El Diario
Por Ana Requena Aguilar
La autora de ‘Desarmar la masculinidad’ reflexiona sobre cómo la violencia, la heterosexualidad y la LGTBIfobia están entrelazadas con la creación de un modelo tradicional de masculinidad que se rearma ante los cambios sociales.
La socióloga Beatriz Ranea (Madrid, 1985) publicó hace unas semanas Desarmar la masculinidad (Editorial Catarata), un libro en el que repasa las claves de lo que se ha llamado la ‘masculinidad hegemónica’ y por qué es una de las herramientas del patriarcado que urge desmontar. «¿Qué es ser hombre? No hay una respuesta única: ser hombre es un proceso de encarnación de los mandatos y pruebas de la masculinidad (…) Cualquier fisura en su demostración de la masculinidad puede repercutir de forma negativa en la proyección de hombría que reciben del resto de varones y, por tanto, hacerles perder el estatus de masculinidad», dice en uno de los pasajes. Las reflexiones de Ranea arrojan luz sobre cómo la violencia, la heterosexualidad y la LGTBIfobia están entrelazadas con la creación de ese modelo tradicional de masculinidad que parece rearmarse ante los cambios sociales que le amenazan.
¿De qué manera tiene que ver esta violencia LGTBIfóbica que estamos viendo con la masculinidad tradicional?
La relación se explica desde la propia construcción del modelo de masculinidad normativo, que está marcadamente vinculado a la homofobia. Un hombre que quiere ser reconocido como un ‘hombre de verdad’ en una sociedad patriarcal tiene que mostrarse heterosexual. La heterosexualidad es uno de los pilares de la masculinidad hegemónica. Para eso, no solo tienes que mostrar tu deseo por las mujeres, hipersexualizándolas y haciendo comentarios y teniendo conductas machistas, sino que también tienes que demostrar que no eres homosexual para demostrar tu hombría. Eso va ligado a tratar la homosexualidad como una devaluación de la masculinidad: desde hacer chistes homófobos a humillaciones o episodios de violencia que se materializa en los cuerpos de quienes no cumplen con la masculinidad hegemónica.
La heterosexualidad es, por tanto, uno de los pilares de la construcción de la masculinidad. ¿Hay que problematizar la heterosexualidad?
Sí. Problematizar la heterosexualidad es ponerla sobre la mesa porque tradicionalmente se ha entendido como ‘lo normal’ y ‘lo natural’ y, por tanto, no ha sido cuestionada. Eso pasa también con la masculinidad: como los hombres han sido el sujeto universal, a quien se ha analizado es a ‘la otras’, a las mujeres o a los sujetos no hegemónicos. La heterosexualidad es uno de los ejes sobre los que se articula el patriarcado. Es una opción sexual, sí, pero hay que subrayar que trasciende la mera opción personal y que hay que pensarla como todo un sistema. Las personas heterosexuales nunca han sufrido violencia por el hecho de serlo. A través de la heterosexualidad también se establecen relaciones de jerarquía sobre las mujeres y sobre otros hombres.
Y otro de los pilares sería entonces la violencia. ¿’Ser hombre’ significa estar atravesado, de alguna manera, ¿por la agresividad y la violencia?
Sí, la normalización de la violencia. Para explicar esto me gusta referirme a lo que explica Rita Segato sobre la ‘pedagogía de la crueldad’ como algo que atraviesa la socialización masculina. Los hombres no nacen, se hacen. Los niños no nacen con esa interiorización del ejercicio de la violencia, pero a medida que van siendo socializados en la masculinidad, y más cuando viven en entornos donde esos mandatos no se cuestionan, aprenden que la violencia o la amenaza de ejercerla es un recurso que los hombres tienen para exhibir su masculinidad, para obtener reconocimiento o como herramienta para afrontar los conflictos.
Esa normalización de la violencia implica también la represión de la empatía. A los niños se les va inhibiendo la empatía, y eso facilita el ejercicio de la violencia ante las personas que consideras diferentes o una amenaza, a las que se deshumaniza. A veces se habla del analfabetismo emocional de los hombres por esa represión de la empatía y los cuidados, pero las emociones que sí se les potencia son las que tienen que ver con la ira y el enfado.
¿Qué está pasando con el modelo tradicional de masculinidad? Por un lado, parece que se resquebraja pero al mismo tiempo podríamos decir que se está rearmando o replegando.
Conviven las dos tendencias. Cuando se producen cambios sociales, cuando hay cuestionamiento y transformación de los valores normativos lo que tiende a ocurrir es una reacción. Desde que emerge el feminismo, a cada avance le siguen momentos de contraofensiva que representa esos avances como una auténtica amenaza al orden social establecido, a lo que llaman el orden natural de las cosas. Esto es lo que vemos con el avance de la extrema derecha.
Eso hace que se generen los dos movimientos. Por un lado, que exista más conciencia feminista, también en chicas y chicos jóvenes, y en el caso de la masculinidad, que haya cada vez más hombres que se cuestionan sus privilegios. Esa tendencia de una sociedad más justa cohabita con otra que trata de resituar la masculinidad y a las mujeres y sujetos que se salen de la norma.
En el libro menciona otro, el de Hombres blancos cabreados, de Michael Kimmel, que señala cómo ante los cambios sociales que vivimos se ha articulado un sujeto de hombres blancos enfadados que se sitúan como víctimas de ese proceso. Un fenómeno que se asoció, por ejemplo, con la victoria de Donald Trump en EEUU. ¿Podemos traer ese fenómeno aquí?
Para explicar la relación entre extrema derecha y masculinidad me parece imprescindible el libro de Kimmel. Hay que tener en cuenta las diferencias de cada contexto, pero es cierto que la articulación de los partidos de extrema derecha se hace de alguna manera a nivel trasnacional, siguen los mismos patrones. La idea que plantea Kimmel es que, ante la incertidumbre, el relato de la extrema derecha crea un refugio y reconforta a estos hombres que están enfadados con lo que sucede. Esa incertidumbre tiene que ver, por un lado, con las crisis económicas que vamos arrastrando y que impiden a muchos hombres ejercer ese rol de proveedor principal. Por otro lado, tiene que ver con los cambios sociales, como los avances feministas, LGTBI o antirracistas.
Ese relato busca un chivo expiatorio, que son las mujeres feministas, las personas LGTBI, las personas racializadas, la población migrante… a quienes se señala como culpables de esa pérdida de posición social que experimentan esos hombres. En lugar de plantear una explicación más estructural de lo que está pasando este relato les permite culpar a colectivos concretos y construyen a estos grupos como la gran amenaza. El victimismo, que es algo que se ha visto tradicionalmente como algo femenino y que te devalúa socialmente, se resignifica y se masculiniza y les hace sentirse reconfortados en esa idea de la masculinidad agraviada.
¿Hasta qué punto cree que tiene que ver la irrupción de la extrema derecha en los parlamentos y de su discurso negacionista de la violencia machista y de señalamiento del colectivo LGTBI con esta violencia que vemos, desde las agresiones a acciones como el ataque a un mural feminista?
Los valores machistas y la LGTBIfobia, el racismo y la xenofobia preexisten antes del surgimiento de Vox, pero lo que hace su irrupción en el panorama político y en las instituciones es azuzar y exacerbar, con mucha visibilidad mediática, ese tipo de valores y discursos. La estrategia de Vox se ubica en la práctica más populista que trata de movilizar emociones muy viscerales, como son la ira o el miedo, hacia los sujetos disidentes: las feministas, las personas migrantes… Ese discurso que intenta movilizar desde lo más emocional nutre el caldo de cultivo para esta violencia y le da legitimidad. Otro elemento que impacta es que el PP tampoco cuestiona ese discurso, con lo cual la derecha tradicional también se radicaliza en ese sentido.
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