martes, 21 de julio de 2020
Microscópicos son los marcianos
Por Alberto Arricruz
Entre confinados del mundo entero solemos decir que la realidad se ha pasado de frenada, superando a las mejores novelas de ciencia-ficción.
Nuestro compañero Alejandro Luque, refugiado en Cádiz, ciudad-madre que lo acoge en su cuna mecida por los mares, ha confirmado tal intuición con novelistas gaditanos de Sci-Fi para Eldiario.es.
Quizás algún gaditano sea el próximo Mozart de la ciencia-ficción. Dalí se equivocó al situar el centro del mundo en la estación de ferrocarriles de Perpiñán (esos catalanes…). Desde luego, el padre de todos, el Leopoldo, era el inglés Herbert Georges Wells.
El filosofo francés Louis Althusser escribió que el siglo XIX había traído figuras que no se esperaban: Freud, Marx, Nietzsche… Centrado en la aportación filosófica germánica, omitió completar su letanía con Darwin, Mary Shelley, Stevenson, Wells… todos británicos.
De aquel siglo victoriano de masiva revolución industrial e imperialismo mundial con exquisita educación so british, con Londres ciudad-mundo de calles llovidas, esas figuras pusieron patas arriba la ciencia, la fantasía, los sueños y las pesadillas de la Humanidad.
El colmo ha sido Darwin: observando bichos y pajaritos, vaya si la ha armado —más aun que Copérnico o Galileo— y para siempre. Mary Shelley, la primera en el siglo, nos ha dado el monstruo de Frankenstein, luego Stevenson el Dr. Jekyll y Mr. Hyde (también el pirata de la pata de palo). Como las de Shelley y Stevenson, las novelas de Wells han marcado nuestros imaginarios: la máquina del tiempo, el hombre invisible, los primeros hombres en la Luna, la isla del Dr. Moreau y la invasión extraterrestre con La guerra de los mundos en 1898.
De su obra prolífica (es además el inventor del ‘wargame’), sus novelas de anticipación son las que han tenido múltiples adaptaciones cinematográficas. Destaca la estupenda “máquina del tiempo” de Georges Pal de 1960. En la versión de 1979 de Nicholas Meyer, el héroe es el mismísimo H.G. Wells, y persigue a Jack el Destripador quien, huyendo de la policía, se fuga en el tiempo con la máquina que Wells tiene montada en su sótano. Solo falta Sherlock Holmes.
En tiempos de pandemia que mantienen en vilo nada menos que toda la Humanidad, vale detenerse en La guerra de los mundos. Vale la pena volver a la literatura, a esa novela que trata por primera vez una catástrofe mundial que de repente le cae encima a la Humanidad, amenazando con el caos y el derrumbe de la sociedad.
La novela cuenta la invasión marciana de Londres en tiempo real, vista por el héroe cuyos recuerdos estamos leyendo. El cine no existía cuando Wells escribió, pero la escritura es asombrosamente cinematográfica.
Cuando empieza el ataque marciano, Wells describe escenas que llegarían a ser realidad en Europa algunos años después: un éxodo masivo y precipitado por las carreteras, ataques con armas químicas y con máquinas de guerra superpotentes, artefactos voladores… La primera y segunda guerra mundial parecen anticipadas en la novela.
Wells ha inventado los ‘patlabor’ de los mangas japoneses. Su descripción de los marcianos aun domina las imágenes de extraterrestres propuestas por las películas y en el bulo del hombre de Roswell. Cuando describe el resultado del ataque marciano sobre la región de Londres, sus visiones fantásticas parecen de Dalí o Masson, antes de que las pintaran.
La novela no dice nada de gobiernos desamparados e improvisando. Sí muestra como, en los primeros días, a poca distancia de los primeros acontecimientos, la gente no se lo toma en serio y pretende seguir viviendo normalmente. También que lo que publican los periódicos no se corresponde con los hechos y minusvalora su gravedad.
En el acelerado derrumbe del mundo ante la fuerza marciana quiebra la iglesia: el héroe se encuentra a un vicario con el que se esconde unos días en una casa en ruina. El vicario, además de cobarde y egoísta, enloquece con proclamaciones apocalípticas, y el héroe acaba matándolo para callarlo. Y no se considera un criminal: no tenia otra opción. Cuando la dominación marciana parece definitiva, un personaje predice: “Las jaulas estarán llenas de salmos, cánticos y piedad”.
En su recorrido, el héroe se encuentra con un artillero perdido con quien comparte refugio. Incluso se entretienen jugando a las cartas o al ajedrez, sorprendiéndose al gozar de pasatiempos, como todo buen confinado de antes de internet. El militar expone un proyecto político ambicioso: seleccionar a hombres y mujeres para fundar en los subterráneos una sociedad de raza superior, educada con disciplina, nada de poemas, arte ni fantasías, que son debilidades.
El héroe, a pesar de ser culto y con buen espíritu critico, siente como el miedo, la angustia y la desesperación le hacen receptivo a tal proyecto. Sobre el caldo de cultivo producido por la guerra de destrucción masiva, la ideología de raza superior culmina como proyecto político-social, no ya en tierras remotas, sino en el seno de la mismísima sociedad “avanzada”.
La semejanza del personaje del artillero con Hitler, décadas después de publicarse la novela, es pura casualidad (solo los Simpson previeron Trump presidente). Pero en aras de la “nueva normalidad”, la literatura nos deja ya, desde una distancia de 122 años, un buen aviso a navegantes…
Por supuesto, un siglo después de que se publicara, vemos como lo que se podía considerar anticipación creíble es obsoleta. Hoy sabemos que nadie vive en el planeta Marte, por lo que queda libre para alquilar. También, desde que Einstein (otro que ha la armado bien) demostrara que E=mc2, sabemos que ninguna civilización extraterrestre, de existir, puede saltarse las distancias para conectar con nosotros para bien o para mal.
El narrador de la novela es de su época, y apunta su machismo “natural” en una frase. También reza y cree en dios, por lo que no podemos considerarlo como expresión de las ideas de Wells, que era socialista y fue pareja de dos destacadas activistas feministas.
Wells vivía en un mundo donde el automóvil y la aviación no existían, y parecían fantasías atrevidas… pero en la novela, la tecnología marciana permite a los humanos descubrir el secreto de volar.
La novela no anticipa la era de las multinacionales, como la farmacéutica Gilead, que actúa durante la pandemia con todas sus capacidades de influencia para ganar la posición dominante en el nuevo mercado planetario de la Covid-19. Porqué si está claro que los gobiernos van tanteando, actores como este saben moverse con gran precisión y sin equivocarse.
Evidentemente, los extraterrestres suelen apuntarse al centro del mundo, por lo que hoy Londres les importaría un bledo y se irían directamente a Estados Unidos… salvo cuando sufren avería y acaban en el Johannesburgo del apartheid, como lo cuenta la estupendísima peli District 9 de Neill Blomkamp.
De La guerra de los mundos, solo conocía las adaptaciones al cine. También hay series televisivas, pero eso de sacar varias temporadas exprimiendo cual limón a novelas que, como mucho, pueden estirarse en cuatro capítulos de miniserie, produce desastres: véase The Man in the High Castle (o mejor, no lo vean, lean la novela de Philip K. Dick).
La adaptación de La guerra de los Mundos para la radio americana, en 1938, hizo de repente famoso a su autor e interprete, Orson Welles (homónimo del escritor): interrumpía la música difundida imitando un locutor de noticias: ¡Breaking news! ¡Los marcianos nos están invadiendo! Eso provocó, se cuenta, que hubo quien salió espantado de su casa en la noche al creer que eran noticias.
De películas, destacan la de 1953 y la de 2005 de Spielberg con Tom Cruise. Sin olvidar la versión supercachonda de Tim Burton, la cultísima Mars Attacks de 1996. Esa es estupenda. Las otras son llanamente una traición a la novela; borran el episodio del militar prenazi y el ataque a la Iglesia, pues ¡imagínense como lo ha tratado Hollywood! En la versión cine de 1953 la prometida del héroe se acoge a la iglesia; en 2005 el vicario es un tío bueno…
Sobre todo, esas adaptaciones americanas borran lo que es el corazón de la novela.
En tiempos de H.G. Wells, Londres era epicentro de la revolución industrial mundial y a su vez del imperialismo británico. Proyectaba su potencia material y militar para someter pueblos del mundo entero, considerándolos como inferiores y quedándose con sus recursos naturales. Les imponía idioma, ciencias y religión, pretendiendo implementar su civilización avanzada, tal como se percibía a sí misma la superpotencia inglesa, compitiendo principalmente con el imperialismo francés, mientras la potencia española seguía agonizando.
Siguiendo la senda de los grandes imperialismos de la Historia – del romano al árabe – las potencias occidentales cometían por África y por Oriente crímenes de masas con la tranquilidad que conlleva la convicción de que la gente sometida es de raza inferior.
Entonces, H.G. Wells les cuenta: ¿Qué pasaría si a ti, triunfante inglés, se te cayera encima un ejército dotado de una superioridad material aplastante, barriendo humanos como si de hormigas se tratara? También tu sociedad, que crees culminante, un buen día podría enfrentarse a una fuerza infinitamente superior, y sí: como las sociedades africanas y orientales, tu sociedad puede derrumbarse.
La novela es, pues, radicalmente antiimperialista. En esa época, el autor se posicionó con valentía, rotundamente a contracorriente, con una obra potente de literatura popular. Maestro H. G. Wells.
Y ahora viene la ironía que la realidad le da, 122 años después, al desenlace de la novela. Alerta, a partir de aquí: spoiler.
La conquista de los marcianos es inesperadamente interrumpida por… un contagio. Los marcianos, sin inmunidad, fallecen al cabo de un par de semanas al enfermar por una bacteria (en 1898 no se conocían los virus).
Al contrario de la invasión española en tierras americanas, donde las poblaciones invadidas fueron arrasadas por enfermedades importadas, en la novela de Wells los invasores pierden la guerra sin enterarse.
Y mira que venían con superioridad aplastante. Quizás, en Marte, algún científico alertara sobre los riesgos de encontrarse con un ambiente biológico desconocido. Pero, a semejanza de las autoridades chinas de Wuhan, los jefes marcianos, convencidos de ser invencibles, lo habrán mandado a freír espárragos con sus dudas derrotistas.
Y aquí tenemos, 122 años después de la publicación de La guerra de los mundos, un golpe de efecto dramático que sin duda habría gustado a H.G. Wells: la potencia que puede acabar con las sociedades no viene del infinitamente grande. No es un invasor dotado de monstruos mecánicos en forma de trípode.
Viene del infinitamente pequeño, y además no tiene ningún proyecto guerrero ni civilizador ni la menor voluntad propia. Y eso sí que nos pilla desprevenidos.
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