Contracorriente
Estamos ante un nuevo proceso electoral, después de una crisis política extendida desde el golpe de Estado de 2009 y agudizada en 2017 con la reelección inconstitucional del presidente Juan Orlando Hernández. La maquinaria clientelista de los partidos mayoritarios, sobre todo del Partido Nacional —que ostenta el poder— está activa, mientras la población hondureña enfrenta una grave crisis económica y social después de la pandemia por COVID-19 y las tormentas que devastaron la zona norte del país.
Para la mayoría de la población, democracia equivale a la marca que cada cuatro años se hace en unas papeletas plagadas de caras y logotipos. Un acto antecedido por meses de campaña electoral que significa mucha publicidad, letreros, canciones, concentraciones, apasionados discursos y por supuesto, confrontaciones por defender quién es mejor, quién tiene la solución mágica para todos los males de la sociedad.
Honduras transitó de una incipiente democracia a finales de la década de 1990 a la autocracia electoral sostenida por una clase política corrupta y criminal después del golpe de Estado de 2009. La democracia fue desterrada muy rápido, cuando daba sus primeros pasos: la reforma que quitó de manos de los militares las instancias de investigación y justicia, los procedimientos institucionales y las normas para unas elecciones libres y transparentes.
Pero después del golpe de Estado, los retrocesos son evidentes y la democracia solo fue un sueño que no pudo ser. De ella solo sobrevivió el proceso electoral que se realiza cada cuatro años, las elecciones incluso se presentaron como salvación cuando Honduras era condenado por romper el orden constitucional. Pero este acto de votar es el único ejercicio que conoce esta población sobre democracia, porque el resto de los días, meses y años, todas sus energías se invierten en la sobrevivencia: la rebusca.
La democracia es un sistema político, un conjunto de normas e instituciones orientadas a garantizar la libertad, el acceso a la justicia y a un conjunto de beneficios sociales como la educación, la seguridad, la recreación, la salud, los derechos básicos que hacen posible la convivencia social en paz y el desarrollo para todas las personas. No se trata solo de elegir cada cuatro años y no se trata tampoco del slogan simplista de que «Democracia es el poder del pueblo». Se trata de un sistema que preserva esas garantías más allá de las personas —y sus delirios—. Una democracia se vive, se experimenta en el día a día de la población. Esos derechos y certezas se traducen en expectativas de vida decididas en libertad y en oportunidades que, al menos frente a la ley y las instituciones públicas, son lo más igualitarias posible.
Cuando nada de eso existe, entonces aparece la rebusca. Cualquier persona en Honduras sabe que la rebusca es la capacidad de imaginar y llevar a cabo cualquier hazaña para lograr el 1.25 dólares o los 30 lempiras diarios que definen la pobreza, esa en la que vive más del 60 % de la población del país. Todo se vale en la rebusca, y la democracia es un lujo muy lejano de esa realidad, tan lejano, que resulta hasta ofensivo.
Los dos partidos tradicionales del país tienen una larga historia de violencia y corrupción, y el nuevo en el barrio electoral llegó en un momento en que la maquinaria autocrática ya estaba en marcha. ¿Qué hace posible que una ciudadanía sumida en la rebusca vote cada cuatro años?
Primero, aceptemos que no toda la población vota. El abstencionismo pasó del 35 % en 2001 al 50 % en 2009. En 2013, la entrada de nuevas opciones partidarias explica un descenso del abstencionismo que presentó el 39 % y aumentó al 42 % en las elecciones de 2017. Pero ¿qué moviliza al resto?
Sin duda hay un porcentaje incalculable de personas que votan por convicción y lealtad partidaria. Un entusiasmo extraño dada la abrumadora evidencia sobre la corrupción y vínculos criminales existente en candidatos y partidos. La identidad política es emocional, similar a la identidad que se construye tradicionalmente con un equipo de fútbol que, aún en sus peores momentos, se le alienta sin cuestionamiento.
Sin embargo, la experiencia demuestra que otro porcentaje de votantes, también incalculable, se moviliza gracias a una relación transaccional, a un «qué me das, qué te doy». A eso se le llama clientelismo.
Si bien no hay un consenso entre los académicos sobre cómo definir el clientelismo, sí han sido evidentes sus consecuencias. En el Oxford Handbook of Political Science, Susan Stokes identifica que el clientelismo político frena el desarrollo económico, invalida la democracia y permite que los dictadores se mantengan en el poder por más tiempo. Se frena el desarrollo económico porque disuade a los gobernantes de proveer bienes públicos y reforzar la pobreza y dependencia de la población. Invalida la democracia al socavar la equidad en el ejercicio del voto permitiendo que algunos votantes usen su voto de forma legítima y otros lo hagan a cambio de beneficios en forma de pagos. Finalmente, mantiene en el poder a dictadores al permitir que se realicen elecciones en las que la competencia es ahogada y los votantes que preferirían votar en contra del régimen son impedidos de hacerlo por miedo a las venganzas. Esos efectos se pueden observar en Honduras con el agravante de que el partido en el poder puede drenar los fondos públicos para el clientelismo a través de la corrupción, recibir sobornos del crimen organizado y participar en lavado de activos proveniente del narcotráfico.
La compra de votos es algo común en Honduras, pero no solo tiene que ver con entregar dinero a cambio del voto, es mucho más estructurado que eso. El Partido Nacional, que ya lleva doce años consecutivos en el poder, mueve los recursos del Estado para crear programas asistencialistas que se convierten en moneda de cambio para mantener a una buena parte de la población fiel —y controlada— al momento de ir a las urnas. Por ejemplo, no hay zona afectada por el desastre de las tormentas del año pasado donde no nos han dicho que las ayudas llegaron solo para las familias que se enlistaron como activistas del Partido Nacional o, en algunos casos, en las comunidades donde se sabe la gente apoyó al alcalde de turno, sea del partido que sea.
Por otro lado, el financiamiento de los dos partidos políticos más grandes y antiguos de Honduras depende directamente de sus activistas que se convierten en las hormigas que operan la burocracia del Estado a cambio de pagar el favor de obtener un trabajo con su voto y un porcentaje de su salario. Según datos recopilados de los portales de transparencia de los partidos políticos, entre 2015 y 2021, solo el Partido Nacional ha obtenido 581.13 millones de lempiras de aportaciones de empleados públicos de todas las instituciones del Estado por concepto de la «cuota del partido», un dinero que entra a las arcas de esa institución política para mover las masas y mantener la fidelidad de sus votantes. Un círculo vicioso y efectivo para mantener la misma cantidad de votos, apenas la suficiente, para ganar cada elección.
El clientelismo es una actividad económica en la que pierde el Estado, pierde la democracia pero gana una élite política corrupta que se perpetúa en el poder y muchas empresas que forman parte de la cadena de proveedores de productos y servicios que se reparten durante los procesos electorales. Algunas de ellas incluso lo hacen con fondos propios, no por filantropía, sino como una inversión a futuro que se materializará en posteriores contratos con el Estado o beneficios para sus negocios cuando el partido de su preferencia alcance el poder.
El clientelismo corroe el ejercicio del voto porque lo convierte en una transacción inmediata: obtener algo, no importa qué ni de quién, ya que la certeza para la mayoría de la población es que durante los siguientes cuatro años no se obtendrá nada. Es la rebusca electoral, aprovechar lo que se obtiene ahora y seguir en la cacería cotidiana del mínimo de subsistencia. Es una elección racional mediada por la miseria, material para unos, ética para otros. Ese es el sello que llevan las elecciones en autocracia.
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