sábado, 25 de julio de 2020

El regreso triunfal de los oligopolios



Por Ernesto H. Vidal 

Desde finales de la década de los 90 hasta hoy, el 75% de las industrias de Estados Unidos ha experimentado un aumento en la concentración. Esto se ha traducido en una disminución tanto de los salarios reales como del poder adquisitivo para el ciudadano.

El pasado día 6 de julio Uber compró Postmates. La empresa, dedicada al envío de comida a domicilio, prestaba servicio en Estados Unidos, donde este modelo de negocio ha crecido como la espuma durante la pandemia global y el confinamiento. Ahora, tras la adquisición, Uber (a través de su filial Uber Eats) y sus dos principales competidores, DoorDash y Grubhub, se reparten el 98% de la cuota de mercado en el país. Esto tiene un nombre: oligopolio. No es el único caso; las últimas décadas en EE.UU. han sido testigo de una consolidación corporativa sin frenos en gran parte de los sectores económicos del país, lo que ha dejado buena parte del poder económico en manos de un puñado de empresas, que actúan, muchas de ellas, en connivencia como auténticos carteles. No siempre fue así.

A finales del siglo XIX y principios del XX el país vivía la denominada “Edad Dorada” del capitalismo. Aparecieron grandes corporaciones que, mediante fusiones y adquisiciones, no dejaban de crecer en tamaño, convirtiéndose algunas de ellas, como Standard Oil, en auténticos monopolios que dominaban hasta el 90% del sector. Los gobiernos de Roosevelt y Taft intentaron acotar este crecimiento mediante la aprobación de las primeras leyes antimonopolio y la creación de instituciones como la Reserva Federal. Pero en la década de 1920 la administración cambió su política hacia el laissez-faire, eliminó regulaciones económicas y minimizó la supervisión del gobierno sobre el sector financiero. El resultado fue el crack de 1929 y la posterior Gran Depresión, que llevó a millones de americanos al desempleo y la miseria. Para atajar todo esto, el Gobierno de Franklin D. Roosevelt reforzó las regulaciones mediante una serie de actas, como la Glass-Steagall de 1933, que impedía, entre otras cosas, que los bancos comerciales y los bancos financieros se fusionasen.

Tras el crack del 29, el Gobierno de Roosevelt reforzó las regulaciones mediante actas como la Glass-Steagall de 1933, que impedía que los bancos comerciales y los bancos financieros se fusionasen

Esto se mantuvo hasta mediados de la década de los 60 y principios de los 70, cuando un grupo de políticos y economistas empezaron a ganar fuerza: los neoliberales. Según la doctrina que promulgaban, el Estado no era sino un leviatán opresor que, mediante regulaciones, impedía que la economía fuese competitiva y ponía barreras artificiales que lastraban el libre mercado y colocaban la economía del país en una posición de desventaja respecto a sus competidores. Su solución era obvia: desregularizar todos los sectores de la economía. El libre mercado se encargaría de regularse solo y hacer a todo el mundo más rico. Paralelamente, un juez llamado Robert Bork (conspirador en la trama Watergate) sentaría las bases de una nueva doctrina respecto al posible impacto de estas políticas en la concentración de mercado. Según Bork, los monopolios y oligopolios no tenían por qué ser necesariamente malos, siempre que estos no afectaran al precio que pagaba el consumidor. Armados con esta lógica espuria, los artífices del neoliberalismo dieron el pistoletazo de salida a una serie de reformas que transformarían la sociedad americana de la cabeza a los pies.

Uno de los primeros sectores en ser desregulados fue el de las aerolíneas. En 1978 el Gobierno de Carter aprobaba el Acta de Desregulación de Aerolíneas, con el objetivo de “evitar la concentración en el sector e impedir que unos pocos participantes puedan establecer precios por encima de lo razonable, reducir servicios y excluir a la competencia”. En ese momento 43 grandes compañías operaban en los aeropuertos de todo el país. Hoy, cuatro grandes aerolíneas se reparten el 80% de todos los vuelos comerciales. Contrariamente a las intenciones del acta, los consumidores han visto cómo estas empresas empezaban a cobrar precios abusivos por facturar equipajes o cambiar los billetes, eliminaban la comida o reducían el espacio entre los asientos, amén de subir el precio de los billetes. Paralelamente, los empleados se han encontrado con sucesivas bajadas de sueldo y la progresiva degradación de sus condiciones laborales. No han sido los únicos; los camioneros, antaño una de las profesiones con mejores condiciones laborales del país, vieron cómo, tras aprobarse también en 1978 un acta de desregulación del sector, sus salarios bajaron a la mitad, y más de 150.000 personas perdieron sus empleos.

Pero si en los años 70 se pavimentó el camino de la desregulación en la economía, la década de los 80 entraría como una locomotora sin frenos de la mano de las mentes preclaras abanderadas del pensamiento neoliberal. Amparándose en la interpretación de Bork sobre los monopolios y oligopolios, y con el mantra de que las regulaciones por parte del gobierno lastraban la economía y obstaculizaban la competitividad de la industria americana, los legisladores se lanzaron a una vorágine desregulatoria, empezando por el sector financiero. A través de una serie de actas se derogó buena parte de la Glass-Steagall, permitiendo a bancos de inversión y bancos comerciales fusionarse entre sí, y se crearon toda una serie de derivados comerciales de alto riesgo que el sector financiero no dudó en utilizar para especular. Los mayores riesgos derivados de este nuevo modelo de negocio implicaban la posibilidad de mayores beneficios, y durante esta década y buena parte de la posterior el sector financiero creció como la espuma. El problema, como siempre, es que los inversores se quedaban con los “mayores beneficios” mientras ignoraban felizmente la parte de “mayores riesgos”. Así, la década de los 90 fue testigo de una serie de crisis financieras, que culminaron en el colapso del fondo de inversión Long-Term Capital Management, cuyo capital se desplomó en 1998. Gracias a las desregulaciones y las políticas de laissez-faire del gobierno americano, LTCM había crecido hasta convertirse en la quintaesencia de empresa “too big to fail”. Incapaz de encontrar inversores, la Reserva Federal tuvo que organizar un rescate para evitar que la quiebra de la compañía arrastrase a la economía del país.

Esto hubiese sido suficiente para que cualquier gobierno en sus cabales recapacitase sobre el efecto que sus políticas desregulatorias habían tenido en la debacle. Pero los tentáculos del pensamiento neoliberal estaban ya profundamente incrustados en los cimientos de la sociedad norteamericana, y cualquier intento por parte del gobierno de regular el sector financiero era visto como un pecado mortal contra el sacrosanto Libre Mercado. Al contrario, la vorágine desreguladora seguiría su curso, y en 1999 el Gobierno del presidente Clinton derogaría finalmente lo que quedaba del Acta Glass-Steagall. El mercado seguiría llenándose de activos tóxicos de alto riesgo, especialmente de hipotecas subprime, lo que acabaría finalmente explotando en 2007 y desencadenaría la Gran Recesión.

Uno podría pensar, con toda la buena fe del mundo, que la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión sería suficiente para hacer reflexionar, ahora sí, a los legisladores. En su lugar, el gobierno permitió a los bancos utilizar el dinero de los rescates para fusionarse entre ellos (como hicieron Bank of America y Merril Lynch, o Chase y Bear Stearns). El resultado es que, a día de hoy, el sector bancario está más concentrado que nunca y 12 entidades controlan el 70% de todos los activos bancarios del país.

Pero quizá el caso más preocupante de consolidación corporativa y oligopolio es el del sector de los medios de comunicación. En 1996 el Gobierno de Clinton firmaba el Acta de Telecomunicaciones, que desregulaba el sector y permitía que las compañías pudieran diversificarse, prometiendo una mayor competitividad en el sector y mayor diversidad y pluralidad de opiniones, algo necesario para el sano funcionamiento de una democracia. Acabó pasando justo lo contrario. Si en 1983 el 90% de los medios del país estaban controlados por 50 compañías, a fecha de hoy ese 90% de cuota de mercado está dominada por cinco grandes corporaciones, que controlan la práctica totalidad de lo que los ciudadanos ven, oyen y leen, incluyendo las noticias.

Si en 1983 el 90% de los medios del país estaban controlados por 50 compañías, a fecha de hoy ese 90% de cuota de mercado está dominada por cinco grandes corporaciones

Estos casos de consolidación corporativa y oligopolios, por desgracia, no son casos puntuales. Desde finales de la década de los 90 hasta hoy, el 75% de las industrias de Estados Unidos ha experimentado un aumento en la concentración. Esto se ha traducido en una disminución tanto de los salarios reales como del poder adquisitivo para el ciudadano.

Los artífices del pensamiento neoliberal prometieron que la desregulación de la economía traería competitividad, aumento de la calidad del servicio, subida de los salarios y mayor competencia en el mercado. Nada de eso ha ocurrido. En su lugar, Estados Unidos es ahora pasto abonado para los oligopolios, sus ciudadanos ganan menos que antes y el servicio es peor. Si estos adalides neoliberales realmente creían lo que afirmaban, se han equivocado de medio a medio. O quizás, más probablemente, mentían a sabiendas de que sus políticas estaban destinadas única y exclusivamente a hacer más ricos a los ricos y más precarios a todos los demás. En el mejor de los casos, son unos negligentes. En el peor, unos criminales. En ninguno de los casos nadie en su sano juicio debería tomar sus propuestas en serio.

Estados Unidos es, nos guste o no, el espejo en el que muchos políticos europeos se miran. Muchas de las políticas neoliberales urdidas al otro lado del Atlántico ya han sido implementadas aquí, con los mismos resultados desastrosos. Y sin embargo, pretenden perseverar, hablándonos de austeridad, desregulación y liberalización de la economía como única vía posible. Decía Milton Friedman, uno de los padres del neoliberalismo, que las políticas económicas debían implementarse no por sus intenciones, sino por sus resultados. Ya va siendo hora de que ellos mismos se apliquen sus propias recetas.

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