado y cómo han condicionado y condicionan no solo la composición política de ambas cámaras sino también, con las listas cerradas y bloqueadas para el Congreso, el tipo de personal político, las relaciones internas en cada partido, las relaciones ciudadanía-personal político, y a la inversa, etc. Si Arquímedes decía, dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, la ley electoral es, a todo sistema político, ese punto de apoyo. De ahí las resistencias, desde los beneficiados por el sistema, a cambiarla. Entretanto, y entre otras cosas, el principio esencial de la democracia –una persona un voto– queda subvertido desde el momento en que, a la hora de traducirse en escaños, hay votos que “valen” más del doble que otros para el Congreso y más de setenta veces para el Senado. No acaban ahí, por cierto, con esta ley, ni las subversiones a principios teóricos de la democracia, ni los esperpentos.

Juguemos un poco al tenis. Yo te propongo una palabra en relación al caciquismo y tú la defines en una o dos frases máximo:

Abogados. - La profesión más abundante en el Parlamento español, por saber manejarse en los vericuetos de la Administración, de las leyes y de las ilegalidades.

Militares. - Presentes en el Parlamento con asiduidad, especialmente en la época isabelina. Todos los más importantes fueron diputados y, de paso, dieron también escaño a muchos otros de sus conmilitones.

Prensa. - No hubo cacique de tronío que no tuviera un periódico. Y los más importantes a escala nacional, como El Imparcial y el ABC, a sus propietarios y familiares en el Parlamento.

Monarquía. - La clave del arco del sistema político y del entramado caciquil.

Iglesia. - Privados de voto durante la mayor parte del período, pero no por ello carentes de influencia. Y mucha.

Por cierto, a falta de la nobleza –que también ha estado muy, muy presente no solo en el Senado sino también en el Congreso– has citado los sectores que conforman los primates del caciquismo político y que quedan sintetizados en la vestimenta del maniquí sin rostro de la portada del libro: toga y puntillas de abogado; pantalón de uniforme y sable militar; cadena de oro y toisón de nobleza y monarquía; periódico en una mano y en la otra pluma de escritor –la mayoría de los escritores más afamados, incluidos los premios Nobel, fueron diputados– y casquete de obispo –solideo– en la cabeza. Podrá decirse que falta “el capital”, pero “el capital” forma parte consustancial de esa mezcolanza.

Y un apunte final, en tu particular partido de tenis, has dispuesto del saque, espero que haya ocasión de que sea yo quien lo efectúe y, por tanto, seas tú quien esté al resto.

Así será Carmelo. 


* Pablo Iglesias. Es doctor por la Complutense, universidad por la que se licenció en Derecho y Ciencias Políticas. En 2013 recibió el premio de periodismo La Lupa. Fue secretario general de Podemos y vicepresidente segundo del Gobierno.  @PabloIglesias


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