martes, 12 de marzo de 2019

El lamento del varón



Por Fernando Aramburu

Varones, quién nos ha visto y quién nos ve. Damos pena, parecemos orquídeas mustias. Hasta ayer, como quien dice, atravesamos mares procelosos; conquistamos territorios a tiro limpio; levantamos solitos, mientras ellas bordaban, las columnas de la religión, el arte, la ciencia, la filosofía. Fuimos literalmente los dueños de la Historia mientras ellas amamantaban. Enviamos a algunos de los nuestros a los polos, al Everest, a la Luna. Dictábamos la normas y las excepciones. Construimos los templos, los cadalsos, las autopistas, mientras ellas picaban cebolla y pensábamos que por eso lloraban.

Da vergüenza hablar en plural, como poniéndonos a la altura de nuestros antepasados. Nosotros, los varones modernos que han cambiado el uniforme de artillero por el delantal; los que en lugar de acudir a la refriega, teatro del héroe, llevan los niños al colegio y se ejercitan en la humilde proeza de pasar la aspiradora. Antaño nos mandaban Julio César, Atila oNapoleón. Gente con los compañones marmóreos, broncíneos o de acero, según la estatua. Ahora acatamos la autoridad de las mujeres sin que nos hayan derrotado en cruel batalla. Les ha bastado con alzar la voz, defender su razón, exigir sus derechos. ¿En qué ha quedado nuestro poder, hijo de la cólera y el músculo? Aquí ha tenido que haber traidores.

Los que cedisteis a las reclamaciones de las sufraguistas, ¡menuda faena nos hicisteis! ¿Cómo no os percatasteis de lo que se nos vendría encima a las generaciones masculinas ulteriores? Si las dejáis decidir, no hay quien las pare. Ya lo avisó Victoria Kent en aquel discurso ante las Cortes el 1 de octubre de 1931: "Creo que el voto femenino debe aplazarse". Y concluyó como quien avisa de la llegada del lobo: "Por hoy, Sres. Diputados, es peligroso conceder el voto a la mujer". Y siendo Kent una mujer, hemos de creer que sabía de lo que hablaba. Pero no, hala, que voten y presenten sus candidaturas y vayan copando poco a poco, como se extiende la hiedra por el muro, espacios de decisión. Hoy una sucursal bancaria, mañana una alcaldía. Aquí una presidencia, allá un ministerio. Se lo hemos puesto a huevo. Putin y Trump, Orbán y Bolsonaro se ríen. Les parecemos decadentes, blandos, insulsos. Creen que Europa se ha afeminado. Y a los jeques y los ayatolás, al chino que se ha perpetuado en el cargo o al norcoreano, mejor no les preguntéis.

Y estos políticos nuestros de ahora, ¿qué? Se pasan el día cual predicadores untuosos haciéndoles la pelota a las mujeres porque necesitan sus votos. Si no, de qué. Compañeros y compañeras, trabajadores y trabajadoras, amigos y amigas. ¡Qué manera de lamer! A más de uno le han pillado los pensamientos verdaderos en una comunicación privada o por un micrófono que sus acólitos no se acordaron de desconectar. ¿Machotes en la clandestinidad? Porque, claro, ellas no se conforman con el halago. Tontas no son. Quieren el puesto. Así que ya vas ahuecando el ala, chavalín democrático. ¿No abogabas, ciego, adulador, por la igualdad? A esto ha llevado tanta innovación y tanto progreso, a que los varones tengan que plancharse sus propias camisas.

Les abrieron a las mujeres las puertas de la educación. Va a ser verdad que el conocimiento libera. O, en todo caso, alienta en el ser humano la conciencia de que no es libre pero puede o debe serlo. Ellas, las muy cucas, querían formarse, salir de las cocinas, y descubrieron allende la barrera de cuerpos masculinos una llanura de posibilidades de desarrollo laboral asociadas al logro de una fuente de ingresos propia.

He ahí la jugada de ajedrez, inocua en apariencia, que cambia el signo de la partida y obliga al hasta entonces atacante a una defensa continua, preludio de un desastre paulatino.Varones, buena la hicisteis facilitando el acceso de ellas a la universidad. Ya en mis tiempos, las chicas ocupaban la mitad de las aulas y pronto fueron más numerosas que nosotros. ¿De dónde salían tantas y por qué estudian, se esfuerzan y leen tanto? Nos adelantaban por la izquierda y por la derecha. Había, además, profesoras. La conjura femenina se iba haciendo cada vez más patente. Empezábamos a estar rodeados. ¡Con lo bonito que era tutelarlas! Decirles: no, mira, la realidad es esta, tú hazme caso a mí y mientras tanto ve quitándote la ropa, cariño.

En caso de insolencia, pues les dabas un cachete como a los niños contestones. O dos, según con qué humor o con cuántos vinos volviera el patriarca a casa. O, ya puestos, una paliza de esas que se oían a través de los tabiques de la vecindad, y no por nada, sino para que aprendieran a respetar; lo cual, según me han dicho, era perfectamente compatible con el afecto conyugal o, por lo menos, con el afecto a rachas en la cárcel del matrimonio indisoluble. Ya lo decía aquel refrán, vestigio de la sabiduría del pueblo: Quien bien te quiere, te hará llorar.

Si osaban rebelarse, varones de otros tiempos, les encajabais un crío en la barriga para que estuvieran ocupadas; pero parece que esto tampoco les gusta y lo peor de todo es que pueden evitarlo. Y todo porque a algún imprudente se le ocurrió inventar la píldora anticonceptiva, jugada previa al jaque mate que nos han endilgado. Gobiernan la cama y, a la primera desavenencia, disgusto, desengaño, se despiden. Antaño, sin divorcio, con el peso del qué dirán y la intimidación de los confesionarios, las teníamos amarradas. Se han soltado. No sólo, como en viejos tiempos, dos o tres pioneras estrafalarias de clase social alta que cambiaban de techo como de enaguas porque tenían el riñón cubierto. Se han soltado todas, en tropel.

Pobres varones. Imagino lo que siente el último rey de una dinastía al día siguiente de su destronamiento. Llorad si lo tenéis por gusto las lágrimas amargas de Boabdil el Chico cuando miró por última vez la ciudad que le habían arrebatado. Pienso en La rendición de Breda, el cuadro de Velázquez, y poco me cuesta ver en el lienzo al varón que entrega las llaves del poder a la mujer sonriente y victoriosa. Compañeros, nos han vencido con la más efectiva de las armas: convenciéndonos de la justicia innegable de sus reclamaciones. Ni siquiera podemos acogernos a la excusa de haber sido engañados con malas artes. Nada parece indicar que hayamos sido objeto de un descomunal desafuero.

Y ahora ¿qué? No va a quedar más remedio que pasar por las horcas caudinas y empezar a respetar a las mujeres, aceptar la realidad ostensible de sus aptitudes, apoyar la causa democrática del feminismo y contribuir activamente a su desarrollo personal, a su risa y a que vivan sin miedo a nuestro lado. Quizá esta era el agua que estaban necesitando urgentemente las orquídeas.


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