miércoles, 22 de julio de 2020
El desorden de los sentidos
Por Laura Malosetti Costa
Laura Malosetti es historiadora del arte. Observa su cuerpo y el paisaje como una obra: los recorre, los rodea y apunta qué percepciones despierta este aislamiento. Organiza el desconcierto: nombra, uno por uno, la nueva tarea que la pandemia les asigna a los sentidos. La vista reenfocada al brillo de las pantallas; el olfato sobreviviendo al olor de la muerte. El tacto apenado porque le censuraron su instinto. El gusto como autodiagnóstico de la peor noticia. Y el mejor parado es el oído: disfruta el silencio y espera el aplauso de las 9 para ratificar que la comunidad sigue allá adentro, allá afuera.
Este texto forma del libro digital “Porvenir. La cultura en la post pandemia” que en unos días van a publicar la Fundación Medifé y el Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad, y se va a poder acceder de forma gratuita en “BA Cultura en Casa”.
Me cuesta mucho escribir en estos días de vértigo, asombro e incertidumbre. En primer lugar porque estoy leyendo mucho en un panorama que cambia día a día y lo que creí muy acertado un día pierde significación al día siguiente. Todo el mundo se ha puesto a pensar desde diferentes perspectivas y me he cansado de leer predicciones, consejos, reflexiones de grandes pensadores que se apuran a hacer oír su voz autorizada y no alcanzo a percibir si tienen sentido al día siguiente.
En segundo lugar, porque siempre procuré evitar la autorreferencialidad en las cosas que escribo (por pudor o por rigor académico) y en estos días no encuentro otro lugar desde donde escribir algo. Sin duda ésto es consecuencia del encierro.
De modo que este texto tiene un carácter autorreferencial (y tal vez muy poco útil): compartir algunas reflexiones sobre lo que percibo como un gran desorden. Me parece que estos tiempos de confinamiento y desconcierto están alterando el orden de los sentidos.
El sentido de la vista
Como historiadora del arte me he dedicado siempre a interpretar aquello que nos dice el sentido de la vista y a reflexionar sobre imágenes en unos tiempos que han sido caracterizados muchas veces como “la era de la imagen”: su avance inexorable en la cultura, el deseo de imágenes más y más veloces, verosímiles, ilusiones cautivantes y síntesis de pensamientos complejos. La historia del arte saltó fuera de sus límites tradicionales y empezamos a pensar en sus poderes, su persistencia en la memoria, su vida más allá del mundo del arte.
El encierro ha obligado al rey de los sentidos, el de la vista, a quedar atrapado en el brillo de las pantallas. No se puede mirar lejos, no percibimos las texturas ni la atmósfera desdibujando la nitidez de los contornos. No vemos los colores ni los volúmenes sino su transposición plana en dispositivos de formatos arbitrarios. No se puede visitar museos ni parques ni teatros, no se puede ver a los seres queridos más que a través de pixeles que se desdibujan y dependen de las conexiones electrónicas.
Las relaciones entre palabras e imágenes también se transforman de un modo tan vertiginoso que revelan la arbitrariedad de los sentidos que les solíamos atribuir: circulan en la web con tantas asociaciones, atribuciones y significados diferentes que su polisemia ha pasado a primer plano, sus innumerables sentidos posibles.
Un autorretrato de Juan Travnik, que formó parte de la serie de “Cuarentratos”, la exposición virtual que organizó la AMIA a comienzos de abril de 2020 con obras de conocidos fotógrafos, me capturó y quedó viva en mi memoria, en estos tiempos de tanto estímulo visual. Es un plano muy cercano. Un paño negro que llega a confundirse con el fondo, como un barbijo fúnebre tapa la boca, la nariz y deja en sombras un ojo. Sólo un ojo de Juan: azul claro, desmintiendo la
impresión de blanco y negro que produce la foto, interpela al espectador sin mirarlo, y tal vez su mayor atractivo es su expresión indescifrable. Algo de tristeza, de miedo, de introspección veo en esa mirada. Pero me parece más significativa aún la ausencia del otro ojo de Juan: la mirada binocular nos permite percibir las distancias, la profundidad, el volumen y las proporciones relativas. Ese ojo solitario me resulta una metáfora de todas esas cosas que la vista hoy no puede advertir, sumida en la luz plana y fría de las pantallas.
El oído
Se agudiza el sentido del oído en el silencio de la ciudad desierta. Está alerta: se ha vuelto el oído el sentido de la pertenencia a una comunidad cuando se escucha a lo lejos aplausos, cantos o protestas. También se ha vuelto el sentido espía: está atento a los movimientos de los vecinos, controla lo que ocurre alrededor, donde la vista no alcanza: si ellos pelean, se aman o se maltratan, si salieron o recibieron visitas. Percibe el silencio del barrio, el canto de pájaros desconocidos, el vuelo de los helicópteros y el aullido de las sirenas. En ese silencio sobrecogedor de la ciudad inmóvil el oído percibe más detalles, se afina.
El olfato y el gusto
Leí hace poco un artículo de Ana Longoni para la revista Anfibia sobre su propia experiencia con el virus. Me produjo un profundo impacto, no sólo por mi cercanía y afecto con Ana sino por su peculiar y sensible manera de reflexionar sobre la pérdida del sentido del olfato y del gusto, una de las manifestaciones de la pandemia. Ella narra una experiencia aterradora, el olfato y el gusto ausentes no sólo se vuelven indicios de la presencia de un enemigo invisible en el propio cuerpo sino que genera un vértigo sensorial indescriptible.
He pasado días tratando de imaginarlo, atenta a esos sentidos sobre los que, confieso, no había reflexionado nunca. En ese contexto vi la película coreana Parasite, en la que el sentido del olfato tiene un rol central, acerca del cual nunca me había detenido a pensar tampoco: es la percepción del olor de los otros un instrumento terrible de discriminación social, étnica, de distinción de clases y culturas. Disparador de fobias, odios y violencia.
El olfato también se ha vuelto instrumento de control: el olor de los cadáveres encerrados en las casas, en camiones y contenedores, en bolsas abandonadas en las esquinas alerta a los vecinos. Denuncia la incompetencia y el descuido de algunos gobiernos respecto del cuidado de la salud de sus gobernados y la falta de respeto por los muertos que ese descuido ha hecho proliferar.
El tacto
No es tiempo de tocarse: ni de abrazar, ni de besar, ni de dar las manos. No tocar a otros ni las superficies que otros hayan tocado es la más importante de las medidas de supervivencia que señalan los virólogos del mundo. Tal vez ésto perdure mucho tiempo y es algo de lo que me hacesufrir más.
Hace unos días mi amiga y colega Marta Penhos publicó un breve texto en su cuenta de Facebook (18 de abril de 2020) que me resultó una síntesis extraordinaria del sentido que tal vez sea el más afectado por el aislamiento que nos toca vivir en estos días. “No me toques” (Noli me tangere) es el motivo iconográfico evocado por esta historiadora del arte para ayudarse y ayudarnos a pensar las implicancias del tacto entre los seres humanos: desde la sensualidad y el erotismo hasta “el ansia de abrazar, de buscar contención y consuelo en el calor del otrx” son evocados por Marta comparando diferentes versiones de distintos artistas y épocas de un asunto bíblico trascendente: el regreso del mundo de los muertos, el impulso de tocar guiado por la devoción, el amor o la incredulidad.
El sentido del tiempo y el espacio
Esta es tal vez la parte más autorreferencial de estas reflexiones. El tiempo pasa de un modo extraño en estos días, semanas, meses de confinamiento. Se ha dicho innumerables veces: los días unos iguales a otros, dificultad para organizarse y para dormir, sensación de encierro y estrategias para sobrellevarlo procurando recuperar y abrir horizontes humanos a merced de las conexiones digitales. Ni un día pasa sin que desde nuestro patio de Almagro piense en mi privilegio. Muchos millones de personas viven hacinadas en espacios pequeños, insalubres, oscuros y sin conexiones digitales. Y eso también es de las cosas que me hacen sufrir más.
Pero además el sentido del tiempo me parece alterado de otros modos. La sobrecogedora presencia cotidiana de la muerte invita a la memoria y balance. El tiempo transcurre sin las urgencias de la vida cotidiana en las calles y aun quienes hacemos trabajo a distancia encontramos muchas horas en las que ponemos una fila de cosas “pendientes” para atender, terminar, ordenar. Y sobreviene la sensación desalentadora de que el tiempo se escurre entre las manos sin lograr ninguno de los objetivos que nos hemos propuesto, ni el más grande ni el más pequeño. Y a la sensación de frustración propongo contraponer una idea: el tiempo de la introspección no es tiempo perdido. Es tiempo ganado para hacernos un poco más lentos, un poco menos eficientes y más reflexivos.
El sentido del tiempo se ha alterado: tal vez sea el tiempo de recuperar algo de lo humano que se nos había perdido.
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